THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Las voces de la historia

«Las prisas suelen estar en los ignorantes o en los que desean la destrucción de todo para empezar de cero y les importa poco si hay baño de sangre»

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Las voces de la historia

Fernando Vergara | AP

Una de las grandezas de la democracia es la prensa libre. Pero a medida que la democracia se infecta de patógenos, en la prensa suele ocurrir lo mismo. Es más: se convierte a veces en un caballo de Troya que merma la democracia bajo la apariencia de su defensa. Cuestiones como la presunción de inocencia, el derecho a la vida privada, o mantener a raya el insulto o la calumnia -por citar sólo tres- se van por el desagüe y quien lo destapa -primero desde la frivolidad y la chabacanería, después desde la llamada prensa seria- son los medios de información. Pero con anterioridad, el poder democrático ha establecido una cierta concupiscencia -desde el compadreo al pase de dossiers o la subvención económica- con esos medios, destinada a su utilización perversa; o sea, a su corruptela. La consecuencia es que también pasa al revés y al final sólo son el ciudadano y la democracia -es decir, su ética- los perjudicados. No acaba ahí.

El poder de la prensa ha tenido, como es natural, una época de gran crecimiento durante nuestra democracia. Ella la afianzó socialmente y digamos que se cobró sus réditos intelectuales. Con el tiempo el periodismo quiso (y lo consiguió en las sociedades pequeñas pero también en las grandes) suplantar el papel del intelectual -que ha sido la conciencia democrática desde los tiempos de Zola- y también el papel del escritor, cada vez más arrinconado en los periódicos. Las firmas debían de ser las suyas, las de los hacedores de prensa, no las de los Camba o Umbrales de turno. El auge de los libros de Gay Talese, los reportajes de Joan Didion y tantos otros, presentados como la literatura más moderna, trepidante y efectiva fue la culminación del síntoma por parte de los departamentos literarios de las editoriales, siempre al quite. O sea que el verdadero ritmo de nuestra época estaba en el periodismo, no en la literatura, y la coartada, en sus precedentes: Tom Wolfe y seguidores, sin olvidarnos del Truman Capote y su mundo anfibio, que oscila entre lo acuático literario y lo terrestre periodístico.

La Academia Sueca, que tiene el olfato fino para las modas y nuevas corrientes sociales y no quiere perder el tren de la supuesta modernidad (y ambos son defectos), puso la guinda del pastel al darle el Premio Nobel de Literatura a la gran Svetlana Alexiévich, o sea a una periodista. Pero ojo porque los libros de Alexiévich se construyen desde el principal fundamento de la literatura: el profundo conocimiento del alma humana. Una refinada sensibilidad ante su latido y una inmensa capacidad de piedad y comprensión. Las voces de hombres y mujeres hacen el resto, pero la magia de la música y la armonía del orden sobre el caos los pone ella, convirtiendo la vida cotidiana y su relación con el poder o la desgracia en una fascinante sinfonía. Cuando recuerdo pasajes de El fin del homo sovieticus se renueva súbitamente la fuerte impresión que me causaron durante su lectura.

Ahora Bielorrusia -su país natal- ha entrado en tensa crisis política y puede pasar cualquier cosa. La semana pasada Alexiévich hizo unas declaraciones donde decía que en cualquier momento podían llamar a su puerta para interrogarla. Esto despertó al lagarto de las fake news y el martes de esta semana saltó la noticia de la detención de cuatrocientos opositores al régimen de Lukashenko -que se pasea a grandes zancadas con un fusil de asalto en la mano mientras sus sicarios policiales golpean sus escudos con las porras en una escena que parece salida de El planeta de los simios– y entre ellos estaba la nobel bielorrusa. Pensé: aquí tenemos el principio del fin, la caída definitiva del dictador bielorruso. ¿El poder del nobel? No: el poder de las voces que ha recogido Svetlana Alexiévich en sus libros. Luego resultó que no había sido detenida, pero al día siguiente hizo unas declaraciones que señalan el camino a seguir, el más sensato: la reforma y no la ruptura y eso sólo lo defienden quienes conocen a fondo la naturaleza humana. Las prisas suelen estar en los ignorantes o en los que desean la destrucción de todo para empezar de cero y les importa poco si hay baño de sangre. Después de Václav Havel puede ser la primera vez que la literatura -o el periodismo con medios literarios- salva del precipicio político. Dudo que supiéramos hacer lo mismo en el mimado y caprichoso Occidente.

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