THE OBJECTIVE
Miguel Herrero de Jáuregui

Teodiceas

«La compatibilidad de Dios con el mal plantea el viejo problema de la teodicea, sobre el que se ha discurrido hasta la saciedad desde los presocráticos»

Opinión
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Teodiceas

Arcadi Espada. | H.Bilbao (Europa Press)

Este domingo Arcadi Espada se indignaba en El Mundo contra la carta publicada por los padres de la niña víctima del accidente mortal en un colegio de Madrid y concluía que era «inadmisible» porque «convierte el salvaje azar de la tragedia de Montealto en la operación, inteligentemente diseñada, de un dios al que se rinde homenaje y devoción, despreciando, supongo que por tibio, al creyente de rostro humano que arrodillado ante la hija levanta los ojos e insulta a su dios con la última fuerza que le queda».

Vayamos directos a la falacia que propone un autor que tanto gusta por lo general de desmontarlas. Según su argumento, el creyente en Dios (para el asunto que nos concierne puede escribirse con mayúscula o minúscula, o dioses en el plural, o el abstracto lo divino) debe o bien aceptar la idea sacrificial de que «el dios exige muertos para que se propague la fe» o insultarlo como responsable del sinsentido. Es decir, que la única alternativa a no creer en ningún dios es creer en un dios malvado o incompetente.

La compatibilidad de Dios con el mal plantea el viejo problema de la teodicea, sobre el que se ha discurrido hasta la saciedad desde los presocráticos. Tantos siglos de reflexión no se dejan reducir a la caricatura tan fácilmente como quiere Espada, ni tampoco a resumir en un artículo. Pero no se trata aquí de debatir sobre Leibniz y Russell sino sobre la cuestión planteada; ni mucho menos de volver sobre el accidente de Montealto, entre otras cosas por respeto (sí, respeto) para las familias. Para el argumento vale cualquier otra situación en la que un inocente sufre una desgracia: desde los campos de concentración a la caída fortuita de un árbol sobre un paseante, desde los terremotos a las pandemias. La constante pregunta de cómo Dios permite el mal no aboca forzosamente a elegir entre el ateísmo y la sumisión a la injusticia.

Las explicaciones posibles son múltiples pero reduzcámoslas, por claridad, a tres. 

Una: no hay Dios. El azar y la necesidad lo rigen todo. Aquí no discutimos si existe Dios o no, sino si su eventual existencia es compatible con el mal. Si no hay Dios, el problema desaparece, claro es.

Dos: hay Dios, que no tiene nada que ver con lo ocurrido. Sea porque no se interesa por los asuntos humanos, como decía Epicuro, lo cual funcionalmente nos lleva a la primera opción; o porque otro agente maligno es el único responsable del mal, como han querido todos los dualismos de cualquier signo (y que simplemente desplaza el problema a preguntarse por qué Dios permite que el Maligno prevalezca); o porque la creación del cosmos y el hombre va acompañada de una esfera de autolimitación de la omnipotencia divina, y que implica que Dios no se inmiscuye nunca (porque con las excepciones entraríamos en la tercera opción) en las leyes naturales de azar y necesidad, ni en la libertad del hombre para optar entre el bien y el mal.

Esta segunda posibilidad en sus diversas variantes es muy socorrida para explicar el mal causado por los hombres, pero menos frecuente cuando no hay un Hitler o un sistema a quien culpar, cuando el mal es una casualidad desgraciada. Sin tacha lógica ninguna, tiene sus partidarios, que asumen las consecuencias de excluir la actuación de Dios en el mundo: un cura amigo de mi hermana, cuando tuve un accidente de coche y ella le dijo que gracias a Dios todos habíamos salido ilesos, dijo: «No le des las gracias, porque si llega a morir alguien, tampoco habría sido culpa suya». Esta solución es coherente, por fría que parezca, y se atiene al bien mayor que subyace a esa autolimitación divina en aras de una absoluta autonomía humana. Ahora bien, quede claro que este cura se desmarcaba ahí de la tradición general judeocristiana (y griega), según la cual Dios puede actuar en el mundo cuando quiera, directa o indirectamente, y por eso se le pide que actúe y se le dan gracias por ello. Lo cual nos lleva a la tercera posibilidad.

