THE OBJECTIVE
Antonio García Maldonado

Una pena (digital) en observación

«En los últimos comentarios en Twitter, en sus fotos más recientes, Belén aparecía demasiado delgada, con un pelo ralo y cano sospechosamente joven, pero con la mirada viva y chispeante de quien aún está lejos de la despedida. Como quien se tropieza, cae y finge que no ha pasado nada, aunque el resto sospeche de la gravedad del golpe y del dolor insoportable»

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Una pena (digital) en observación

EFE

«Nadie me había dicho nunca que la pena se viviese como miedo». Así comienza la elegía que el escritor británico C.S. Lewis escribió para intentar encontrar algún sentido a la temprana muerte de su mujer, la poeta norteamericana Helen Joy Davidman. Lo contó en el libro Una pena en observación, y lo vimos en la adaptación al cine que Richard Attenborough hizo en 1993 bajo el nombre en español de Tierras de penumbra.  Y así se siente uno al conocer la muerte prematura de Belén Bermejo, editora nacida en 1969 que se ha marchado contradiciendo su propio desafío.

En los últimos comentarios en Twitter, en sus fotos más recientes, Belén aparecía demasiado delgada, con un pelo ralo y cano sospechosamente joven, pero con la mirada viva y chispeante de quien aún está lejos de la despedida. Como quien se tropieza, cae y finge que no ha pasado nada, aunque el resto sospeche de la gravedad del golpe y del dolor insoportable.

Por eso da miedo, porque, de alguna forma, la realidad de su muerte niega la esperanza que su actitud y su voluntad nos mostraban. ¿De qué ha servido su esfuerzo, su generosidad? De tanto –porque son muchos los que, como ella, padecen pero se recuperan, y pienso en los que me rodean–, pero también de tan poco. Repaso sus mensajes, y es inevitable preguntarse por la logística de la muerte: ¿empezó de pronto a encontrarse mal?, ¿se desvaneció?, ¿llevaba días sospechando que serían los últimos?, ¿lo supo en esa recaída final?. Todo para nada, como decía José Hierro en un poema oscuro y memorable que ahora me viene al recuerdo:

“No queda nada de lo que fue nada. / (Era ilusión lo que creía todo / y que, en definitiva, era la nada). / Qué más da que la nada fuera nada / si más nada será, después de todo, / después de tanto todo para nada”.

No la conocí. O, al menos, no nos vimos nunca en persona, pero era como si la conociera. Hacía años que nos seguíamos en redes sociales, e intercambiábamos comentarios y favs, pero nunca hicimos por vernos o ponernos cara. Sabía de su enfermedad porque ella no sólo no la escondía, sino que la contaba. A través de fotos –otra de sus pasiones, según fui sabiendo– de vías y catéteres, de impersonales botes de plástico con quimio, de compañeros dolientes de salas de hospital, de enfermeras valientes, imaginaba sus progresos y sus recaídas. No obstante, nunca percibí un cambio en el tono vitalista de sus comentarios, aunque su cabello mostrara que había tenido que volver a la droga dura.

Creo que confiaba en su recuperación, aunque ahora pienso que, más bien, quería que así lo pensáramos: el diagnóstico severo e irreversible debió de existir, y seguramente tenía bastantes menos de 280 caracteres, pero nunca lo llegó a escribir, quizá porque, como ahora sentimos los demás, no podía ser cierto.

Quisiera contar más, pero no quiero fingir lo que no sé, ni abandonarme a ninguna impostura. Siento pena, y me pregunto por qué. Pero me niego a responderme eso tan fácil y a la vez tan cierto de John Donne de que las campanas doblan por mí. Aunque sea la verdad, no es ningún consuelo.

Tantos tuis y comentarios indignados por cosas ante las que yo sentía lo mismo pero callaba –siempre me he podido permitir ser un cobarde porque gente como Belén me cubría las espaldas asumiendo mis luchas–; elogios a libros que seguramente no leeré aunque ahora quiera hacerlo; cantos sutiles y elegantes a la belleza de una flor que renacía en un parque escondido de Madrid. La vida, al fin y al cabo, que ella miraba y sentía con una urgencia que quizá presagiaba el final, cuando yo, y tantos como yo, tomábamos como un amor infinito por estar aquí, ahora y con nosotros.

Belén se ha ido y yo no puedo creerlo, aunque nunca la vi.

¿En qué cielos habremos de buscarte?

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