Minar la Constitución
«En Cataluña, el constitucionalismo empieza a tener la amarga sensación de estar perdiendo la paz después de haber ganado la batalla»
Cuatro años después del «golpe posmoderno» en Cataluña, como acertadamente lo denominó Daniel Gascón, el constitucionalismo empieza a tener la amarga sensación de estar perdiendo la paz después de haber ganado la batalla. Es un fenómeno habitual en conflictos larvados y complejos cuando la parte que se ha impuesto, en este caso sobre la sedición, no tiene una conciencia muy clara de su razón y de su legitimidad. La tardía respuesta a aquellos infaustos 6 y 7 de septiembre de 2017, en los que el Parlament conculcó los derechos de toda la ciudadanía y violó el orden constitucional, fue fruto de un frágil pero amplio consenso político que permitió la activación del artículo 155 y la destitución del gobierno de la Generalitat. Más allá de los habituales análisis que se han hecho sobre aquella acción, conviene recordar qué significó en realidad ese mecanismo autorizado por el Senado.
El cese de Puigdemont y todos sus consejeros fue una legítima medida coercitiva de una democracia parlamentaria que había sido atacada. Los ciudadanos que nacimos tras la dictadura y que no tenemos recuerdo propio del golpe de Estado de 1981 asistíamos por primera vez a la vulneración de nuestros derechos y comprobábamos qué significa tener una Constitución. De alguna manera, aquel turbulento otoño de 2017, que en la memoria resuena todavía con el ruido de los helicópteros, la tensión y los insultos en las calles, la electricidad de las masas y la pegajosa sensación de suciedad pública, fue la culminación de lo que para muchos de nosotros había sido una lenta toma de conciencia política.
Mi generación ha sido una de las más privilegiadas de la historia reciente. Nacidos con la democracia, hasta el 2008 vivimos en un clima de seguridad, expansión y prosperidad que parecía imbatible. A lo largo de esos años, España se consolidó como un Estado de Derecho, ingresó en la Unión Europea y desarrolló el sistema autonómico. Nuestro primer acontecimiento político internacional fue la caída del muro de Berlín y lo que parecía el advenimiento de la paz perpetua kantiana y el efectivo final de la historia. En esa sinfonía auroral tan sólo había algunas notas discordantes. Por un lado, ETA no había dejado de aplicar su programa de exterminio y aniquilación contra la democracia, ampliando cada vez más su estrategia de terror hasta incluir a políticos, periodistas o jueces. Virtualmente no hubo nadie, salvo los nacionalistas confesos, que se escapara de la amenaza de ser asesinado. Por otra parte, en Cataluña veíamos cómo las peores predicciones de Josep Tarradellas sobre la política de Jordi Pujol se iban cumpliendo. Como denunciaría más tarde Josep Maria Bricall, la obsesión malsana de fer país que inspiró a los gobiernos de Convergència –y luego por contagio al tripartito– terminó por socavar la sociedad que ya existía y que se descuidó hasta provocar la actual ruina social y económica. Fue el precio de sacrificarlo todo a una abstracción ideológica, que suele izar su bandera sobre un montón de cadáveres. La estrategia educativa y propagandística de Pujol consistió en ir vaciando de contenido la misma Constitución que le había permitido recuperar la autonomía y campar a sus anchas, gracias también a la connivencia de todos los partidos políticos, que aceptaron e incluso protegieron el clima moral que dictó aquella deletérea filosofía herderiana. La debacle de 2017 no fue sino el resultado de una minuciosa labor de zapa en la que colaboraron todas las élites, desde los empresarios hasta los rectores de las universidades, los directores de periódicos, la televisión pública e incluso muchos profesionales del derecho. En 2012, Artur Mas prometió su cargo acatando la Constitución y aceptando lealtad al Rey, pero añadió un significativo «amb plena fidelitat al poble de Catalunya». Desde el punto de vista jurídico, la coletilla no era más que una redundancia, ya que el «pueblo de Cataluña», como el de Zamora o el de Andratx, ya estaba implícito en la referencia a la Constitución y al Rey. Pero, claro, la intención era crear una legitimidad paralela que se consagró luego en las tomas de posesión de Puigdemont, el primer inquilino de la Generalitat en obviar cualquier referencia a la Carta Magna o al Jefe del Estado.
