¿Deben los católicos aprovechar la ola moralista actual?
«En la competición por el moralismo, la iglesia católica (como, por lo demás, es normal en una institución tan antigua y tan multitudinaria) tiene demasiados flancos abiertos como para ponerse a batallar»
Que vivimos bajo un oleaje moralista no creo que precise, a estas alturas, demasiada argumentación. Tampoco que el moralismo constituye tentación poderosa en tiempos de redes sociales y emotivismo ético rampantes. Pocos sentimientos más gratos y más al alcance de cualquiera hoy que levantar el dedito, señalar a alguien y (fijándonos en cualquiera de los momentos menos límpidos de su pasado) usar nuestro móvil (¿acaso no se inventaron con tal propósito?) para condenar a tal pecador. El último damnificado por este hábito está siendo el poeta Jaime Gil de Biedma; pero, ay, pronto quedará olvidado tras otro, y otro, y otro chivo expiatorio de estos nuevos tribunales populacheros con que debemos lidiar.
Con todo, en el caso Gil de Biedma creo que emerge un rasgo que merece la pena atender. Se diría que, por ser comunista y gay (combinación no fácil de lidiar en su día: el filósofo Manuel Sacristán le disuadió por ello de afiliarse al PSUC), algunos no comunistas y no gais han visto en ello una ocasión de oro. La ocasión de por fin devolverle a la izquierda y a gais, lesbianas o demás orientaciones no heterosexuales la censura moral, acallamiento de discrepantes incluidos, que muchos de ellos ejercen (ya hemos hablado aquí de ello) sobre los demás. «Tú lo hiciste primero» sigue pareciendo a muchos un argumento fértil con que justificar toda acción.
Una institución a la que ha tocado sufrir la saña de esos azotes izquierdistas y lgbteros es, sin duda, la Iglesia católica. Especialmente en su lado más conservador. Por ello causa poca sorpresa que mucho católico y mucho conservador (por no hablar de mucho conservador católico) sienta punzante la tentación moralista que comentamos. ¡Por fin es nuestro turno para condenar a Gil de Biedma y demás degenerados, prohibir que se les hagan homenajes, levantar muy altas nuestras narices y dedos ante tamaños libertinos!
Dado que en estos artículos de The Objective intentamos no ser moralistas, lejos de mí ponerme ahora a condenar, a mi vez, a quienes se abismen en tales efluvios. De hecho, mi argumento principal aquí no será reprocharles ninguna equivocación moral. Parafraseando a Tayllerand (¿o Fouché?), la cosa es más grave: peor que una inmoralidad, creo que estaríamos aquí ante un estúpido error. Error que, de hecho, puede salirle muy caro a los católicos que aprovechen para abonarse ahora, y avivar, el moralismo facilón.
(Como, además, nos hallamos actualmente en la catolicosfera española dentro de la polémica que Ricardo Calleja ha denominado Ubi sunt, esto es, la polémica sobre dónde están los intelectuales cristianos, acaso este artículo podría ayudar a matizar dónde no deberían estar, a mi humilde juicio, tales intelectuales: ejerciendo de moralistas).
Antes, en todo caso, de pasar a ello, quizá convenga recordar a qué nos referimos con lo de moralismo. Naturalmente, no se trata del mero hecho de hablar de asuntos morales; si así fuera, quien esto suscribe, por ganarse la vida como profesor de Ética, sería un moralista de tomo y lomo. Además, pretender que un animal moral como el humano abandonase toda referencia al bien y al mal resultaría semejante insensatez a esperar de un jilguero que dejase de cantar o de un político que no se inmiscuyera en nuestras vidas. No, el moralismo consiste en algo muy diferente.
Así como ser legalista no es lo mismo que ser legal, el moralista no se preocupa tanto de actuar de forma moral, cuanto de que otros lo hagan; no tanto de discutir de moral, cuanto de predicarla insistente; y, como consecuencia de todo lo anterior, no tanto de ir a la raíz de la moralidad, cuanto de quedarse en sus aspectos más resultones. El moralista, en suma, logra ser tan pesado como superficial, honor que disputa en buena lid con los libros de Roy Galán o las series de Carlos Bardem.