Tres: Dios tiene el poder de evitar el mal y no ha querido hacerlo en determinados casos (y en otros sí, frente a la ausencia total de la segunda opción). ¿Por qué lo ha permitido? O bien porque es malvado o incompetente (opción irrelevante por absurda). O bien porque hay justicia en su permisividad aparente con el mal: aquí la necesidad humana de buscar explicaciones al sufrimiento del inocente ha dado las más variadas soluciones a la justicia divina, según las épocas y las religiones. La expiación de delitos de los antepasados, la reencarnación en mejores destinos, la retribución en la otra vida, pertenecen a la lógica compensatoria de la justicia humana aplicada a explicar el designio divino. También entra aquí el esquema sacrificial (que tanto escandaliza a Espada), según el cual para conseguir un bien es necesario ofrecer el sufrimiento de un inocente. La propia expresión «en aras de un bien mayor» revela esa lógica. Y en modo atenuado, tantos tópicos de pésame recogen este anhelo por encontrar sentido, y con ello consuelo: desde recordar lo bueno pasado por el difunto hasta presuponer que así se ha evitado un futuro peor.

Ahora bien, todas estas explicaciones y otras similares son fruto de la querencia humana por dar sentido para nosotros a lo que no lo tiene en apariencia. Son modos, legítimos en cuanto humanos, de acercarse por vía narrativa a comprender lo absoluto. Pero igual que la razón pura desde Kant renunció a demostrar a Dios para limitarse a acercarse a lo divino, también la capacidad narrativa humana, que encuentra por doquier culpables y responsables, sentidos finalistas y voluntades ordenadoras, debe conocer sus límites. Podrá acercarse, quizá, en inspiradas intuiciones, pero no alcanzar a desvelar los planes divinos ni mucho menos a formularlos de modo taxativo, puesto que precisamente el designio en cuestión está fuera del alcance humano por definición. Y si el logos racional no llega a descubrirlo, el mito narrativo tampoco.

¿Qué nos exige entonces esta tercera posibilidad? Aceptar que Dios ha permitido un mal específico, renunciando a adivinar en qué consiste el bien último que lo justifica (o si conjeturamos por la tan humana necesidad de explicación, siempre de modo tentativo y lejos de cualquier seguridad). Hay perfecta lógica también en esta opción. La actitud con la que se afronte depende de la subjetividad estética y ética de cada cual: con valentía o sumisión, como un borrego cabizbajo o como un héroe trágico, como un estoico resignado o un filósofo virtuoso, como un santo o como un fanático, y tantas otras posibilidades, son actitudes de muy diverso valor, pero que no afectan en nada al argumento.

Hay pues, otros modos de admitir que Dios existe y coexiste con el mal de este mundo distintos a los que Espada lleva al absurdo presuponiendo un dios malvado. Implican conceder que no es por el pensamiento, ni racional ni narrativo, como se alcanza, ni de cerca siquiera, la comprensión total de Dios. De hecho, no faltan pasajes bíblicos que desmienten la lógica compensatoria de los hombres (valga la parábola de los viñadores que trabajan desigualmente y cobran muy bien pero por igual, cuya lejanía de sindicatos y patronal permite comparar las explicaciones humanas de la teodicea a una absurda regulación del mercado laboral del otro mundo). En la tradición cristiana, los modos de alcanzar la comprensión de lo divino quedan bien lejos de las frías conjeturas de la teodicea: están en las infinitas manifestaciones del amor, de la contemplación, de la belleza. Que también aparecen, por supuesto, en medio de los peores males, de los más inexplicables, como signo de esperanza.

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