El síndrome arca de Noé
«Lo que sí ha quedado claro es que por nuestro bien o no, es muy fácil llevar a una sociedad entera hacia el abismo –como en el flautista de Hamelín– o hacia el paraíso»
Vuelven mascarillas, rebrotes e ingresos clínicos. El bicho nunca se fue y nosotros hemos vuelto: la tormenta perfecta. Si a eso le añadimos que nadie sabe nada –o eso es lo que parece– y que el consuelo es afirmar que cuando exista la vacuna la cosa se calmará, mejor no pensar en el bicho para no volverse tarumba. Nunca en la historia, una peste ha desaparecido con una vacuna: ha llegado –siempre de Oriente–, ha hecho desastres y al cabo de dos, tres, cuatro años, ha desaparecido tal como había venido. Pero incluso si esta vez ocurriera igual, hay que saber reírnos de nosotros mismos. Me refiero a la vena tarumba surgiendo de las profundidades de la psique como el virus de las alcantarillas de Wuhan.
Algunas reacciones han sido similares –en plan soft– a las que debe provocar una guerra. Ha habido delaciones desde los balcones y aplausos e insultos hacia los atrapados por la policía –con cierta violencia, digamos–, al incumplir las estrictas normas del confinamiento. Ha habido –me contaba un amigo psiquiatra– un bienestar insólito entre paranoicos y agorafóbicos: no necesitaban excusa para quedarse en casa y en la calle no existía el peligro porque no había nadie. Ha habido gente que ha ayudado a otros –regalando guantes o mascarillas o analgésicos cuando no había, o acompañando a enfermos sin demostrar temor– y los ha habido que miraban hacia otro lado para no compartir lo que tenían. Ha habido médicos que pasaban por héroes por estar al otro lado de un teléfono y ha habido héroes de verdad –del cuerpo sanitario, me refiero– en ucis y zonas Covid19 de hospitales y clínicas y nunca han hecho un solo comentario sobre su trabajo. Incluso el término héroe ha sufrido otro retorcimiento del lenguaje, algo habitual en estos tiempos: eran héroes, según la tele, los padres que tenían que cuidar de hijos pequeños y teletrabajar y eran héroes aquellos que hacían lo que los encerrados no podíamos hacer porque nos estaba prohibido. ¡Qué atrás queda la mitología griega! La canción de Bowie que todos cantamos desaforadamente alguna madrugada de nuestra juventud, llegó a convertirse en un mantra social. Y menos mal: uno de buen gusto. Y ahora que hay para todos y nos obligan a llevarla, se habla de mascarillas solidarias e insolidarias y es que nuestra torpeza es ilimitada. Yo, por ejemplo, tengo un problema: las llamadas solidarias –creo que el invento terminológico es del druida Simónix, pariente del hobbit Bilbo– me irritan el ojo derecho y las insolidarias me hacen respirar con más dificultad. Debe de ser el síndrome del déspota ilustrado, qué desgracia la mía. Porque lo que sí ha quedado claro es que por nuestro bien o no, es muy fácil llevar a una sociedad entera hacia el abismo –como en el flautista de Hamelín– o hacia el paraíso, que en la tierra suele ser una engañifa criminal. De momento sólo se la ha encerrado en casa y se han aliviado ucis y hospitales, pero como experimento dio qué pensar: el miedo nunca falla; como en las guerras, también.
Aunque si ha habido algo que ha llamado la atención –un tontainas al uso diría ‘poderosamente la atención’– ha sido la manera de vivir en confinamiento. Ahí se han dado, entre la exageración histérica –los poseídos por el horror a enfermar– y el descuido irresponsable –los conspiranoicos–, todas las reacciones humanas y sociales habidas y por haber. La más curiosa la del síndrome Arca de Noé (el bautizo es mío) o lo que es lo mismo: la conciencia de ser un elegido, o en su ausencia, la voluntad de serlo. Protegerse no para no enfermar sino por un derecho divino a la continuidad: la Humanidad perdería mucho de enfermar aquel que ha sufrido ese síndrome bíblico. Es cierto que ha habido un pariente menor que ha sido el remarcar la diferencia entre los que debido a su trabajo –real o inventado– podían salir y desplazarse por ahí y los que no. ‘Yo es que tengo salvoconducto…’ No me digan que no suena bélico, Congreso de Viena, Check Point Charlie y cosas así. En fin: volvamos al arca de Noé o las especies elegidas para salvarse del Gran Diluvio y así seguir beneficiando a la Humanidad con su presencia. No era una cuestión de supervivencia natural. Podía morir quien fuera, pero ellos no; se debían a sí mismos y a la marcha del mundo, lo del coronavirus[contexto id=»460724″] no estaba diseñado para ellos. Eso sí, las medidas de seguridad a su alrededor eran férreas y rozando lo disparatado. ¿Su maldición?: la de quien construye un búnker antinuclear y sale luego con el paisaje devastado como legado de su propia raza. O la de quien después ya no sabe, ni quiere, ni puede salir de su propio encierro, ese alto destino en lo universal. A ver.