Cuando Felipe VI habló aquel 3 de octubre lo hizo en calidad de garante de las libertades constitucionales y como portavoz de la democracia representativa en un momento de severa crisis institucional. En Cataluña, mucha gente, incluso contraria a la independencia, se escandalizó por la actitud del Rey, al que pedían que mediara en el conflicto, como si el monarca pudiera situarse por encima de la legalidad y comportarse como un empresario preocupado por sus negocios. La reacción de esas personas demostraba la profunda ignorancia política y la distopía en la que Cataluña había vivido durante décadas. Las palabras del Rey y luego la activación del 155 desvanecieron la perversa fantasía que el nacionalismo había incubado. Europa vio cómo uno de sus estados miembros defendía una legalidad que formaba parte de su estructura y pulverizaba una afrenta a la igualdad constitutiva de la Unión. Los empresarios catalanes echaron a correr al grito de «poca broma».
Cuatro años después, sin embargo, el precario consenso que permitió la activación del 155 ya no existe. Los ciudadanos de Cataluña hemos visto consternados cómo la actitud moral de apaciguamiento y cesión a los postulados nacionalistas que el PSC siempre ha practicado devoraba el alma del PSOE hasta situarlo en las afueras del consenso constitucional. Incluso la opinión pública socialdemócrata se ha puesto al servicio de ese negocio. ¿Cómo puede creerse que la estrategia que llevó a Cataluña al colapso podrá funcionar en el resto de España? La derecha, por otra parte, se ha dividido y dispersado en tres partidos que cantan su propia música. Vox defiende posturas en muchos aspectos antieuropeístas e incluso anticonstitucionales, con una retórica de una toxicidad demagógica pura. Ciudadanos, la formación que aglutinó la protesta contra el independentismo, agoniza sin saber muy bien por dónde tirar. Y el PP participa en operaciones tan denigrantes como la reciente renovación del Tribunal Constitucional, un espectáculo muy lesivo para la credibilidad de las instituciones democráticas que da alas a los partidarios de la ruptura.
Todos aquellos que en 2017 se toparon con la dura realidad de nuestro orden legal, saben que, para conseguir sus fines, ahora no queda más remedio que intentar vaciar de contenido la Constitución y desacreditar al Rey. Como no tienen la mayoría suficiente para llevar a cabo sus propósitos por vías legales –nuestra Carta Magna no tiene ningún artículo intangible y por tanto todo es reformable por los cauces reglamentarios–, se están dedicando a promover iniciativas periféricas destinadas a deslegitimar los fundamentos de la democracia representativa. Ahí está la propuesta de revisar o derogar la Ley de Amnistía, que fue la primera norma aprobada por el Parlamento desde el final de la Guerra Civil y que permitió sentar las bases de la reconciliación y la concordia. Pedro Sánchez, en uno de los muchos ejercicios de cinismo que le caracterizan, ha dicho que no piensa hacer cumplir la sentencia del Tribunal Supremo sobre el castellano en las escuelas catalanas, que es tanto como aceptar que en Cataluña se vive en una realidad jurídica paralela y arbitraria. Y el otro día, el PSOE votó con Bildu y ERC en contra de la proposición de ley de Ciudadanos de castigar los ongi etorri con los que se homenajea a los presos etarras, una vergüenza de muy difícil digestión.
La operación que está en marcha por parte de Sánchez y sus socios, tanto en el Gobierno como en el Parlamento, consiste en invertir las tornas y crear una distopía en el seno del ámbito constitucional, minando poco a poco su contenido hasta que la legalidad espectral, creada en el ágora mediática y demagógica, invada las instituciones y las vaya carcomiendo. La batalla que se libró en Cataluña en otoño de 2017 habrá que darla en el resto del país con la misma contundencia y con el mismo rigor, ahora para salvar la Constitución, que es, como decía el añorado Félix Pons, «el aire que respiramos en una democracia».