Deudos y deudores
«Casi todas las celebraciones son hoy gratificaciones narcisistas. Con el cumpleaños no celebras que te nacieron, a la manera clariniana, sino que has nacido»
A tenor de lo que se lee en prensa, es más ruidosa la carcajada de quien celebra librarse del “cuñado machista” y la “mariscada de congelador” que el llanto de quien cena solo. Estentórea es la risotada de quien, enarbolando una lucidez extemporánea, se niega a esperar a los Reyes con la sobrinita de cinco años. Pero celebrar el solsticio para escandalizar a la abuela es, ante todo, un rasgo de infantilismo. Aunque resulten fatigosos los villancicos y las luces, más lo son quienes vienen con el resabio constante, la frente arrugada y la ironía a destiempo.
Hay personas que extraen acíbar donde los demás liban siempre el más dulce almíbar. Es cuestión de carácter. Tal era el caso del avinagrado Gabriel Grub, protagonista de un inolvidable cuento del Pickwick, en cuyo molde troquelaría Dickens el Ebenezer Scrooge de Cántico de Navidad. Una Nochebuena, camino del camposanto, el cascarrabias de Grub barbota maldiciones ante los niños que corretean por la calle, cuya alegría no hace sino aumentar su irritación, y se consuela pensando en la escarlatina, el sarampión y la tos ferina. Al llegar a su destino, se le aparece un duende. Grub esconde rápidamente su botellita de ginebra, comprada a unos contrabandistas, tomando al duende por agente aduanero. Pero este solo quiere hacerle una pregunta: ¿quién cava una sepultura cuando los demás están festejando la Navidad?
Donde hay comunidad, hay comedor. Comer viene de com-edere, comer acompañado, que es lo propio del orbe mediterráneo. Mira cómo beben los peces en el río, reza el villancico: los peces viven en bancos, que son comunidades, y el río es la historia vivida, que es la traducción. El Belén es la comunidad de lo diverso; el árbol, el individuo a la intemperie, ajeno incluso a su propio bosque. La casa sigue siendo el hogar, esto es, la lumbre en torno a la que se hace la vida común. Por eso la gastronomía no es cocina, sino culto a la técnica. Entre las delicias del fast-good no rige el amor materno, sino la aceleración propia del deporte de élite y la cultura del éxito. No solo de Estrellas Michelín vive el hombre. El restaurante, haciendo honor a su nombre, restaura las energías del individuo, pero no su alma, porque come solo.
Afirmaba Ortega que no hay defecto tan grave como la ingratitud. Quien incurre en él olvida que casi todo lo que tiene le vino regalado de otros. Bueno es tenerlo en cuenta, aunque sea una vez al año. Casi todas las celebraciones son hoy gratificaciones narcisistas. Con el cumpleaños no celebras que te nacieron, a la manera clariniana, sino que has nacido. Uno renueva votos con una naturaleza autosuficiente, como si fuera causa sui, y exige que le rían las gracias. El individualismo es la tiranía de los vivos, del mismo modo que la tradición es, en expresión de Chesterton, la democracia de los muertos. Sustraernos a ella es como cavar una tumba en solitario mientras los demás festejan. La Navidad, por contra, consiste en retornar lo recibido, como ha escrito Daniel Capó; no con arreglo a una obligación contractual, sino desde una religación con nuestros orígenes. Todos somos deudores de nuestros deudos.
¿Que hay consumismo en Navidad? Por supuesto, ¡y a manos llenas! También abundan la embriaguez y las compunciones dispépticas. El despiporre navideño es un potlach que se ofrece de manera dadivosa e innecesaria; un derroche antieconómico que no espera ser recuperado. Después de un año de competición narcisista, el individuo poshistórico, que no tiene raíces y a nadie debe nada, se deja las perras en compartir el pan con sus mayores por el mero hecho de hacerlo. Y bien está que así sea.
Leyendo Historia de la Navidad (El Paseo), el deslumbrante ensayo de Alberto del Campo, uno extrae una enseñanza clara. De los cascaborras de Don Fadrique a la danza del oso de Fuente Carreteros, de la locura de los bufones a la alegría contenida de San Bernardo, de las zambombas jerezanas a los molestos matasuegras, hay una constante histórica en las celebraciones navideñas: en ellas, jóvenes y viejos vuelven a ser niños. No se trata de desconectar, cosa que paradójicamente lleva a estar permanentemente enganchados, sino de conectar; de engancharse a las fuentes de corriente alterna que suministran corriente continua para todo el año. Quien comprende estas fiestas sabe luego mantenerse alegre ante los sinsabores, inasequible al desaliento, pues lleva en su pecho el recuerdo de sus días de contento infantil.