Contra la orgullocracia
«Cuando se trata de cubrir un puesto de trabajo, el mérito es el criterio fundamental por dos motivos: eficiencia y justicia. Entre dos candidatos, lo más eficiente y justo es elegir al más cualificado (no dice que haya que hacer excepciones cuando se trata de un ministro)»
Hace un par de años, Pablo Iglesias visitó El Hormiguero, el espacio televisivo que dirige y presenta Pablo Motos en Antena 3. Iglesias estaba en campaña electoral y respondió así cuando Motos le preguntó por su chalet: «A mí no me han regalado nada en la vida. Yo hice dos carreras, en la segunda tuve premio extraordinario. Después hice mi doctorado (…) Mi casa me la pago yo, trabajando, con mi dinero». Iglesias se defendía así de las acusaciones que situaban al otrora revolucionario en las filas de la casta. Sus palabras brillan con nueva luz ahora que Michael Sandel (La tiranía del mérito: ¿Qué ha sido del bien común?, Debate, 2020) y algunos oportunistas han vuelto a poner de moda el debate sobre la meritocracia.
La ofensiva la desató una crítica al nombramiento de ciertos cargos públicos que fue respondida con contundencia por voces afines al Gobierno. Acuñaron entonces el sintagma «populistas de centro» para referirse a un colectivo imaginario que, desde una retórica meritocrática, injuriaría a políticos sin credenciales específicas. A partir de aquí, la bola de la meritocracia ha volado de un lado a otro de la red ideológica -a favor-en contra- descuidando el punto clave de la obra de Sandel: su cruzada no es contra el mérito, sino contra el orgullo.
Cuando se trata de cubrir un puesto de trabajo, el mérito es el criterio fundamental por dos motivos: eficiencia y justicia. Entre dos candidatos, lo más eficiente y justo es elegir al más cualificado (no dice que haya que hacer excepciones cuando se trata de un ministro). Sandel -por más que insistan los oportunistas- no desprecia el mérito, ni suscribe la contratación de inútiles; Sandel advierte de los riesgos de creerse que el éxito personal es más fruto de la virtud que de la suerte.
Una sociedad libre es preferible a una sociedad estamental, pero tiene un riesgo: considerar que ser libre equivale a ser responsable de tu destino. Todo régimen libre es por naturaleza meritocrático. Y todo régimen meritocrático tiene una dimensión aspiracional. El siervo no duda de que su inmovilidad social es fruto de las circunstancias, pero el ciudadano libre puede pensar que es el único responsable de su fracaso. Que una sociedad permita la movilidad no implica que cada uno ocupe en ella la posición que merece por su esfuerzo. ¿Acaso se esfuerza más un político que un obrero de la construcción o un cajero de supermercado?
La crítica al ideal meritocrático no se dirige a su sistema de selección de élites, sino al peso que algunos de sus miembros exitosos otorga a la responsabilidad individual del éxito y del fracaso: «La noción de que nuestro destino refleja nuestro mérito está muy arraigada en las intuiciones morales de la cultura occidental».
Sandel –Rawls mediante- entiende que el esfuerzo requiere de otros ingredientes para convertirse en éxito. El mejor jugador de balonmano del mundo ingresa un ínfimo porcentaje de lo que factura Messi, pero no porque tenga menos talento o se haya esforzado menos, sino porque Messi tiene la suerte de que su talento está mejor valorado por el mercado. Esto incluso lo acepta Hayek: el mercado no recompensa el mérito ni el esfuerzo.
El argumento rawlsiano va aún más lejos: el talento o la capacidad de trabajo son también el resultado de una lotería y, por tanto, factores arbitrarios desde un punto de vista moral. Por esta razón, y este es el núcleo del asunto, la crítica a la meritocracia no es una impugnación de la competencia como criterio, sino de la vanidad de quien ignora los múltiples factores que han contribuido a su suerte (y, por extensión, a la mala suerte de otros).
La crítica de Sandel no es una justificación de la mediocridad, ni una llamada a la acción de los desposeídos. Es una súplica de humildad a los exitosos.