Cuando solo nos queda la comida
«Chesterton decía que cuando no hay sentido del humor solo nos queda la comida»
Espoleada por mis lectores, y mientras nadie me llame al orden, me gustaría seguir volcando aquí mi sabiduría gastronómica, mas erudita que práctica, he de admitirlo. La salud manda y aunque ya se acabaron para mí todas las farras, mi cuerpo enfermo sigue recordando con gusto sus pecados. Aunque tuviera que estar a pan y agua, la rica materia con la que alimentamos nuestro cuerpo y nuestra mente nunca dejará de tener importancia para mí, de forma que, en las cada vez más frecuentes noches de insomnio, tras haber agotado mi repertorio de ovejas y desgranado los nombres de mis amigos muertos (que a mi edad son muchos), paso a la más grata operación de «guisar» mentalmente, con todo lujo de detalles, fabulosos arroces, deliciosas y sofisticadas croquetas, junto a magníficas y jugosas tortillas de patata (siempre con cebolla), que nunca comeré, pero que, como «las estrellas fugaces que cuando llega la noche húmeda caen del cielo, nos invitan al sueño», mencionadas en aquel notable verso de la Eneida de Virgilio («…et iam nox umida caelo/praecipitat suaduntque cadentia sidera somnos»). De los postres paso, porque soy diabética y eso hay que respetarlo hasta en sueños.
Pues bien, si hace unas semanas les hablaba de Picadillo y sus recetas de bacalao, hoy les voy a hablar de otro gran cocinero y gastrónomo, más reciente, el extinto y llorado Xavier Domingo, a quien debo algunas comidas inolvidables y muchas conversaciones asociadas, no menos memorables. Chesterton decía que cuando no hay sentido del humor solo nos queda la comida. Inspirándose en esto, Javier (que es como le llamábamos todos) tituló uno de sus libros «Cuando solo nos queda la comida». Asimismo, yo, basándome en el artículo titulado “Gazpacho de remolacha” de ese libro redacté este cuento: «La remolacha delatora, una historia de terror»:
«París 1942. El doctor Dupond y su esposa consiguen con grandes esfuerzos un kilo de remolachas, media docena de huevos, dos botellas de Burdeos, regaladas por un paciente. Imposible encontrar pepinos ni nata, pero algo es algo. Avisan a unos amigos: podrán darse un festín. Con mimo inician la laboriosa preparación. Ponen el resultado en un tarro y como no consiguen pan de centeno para que fermente utilizan pan corriente y algo de levadura. Faltan ocho días para la Pascua, lo justo para que todo esté a punto, y el doctor coloca el frasco en su consulta, pues la temperatura es la ideal. Al séptimo día aparece un enfermo desconocido para él que se queda mirando fijamente el frasco de remolacha y, pasada la consulta, se va. Dos horas después aparece con dos agentes de la Gestapo francesa: «Usted no es francés, usted es judío polaco, dice señalando el tarro de remolacha». «¿Cómo?», contesta el médico. «Sí, eso es borchtch de remolacha fermentada, que comen los judíos polacos en Pascua; Se cuece la remolacha fermentada durante unas dos o tres horas. Se liga con unas yemas de huevo batidas. Se deja enfriar y se come con huevos duros, troceaditos y un poco de pepino y algunos le añaden ajo picado. Fui cocinero en Varsovia».
»Era verdad, la familia del Dr. Yosievickz y su esposa, nacidos ambos en Francia, procedían del gueto judío de Cracovia y aunque no eran practicantes, ni siquiera creyentes, conservaban las atávicas y suculentas costumbres gastronómicas dictadas por esa cocina ancestral. Aquella Pascua de 1942 en París, el doctor y su esposa no pudieron comer borchtch de remolacha fermentada ni volverían a comerlo jamás: él murió en Dachau y ella en Buchenwald».
En 1976, Xavier Domingo publicó en la extinta Editorial Cambio 16 un opúsculo de 70 páginas titulado La cocina francesa en 16 recetas. Considero esta así llamada «obra menor», una pequeña joya de la literatura gastronómica, llena de datos y rebosante de conocimientos literarios, históricos y lingüísticos, como todo lo suyo. Para él la cocina francesa es un asunto de familia y el francés o la francesa que no entiendan de cocina aún no ha nacido. «En la cocina ―añade― no hay metáfora ni interpretación, se trabaja con la realidad misma como material y es el único arte que necesita los cinco sentidos: vista, oído, olfato, gusto y tacto. Por eso cuando Rossini, en lo mejor de su forma intelectual, decidió abandonar la música por un arte más completo, se dedicó a la cocina». Me voy a detener en una receta donde se demuestra hasta qué punto es necesaria la erudición (y a Javier le sobraba) para interpretarla: Me refiero a la del haricot de mouton que siempre se interpreta (y cocina) como «alubias con cordero». Pues bien, es un error producto del conocido e imparable fenómeno de la corrupción lingüística. El plato original se llamaba en realidad «harigot de mouton», término que procede del francés antiguo «harigoter» que significa cortar en pedazos menudos y en su composición original no había una sola alubia. Pero con la introducción de la alubia (es decir del «haricot») procedente de América, se pasó a decir «haricot» y este cambio influyó en la composición del plato. Es evidente que aquí estamos ante uno de esos sorprendentes casos en los que, como quería el poeta Francis Ponge, «el nombre hace la cosa».
Reproduzco a continuación, la olvidada y auténtica receta del «harigot de mouton», investigada y recuperada por Xavier Domingo, quien la introduce con estas palabras:
«(…) A la hora de ir a la mesa, ¿seremos puristas o esclavos de la cadena lingüística? Seremos puristas, por supuesto, y prescindiremos del haricot para el haricot de mouton.
1 kilo de cordero (pecho), manteca de cerdo, tocino, harina, 1 vaso de vino blanco, laurel, tomillo, albahaca, 600 gramos de nabos y 400 de patatas. Corte en trozos regulares la carne del cordero, dórela en la cacerola con el tocino cortado en dados con un poco de manteca de cerdo. Desengrase y espolvoree con un poco de harina, mojando luego con vino blanco seco y algo de caldo. Ponga las plantas aromáticas y deje hervir sin gran fuerza durante una hora para sacar finalmente la carne y el tocino del recipiente. Entretanto, habrá pelado y troceado nabos y patatas. En la misma cacerola, limpiada, reponga caldo desengrasado y carne, añadiendo ahora nabos y patatas y rectificando el sazonamiento con sal y pimienta. Queda mejor si esta última parte de la cocción se hace al horno».
No me lo agradezcan. Es justicia poética.