THE OBJECTIVE
Joseba Louzao

Ni hechos ni evidencias

«Nadie está a salvo de caer seducido por las teorías de la conspiración»

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Ni hechos ni evidencias

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Nadie está a salvo de caer seducido por las teorías de la conspiración. El conspiranoico sospecha y está alerta constantemente. No descansa. O eso rumia él. Los creyentes conforman un ejército censor que cree caminar entre la lucidez y la locura. Sospechan de todo y de todos, salvo de la existencia de una perversa mano colectiva y oculta, que se encuentra detrás de cada suceso histórico y que maneja los hilos de un plan cubierto bajo el oscuro manto de la mentira. Los hechos siempre les dan la razón. Como decía uno de estos teóricos de la conspiración al periodista Jan Ronson, «yo he hecho mis propias averiguaciones y descubrí cuánta razón tenía». Otros autores declaradamente conspiracionistas han defendido la existencia de un «modo conspiranoico» de pensamiento que, por supuesto, creen que es la única manera correcta de deliberar la realidad.

La semana pasada nos enteramos de la detención e imputación de Rémy Daillet, acusado de planear un golpe de Estado paramilitar en Francia. Daillet era un conocido publicista en internet donde mezclaba conspiraciones de carácter masónico con los peligros del 5G o el programa maquiavélico que se esconde tras las vacunas contra el coronavirus. Había diseñado la ‘Operación Azur’, con la que un grupo de unos trescientos ultraderechistas y conspiranoicos de diverso pelaje pretendía derrocar al gobierno francés y acabar con las estructuras estatales. Daillet, del que no se puede decir que fuera por la puerta de atrás, había avisado en abril a través de un correo electrónico a los diputados de la Asamblea Nacional de que era inevitable una revolución popular frente a los genocidas que estaban asesinando a millones de personas a través de los planes de vacunación. Se trata, en fin, del penúltimo testimonio sobre cómo una inofensiva bola de nieve puede terminar convirtiéndose en un alud imparable.  

En algunos países, como Francia o Gran Bretaña, se han producido debates sobre la posibilidad de prohibir estas teorías de la conspiración

Hace unos años, Cass Sunstein y Adrian Vermeule analizaron las posibles respuestas gubernamentales ante aquellos que difunden teorías de la conspiración. Entre otras opciones, se referían a la posibilidad de que los gobiernos pudieran prohibir la acción de los conspiranoicos o, al menos, que sus acciones se vieran gravadas con unos impuestos o tasas especiales para desfavorecer su expansión. En algunos países, como Francia o Gran Bretaña, se han producido debates sobre la posibilidad de prohibir estas teorías de la conspiración. Pero no es tan sencillo porque cualquier acción gubernamental para refutarlas termina por ser contraproducente. Porque la respuesta, sea ésta cual sea, permite a los conspiranoicos legitimar y realimentar sus posiciones. Cuando Barack Obama mostró su certificado de nacimiento para frenar las dudas sobre sus orígenes, no consiguió cerrar la polémica. Al contrario, las páginas web y los perfiles en redes sociales que replicaban estas teorías se multiplicaron durante las semanas posteriores a su comparecencia. 

John Le Carré señaló en una entrevista que habíamos «aprendido a traducir casi toda la vida política en términos de conspiración». Esta interpretación se ha perpetuado y reaparece en la conversación pública a cada paso porque este tipo de teorías no se marcharán jamás. De hecho, tienen su propia ley de conservación. Las teorías de la conspiración no se crean ni se destruyen, solamente se transforman. En su sugerente A Lot of People Are Saying: The New Conspiracism and the Assault on Democracy, los politólogos Russell Muirhead y Nancy L. Rosenblum consideran que existe una gran diferencia entre lo que podríamos denominar el viejo y el actual conspiracionismo. Si las teorías de la conspiración clásicas buscaban explicar hechos reales desde una perspectiva diferente a la que consideran es la oficial, las nuevas ya no necesitan evidencias ni hechos. Solamente pretenden generar una nueva realidad, aunque sea a través de una repetición machacona de las mismas mentiras. Y de tanto intentarlo, quizá, algún día lo lleguen a conseguir. 

 

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