THE OBJECTIVE
Eduardo Laporte

Más novela histórica y menos novela negra

«Un amigo que se mueve en las altas esferas se refiere a ciertas comidas de negocios como ‘planes Avecrem’, porque ‘te cueces y enriqueces’»

Opinión
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Más novela histórica y menos novela negra

Cuando conocí Mánchester, un diciembre con contadas horas de luz natural, me llamaron la atención los despachos de abogados abiertos 24 horas. Su rutina: el crimen. Ajustes de cuentas entre borrachuzos, venganzas entre cuñados, palizas al calor de la enésima pinta de cerveza caliente. Cadáveres que amanecían morados y sin que nadie les cerrara los ojos en algún canal del barrio industrial de Ancoats, kilómetro cero del capitalismo por cierto.

La gente mata. Ahí están las estadísticas.

Un tuitero comenta que está viendo, no sin cierto placer, la serie de Dolores Vázquez, La verdad sobre el caso Wanninkhof y que se mueve «entre la pornografía emocional y el morbo». Los que no somos asesinos, ¿por qué vemos y leemos estas cosas? No es exactamente mi caso; no pude ver más de un capítulo de True detective. Tampoco he visto la serie Fargo, ni he logrado terminar un episodio de CSI, ni tampoco me enganché a la saga Millennium ni a las novelas de Henning Mankell (cuyo Kurt Wallander recordaría mucho, nominalmente, a Lisbeth Salander). Vi en el cine El alquimista impaciente por lo eufónico del título, pero tampoco conseguí engancharme a las aventuras beneméritas de los Bevilacqua y Chamorro de Lorenzo Silva. ¿Por qué? Sensación de pérdida de tiempo. De tener cosas mejores que leer. El recordatorio de que solo leeremos, como mucho, unos mil y pico libros en vida. (O tres mil si lees uno a la semana, que es un poco como no leer pues toda lectura necesita un tiempo de digestión).

Justo ayer leí en una pintada callejera que hacía una defensa de la poesía por ser «necesaria e inútil». Me gustó el contraste. Quizá la novela negra comparta con la poesía su inutilidad, pero además sea innecesaria. Sin embargo, ahí está esa proliferación de festivales, certámenes, recreaciones del crimen de la calle Fuencarral en 3D y, claro está, publicación en tromba de novelas que los lectores parecen acoger con agrado. Hay incluso escritores que se travisten de autores ‘noir’ por divertirse y de paso hacer caja, como ese John Banville que muta en Benjamin Black por las noches. Una vez comí con Joël Dicker, invitado por la editorial, y me sorprendió lo estudiado que tenía entonces aquel veinteañero su estrategia promocional. Era consciente de los euros venideros que le granjearía su capacidad de crear page-turners con los ingredientes adecuados. Envidio a ese lector capaz de engancharse a una Carmen Mola. Por desgracia, a mí el entretenimiento me aburre. Me deja vacío. Con ganas de matar a alguien.

‘Y sin en cambio’, como dice una vecina vallecana, sigo buscando lecturas de evasión, de género, no todo va a ser Cărtărescu o el catálogo de Periférica. Y hete aquí que caigo en La edad imperfecta (Sílex), de Agus Alonso G., que reconstruye la vida de Garcilaso de la Vega y de paso el siglo XVI que pivota entre Toledo y Valladolid y ya que estamos ese momento crucial en la historia de España. A diferencia de otros autores, Alonso no trabaja el pasado como un ente momificado, sino que logra que suene vivo, es decir, como el presente que fue para esos personajes pretéritos. Es el marchamo de las buenas historias ‘de época’, asumir que las gentes del pasado no consideraban que vivían ‘en el pasado’, es más, lo hacían con la vista puesta en el futuro. Es uno de los méritos de aquella El Ministerio del Tiempo, de Javier Olivares, que supo dotar de la modernidad que subyace a cada periodo histórico, algo de lo que Agus Alonso G. tomó buena nota. 

Un amigo que se mueve en las altas esferas se refiere a ciertas comidas de negocios como ‘planes Avecrem’, porque «te cueces y enriqueces». Algo parecido me está pasando con esta elegante novela de Alonso G, que rompería con el corsé de lo de ‘de género’. Una borrachera literaria que no deja resaca, al contrario, un poso de conocimiento nuevo, lento, que se va sedimentando sobre tu osamenta cultural de un modo más profundo que mil documentales y, ojo, parecidos ensayos. Porque la novela entra por los sentimientos, motor mucho más potente —y en esto insistía aquel Gurdjieff— que la mente y su limitada razón. En el binomio «novela histórica», el primer término acoge la parte emocional, esos caballos que tiran de la carroza que somos, sin renunciar al cochero, la historia, es decir, una documentación rigurosa y pensada que permite que todo fluya en La edad imperfecta.

La sensación de pérdida de tiempo se diluye conforme se iluminan tantas zonas oscuras respecto a nuestra historia. El significado de la revuelta de los comuneros, la posibilidad de un país distinto que ese proyecto entrañaba, el advenimiento cual elefante en cacharrería de un Carlos V bizarro, oscuro, ajeno, obsesionado con hacer la guerra con todo hijo de vecino, con el consiguiente derroche y esquilme de las arcas públicas.

¿Y cómo eran las ligas de madame Bovary?, se preguntaba un Umbral al que la novela de Flaubert no le parecía lo suficiente novela. La novela como vehículo de la verdad, como luz entre las sombras, que contradice a aquel Josep Pla desencantado con la ficción. ¿Y cómo fue el bautizo de Felipe II? Agus Alonso G. te lo recrea. Porque, así como Unamuno invitaba a recorrerse España a pie para sentirla realmente, «en frescor de la verdura», leerse unas cuantas novelas históricas de las buenas te mete España dentro. Y, con ello, acceder al misterio de cómo se organiza un mundo dado. Como La edad imperfecta de un Garcilaso de la Vega que apenas tiene una estatua en su Toledo natal, mientras ponemos la mirada en asesinos en serie del Midwest y socavamos un poco más un alma ya desde hace tiempo en temporada de rebajas.

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