THE OBJECTIVE
Argemino Barro

No a las cazas de brujas

«Los críticos del wokismo, la ideología identitaria que ve en todas partes una lucha por el poder, a vida o muerte, entre las razas y los géneros, vive un periodo cautelosamente optimista en Estados Unidos»

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No a las cazas de brujas

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Los críticos del wokismo, la ideología identitaria que ve en todas partes una lucha por el poder, a vida o muerte, entre las razas y los géneros, vive un periodo cautelosamente optimista en Estados Unidos. Estas últimas semanas, varias cazas de brujas se han quedado a medias, abortadas por el aplomo de las víctimas o la rápida respuesta de los abogados. Y luego está Dave Chappelle, el cómico súperestrella que, con su último y explosivo monólogo, un torpedo a la facción radical del activismo trans, ha obligado a Netflix a aguantar la previsible campaña de cancelación.

Son pocos casos, pero, sobre un paisaje universitario en el que los ataques a la libertad de expresión se han quintuplicado desde 2015, y en el que 6 de cada 10 alumnos confiesa tener miedo a dar su opinión, destacan y son loados como la manera correcta de proceder, de resistirse a las campañas de acoso.

El 15 de septiembre, un estudiante de la facultad de derecho de Yale, Trent Colbert, mandó una invitación a sus compañeros por correo electrónico. Los conminaba a acudir a una fiesta en honor a la Constitución de EEUU, organizada por la asociación de nativos americanos de Yale y la conservadora Federalist Society.

En su informal mensaje, que se puede leer aquí, se encontraban las palabras trap house. Veníos a mi trap house, dijo Colbert. Se trata de una expresión pasada de moda que orbita sobre la noción de «casa de fiestas» o «casa donde uno va a drogarse». En su acepción más dura, trap house es uno de esos pisos desastrados en los que se venden drogas, y que aparecen en películas un tanto vetustas como Training Day o American Gangster.

El caso es que varios estudiantes denunciaron a Colbert «por discriminación y acoso». Consideraban que la expresión trap house, al ser «una referencia al impacto racista tanto de las drogas como de la guerra contra las drogas», era «inherentemente anti-negra».

La universidad tenía varias opciones. Por ejemplo, dejarlo correr. Por ejemplo, hacer que Colbert y sus acusadores se reuniesen en persona, como adultos, para dirimir sus diferencias. En lugar de eso, los administradores de Yale convocaron a Colbert a varias reuniones, en las que, de manera cada vez más directa y amenazante, le exigieron repetidas veces que se disculpara públicamente por haber usado esa expresión. Incluso llegaron a escribirle una carta de disculpa para que él la firmase.

El estudiante, en lugar de amedrentarse y pedir perdón aún sabiendo que no había cometido ningún crimen, resistió las presiones durante dos semanas, hasta que el asunto fue filtrado al diario conservador The Washington Free Beacon.

La Foundation for Individual Rights in Education (FIRE) obligó a Yale a dar explicaciones por sus «tácticas iliberales de presión». FIRE les recordó a los administradores que la libertad de expresión de Colbert, aún en el hipotético caso, que Colbert niega, de haber querido provocar a sus compañeros, era un derecho protegido por la Constitución de Estados Unidos.

El segundo lance se dio en otro insigne campus de la Costa Este, el MIT.

El geofísico Dorian Abbot, de la Universidad de Chicago, había sido invitado a dar la prestigiosa John Carlson Lecture: una conferencia anual en el MIT cuyo objetivo es «comunicar al gran público nuevos resultados apasionantes en ciencia climática».

Todo estaba preparado, hasta que una minoría de estudiantes y profesores del MIT lanzó una campaña para cancelar la ponencia de Abbot. La protesta, efectuada también en Twitter, llamaba la atención sobre un artículo de Newsweek en que el que Abbot y otro académico habían criticado la obsesión de las universidades con las cuotas raciales. Una fijación que, según los autores, desestimaba el mérito individual e imponía criterios ajenos a la excelencia universitaria.

En su artículo, el geofísico pedía dos cosas: aplicar un tratamiento igualitario a las personas, más allá de las características dadas como el sexo o el color de la piel, y acabar con las «admisiones de legado»: aquellas que tienen en cuenta, a la hora de aceptar estudiantes, el hecho de que algún miembro de su familia haya pasado por esa institución. Lo que, según Abbot, beneficia sobre todo a los candidatos blancos.

La cuestión aquí no es si Abbot tenía razón o estaba equivocado. Uno es muy libre de creer que sus ideas son estúpidas, o injustas, o anticuadas, o retrógradas. Y de exigir que la prioridad de las universidades sea una perfecta cuota racial y de género en absolutamente todos los ámbitos y departamentos.

La cuestión aquí es el derecho de Abbot a manifestar su opinión sin sufrir represalias personales o profesionales. Un derecho que el MIT no tuvo en cuenta. La conferencia de geofísica de Abbot, que no tenía nada que ver con sus posiciones políticas, fue cancelada.

Pero el científico protestó, sus quejas llegaron a la prensa y la Universidad de Princeton le extendió una invitación para que diese allí la ponencia de marras. El MIT, puesto en el candelero, publicó una carta típica de estos casos: llena de extrañas y líquidas contorsiones destinadas a defender, al mismo tiempo, la libertad de expresión y el frágil bienestar emocional de sus activistas identitarios.

La actitud de Trent Colbert y Dorian Abbot ha sido repetidamente elogiada. Con sus reputaciones y futuros profesionales en el punto de mira, los dos decidieron plantarse ante la coerción. Y no les ha ido mal.

Quizás su comportamiento sea parte de algún patrón emergente; el reflejo de una sociedad que, cogida por sorpresa y en un contexto polarizado, no había sabido, hasta ahora, cómo responder a estos nuevos desafíos a los principios liberales.

En los últimos meses se han formado grupos que tratan de proteger a las víctimas de estos ataques, sobre todo en el mundo académico. Ahí están Academic Freedom Alliance, Foundation Against Intolerance and Racism, Counterweight, Princetonians for Free Speech o las veteranas FIRE y Heritage Foundation. Iniciativas que tejen una infraestructura capaz de poner freno, aunque sea caso por caso, a este clima de coerción que se impone en nombre de la igualdad y de la justicia social.

El cómico Dave Chappelle, que también disfruta provocando la ira del activismo radical, ha debido intuir que la fruta estaba madura y se ha empleado a fondo para provocar una campaña de cancelación en su contra. Venid a mí, ha dicho, aquí estoy. Venga, canceladme. Os reto. Os reto una vez más.

Lo que ha hecho ha sido empujar a Netflix a una trinchera, y le ha dado dos opciones: o rendirse, perdiendo por el camino al cómico más rentable de Estados Unidos, o dar la cara por la libertad de expresión. Y Netflix, no sabemos si por el dinero o por los principios, de momento, ha elegido lo segundo.

Pero no es un capítulo cerrado. Chapelle ha dicho que todos los festivales y salas que iban a proyectar su último documental, sobre los monólogos que hizo en el verano del 2020, han cambiado de planes. Se lo han suspendido.

Grandes medios de comunicación como The New York Times, NPR, Slate o The Washington Post han publicado artículos en los que se retrata al cómico de tránsfobo, hipócrita e incluso «peón del supremacismo blanco» (Chappelle es negro).

La clerecía woke empuja desde los órganos culturales; mientras, en la calle, Chappelle arrasa. Los críticos de medios consultados por la web Rotten Tomatoes la dan un suspenso. Las miles de reseñas que ha dejado la audiencia, en cambio, le ponen una nota del 96%.

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