¿Cuál es, entonces, el riesgo del moralismo para los católicos? Aparte de confundir la religión con una mera moralina (algo que no solo a Kierkegaard pondría los pelos de punta), nuestro punto será aquí mucho más sencillo: ¿conviene a los católicos reavivar la llama moralista de nuestras sociedades, empezar a aplicar su poder flamígero a impuros por doquier? ¿Negar homenajes a todo aquel al que se detecte alguna tacha en su pasado? ¿Condenar la memoria de todo pecador?
Mi impresión es que esto sería un enorme yerro. Del cual los católicos no solo saldrían como ovejas trasquiladas; su riesgo consistiría más bien en quedarse como cochinillos cochifritos, listos para saciar el apetito de más de un lobo.
Pues el peligro obvio (basta con que nos miremos a las manos) cuando te pones a señalar con el índice a los demás es olvidar que otros tres dedos (el meñique, el anular, ¡e incluso el corazón!) te señalan a ti. Como en los incendios forestales, uno sabe en qué parte del bosque prende el fuego de su indignación, pero no hasta dónde llegará este. De modo que si vives en algún valle cercano (y todos vivimos en un mismo «valle de lágrimas», según el propio sentir católico) no resulta sabio dar rienda suelta a semejantes piromanías.
Concretamente, además, en el caso de la iglesia católica hay al menos dos polvorines morales que convendría ir desactivando dentro antes de inflamar soflamas contra la inmoralidad fuera. Afectan a dos asuntos criminales, sí, pero también morales; y me da la sensación de que, en esta segunda faceta, no han sido abordados aún con todo el empaque recomendable.
La primera santabárbara se yergue, lo habrá previsto el lector, sobre los abusos sexuales del clero a menores. Es cosa esta donde a menudo se ha errado el tiro tanto por defensores como por denostadores de la iglesia católica. Porque, aparte de la hediondez de tales abusos, el problema no ha estado en que estos se cometan con mayor frecuencia entre los muros de un templo católico que en los de cualquier otra confesión, como mucho hater del catolicismo ha pretendido argüir. No solo carecemos de estudio alguno que corroborase esa presunta mayor frecuencia, sino que señales anejas (por ejemplo, que las compañías de seguros no hacen pagar primas mayores de responsabilidad civil a congregaciones católicas frente a otras) apuntan a que no hay desviación de la media ahí.
El juicio de los expertos corrobora tal dato. Así, Ernie Allen (presidente del National Center for Missing and Exploited Children): «No vemos a la Iglesia católica como un foco de estos abusos, ni que tenga al respecto un problema mayor que el resto». O Margaret L. Smith (coautora del estudio más completo sobre el asunto): «La tasa estimada de abuso por parte de sacerdotes católicos no es mayor que las estimaciones para la población en general (que es superior de lo que se piensa)». «El 75% de los abusos son de parientes o personas de confianza de la víctima» (amigos, vecinos, monitores, docentes…), añade Allen.
¿Significa esto que no hay nada especial de que preocuparse en el asunto de los abusos del clero católico? No, significa apurar el tiro del verdadero mal que se cobijó ahí.
Un mal dantesco: que las viejas estructuras de la iglesia, que todo un sistema de obispos, vicarios, diócesis, seminarios, no solo falló al proteger a las víctimas de actos tan nauseabundos, sino que facilitó a los perpetradores que siguieran cometiéndolos. Al ocultar su delito a las autoridades, al trasladar a los depredadores a nuevas zonas en que pudieron proseguir su caza, al poner por delante el prestigio de la institución antes que el bien de los niños, al autojustificar todo esto con presuntas buenas intenciones eclesiales, la Iglesia no solo se hizo responsable civil de atrocidades (algo que los tribunales ya han reconocido repetidamente), sino que demostró tener su estructura carcomida por vicios hediondos.
