No me pidan que sonría
«He sido el primero en defender las bondades de las vacunas, pero no cuenten conmigo para convertir a los no vacunados en chivos expiatorios»
Algunos hablan de la realidad y otros, en cambio, recurren a una narrativa trufada de palabras clave. En Cataluña, por ejemplo, antes se hablaba del «dret a decidir» y ahora el tema de moda es la supervivencia del catalán. En verdad, da un poco lo mismo que sea un tema u otro. Quiero decir que la clave del relato –y de las palabras escogidas– es que provoquen ansiedad, cuánto más intensa y permanente mejor. Así tenemos a Franco, el Valle, la memoria histórica, la variante ómicron y no sé cuántas cosas más que se activan cuando resulta necesario. De hecho, la realidad tampoco es la realidad, sino lo que los datos indican que es realidad: otra pseudorreligión surgida en estas últimas décadas para explicarnos lo que ya sabíamos o, al contrario, para confundirnos y tratarnos como tontos –siempre en un tono solemne–. Ese también es el tono de las escuelas o, mejor dicho, de los pedagogos que se dedican a deconstruir Occidente y pretenden además que sonriamos felices, como si la cosa no fuera con nosotros. Jünger, en una ocasión, al médico militar encargado de examinar sus partes pudendas le dijo: «Oiga, doctor, no me pida que sonría mientras me pesa los testículos». Con los años, Jünger se hizo «anarca» –que no anarquista–, es decir, un hombre de credulidad ejemplar en la esfera pública, pero libre y desobediente en la privada. Del mismo modo, muchas familias han decidido ya desconectar de la escuela para centrarse en transmitir a sus hijos algunos conocimientos fuera del horario escolar. La realidad frente a la narrativa.
Recuerdo también que a Sergiu Celibidache fueron a visitarle unos japoneses con una «narrativa» bien surtida de billetes. Como le propusieron que el cheque lo podía rellenar con las cifras que quisiera –al final, ¿qué le importa a una multinacional un cero más o un cero menos?–, pensaron que Celi aceptaría grabar en estudio una integral de las sinfonías de Bruckner. ¿Qué hacer ante tamaña insolencia? En Italia, una vez había noqueado de un puñetazo a un periodista insidioso. En Venezuela, había lanzado una silla a un espectador que no paraba de hacer ruido durante un concierto. A los japoneses les soltó sus cuatro mastines, de modo que tuvieron que escapar a la carrera.
Por supuesto que sigue habiendo gente así, aunque no abunde. Cuando durante el confinamiento se nos privó de tantos y tantos derechos, casi nadie protestó. Yo tampoco lo hice y seguramente hubiera debido, porque casi sin darnos cuenta hemos ido normalizando lo que no lo es –como que el Estado nos diga qué pensar, en qué creer y qué hacer–. Se trata de una lógica implícita al manejo de los datos que se utilizan de coartada para la cancelación ideológica del discrepante. Te toleran, pero te conviertes en alguien risible mientras lentamente van acallando tu voz y separándote de aquellas tradiciones que son esenciales para ti. El ideal del consenso, tan necesario, se torna fútil cuando sencillamente tu opinión no cuenta para nada. La pulsión totalitaria resurge cuando sólo se toleran unos mitos, una memoria o una tradición, sea cual sea. Aunque ahora quede bien claro cuál es. Esa que, por ejemplo, considera discriminatorio y ofensivo felicitar las Navidades, como si celebrar el nacimiento de un niño resultara ofensivo para alguien. ¿Qué quieren que les diga? Los mismos a los que les molesta cualquier nadería cancelan a quien se desmarca mínimamente del discurso dominante. He sido el primero en defender las bondades de las vacunas, pero no cuenten conmigo para convertir a los no vacunados en chivos expiatorios de la pandemia. Dejemos a la gente en paz. Dejemos que se celebren las Navidades y que se preserve la memoria familiar sin necesidad de humillar a nadie ni de ridiculizarlo. Nada de todo esto vale la pena.