Costumbres de la institución, como mirar para otro lado, como defender a los compañeros de la misma frente a ataques externos, como una caridad mal entendida ante un voraz acosador, como ponerse a justificar lo injustificable «en pro de la reputación de la Iglesia», demostraron tener una faz tan horrenda, demostraron servir para fines tan mefíticos, que no pueden seguirse contemplando con los mismos ojos. Al igual que el nacionalismo alemán ya nunca será visto igual después de Auschwitz, la estructura eclesial católica ya nunca será vista igual tras haber cooperado eficazmente en que ciertos sacerdotes pasaran de una parroquia a otra, y de esa a otra más, expandiendo por todas ellas actos infames.
Y este es el motivo por el que parece poco recomendable que los católicos adopten hoy posturas moralistas, de condena inmisericorde de cualquiera que haya errado en el pasado. Es necio exigir pureza absoluta cuando tienes estiércol en tu fondo de armario. E, insisto, con esta metáfora estercolera no aludo solo a los propios abusadores eclesiales (una minoría con respecto a los miles de sacerdotes, a la postre), sino a toda la organización, a toda la estructura (y de esta sí es responsable mucha más gente) que les facilitó su inmunda afición. Si empezamos a prohibir homenajes a nadie por este o aquel mal que hallemos en su pasado, me temo que habría que prohibirlos también hacia cualquiera que, por proteger el buen nombre del catolicismo o por compasión hacia los perpetradores, permitiera en el pasado que continuasen estas prácticas, hiciese la vista gorda cuando se denunciaron, fallara en su responsabilidad (a veces muy alta) de perseguirlas. Y me temo que esto incluye a muchas figuras que los católicos (con buenas razones, si no se ponen moralistas) desearían aún homenajear. O a su propia institución, colaboradora imprescindible en esos males.
El segundo aspecto espinoso que deseo destacar es más doméstico, pero no por ello menos doloroso. Me refiero a la colaboración de miembros y estructuras de la iglesia católica con el terrorismo de ETA, a su desprecio a las víctimas, a su equidistancia culposa ahí. Es esa otra lacra que, por desgracia, aún nos permitiría, puestos a ser moralistas, torcer el gesto ante la peste que emana un pasado muy vigente aún.
Cierto es, se me dirá, que no hace mucho, y al más alto nivel posible (episcopal), las iglesias vascas y navarra pidieron perdón por su complicidad con tales máculas. Pero, aunque se trató sin duda un paso en la buena dirección, mucho me temo que, según la propia fe católica, también dejó mucho que desear. Pues, en efecto, para un católico es esencial confesar los pecados de manera concreta, no con un abstracto «pido perdón». Y, sin embargo, a esos obispos les faltó detallar (y habría resultado tremendamente instructivo) qué actos concretos, qué omisiones concretas, qué justificaciones concretas, qué días y a qué horas concretas ejercieron quiénes en concreto como cómplices del terror. A expertos en confesiones, como sin duda son los clérigos católicos, es llamativo que se les olvidaran esos detalles ahí.
Hasta que esa confesión pormenorizada, sin complejos, no se produzca, es de lamentar que la complicidad, por ellos mismos reconocida, con una crueldad de tamaño calibre siga manchando la iglesia católica. Con manchas de sangre. Y resulta, de nuevo, poco aconsejable alzarte a un púlpito para ponerte moralista cuando llevas la casulla manchada de hematíes humanos. Es mucho más recomendable adoptar otra actitud.
Concluyamos: en la competición por el moralismo, la iglesia católica (como, por lo demás, es normal en una institución tan antigua y tan multitudinaria) tiene demasiados flancos abiertos como para ponerse a batallar. Más vale que resista la tentación de devolver bofetada moralista ajena con bofetada moralista propia y se ocupe de otras cosas. Por ejemplo, de resolver estos dos asuntos que no solo un moralista, sino cualquier humano con un sentido moral sano, podría detectar aún pendientes en su seno: limpiar sus estructuras del corporativismo que desatendió a los niños abusados; confesar de manera precisa sus complicidades sangrientas. Asuntos dolorosos que, no de modo moralista (pues este artículo no defiende que deban invalidar a la Iglesia in toto, ni deban prohibirle todo homenaje), hemos sentido el deber de recordar aquí.