THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Draghi, Macron, Scholz y los recelos de España

«Dependemos de Alemania, pero –sin el acceso a su lengua, a su prensa, a sus debates– el latido de su inquietud nos resulta tan ajeno como las pugnas partidistas de Japón»

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Draghi, Macron, Scholz y los recelos de España

Angela Merkel y Olaf Scholz. | Fabrizio Bensch (Reuters)

Roma y París se alían en el tablero europeo, convencidos de que el futuro de la Unión se juega en el plazo escaso de una década. El repunte populista amenaza el espacio liberal que posibilitó la Pax Europæa de este último siglo: un escenario de neutralidad burocrática que empieza a hacer agua con el retorno de la historia y el ocaso de la pujanza económica del continente. Francia e Italia se dan la mano –¿dónde está España y su política exterior?–, porque también los viejos demonios recorren la imaginación de ambos países. Mario Draghi sabe que, sin reformas, la envejecida sociedad europea carece de un escenario creíble de futuro. Como un zorro astuto sabe que la palanca mediterránea debe activarse si quiere contrarrestar el peso de la Europa rica del norte (y la presión del este, por otro lado). Porque quien decide es Alemania y en Berlín reina un nuevo hombre, Olaf Scholz, un líder socialdemócrata con mano de hierro, el sucesor a la izquierda de Angela Merkel, el gestor de las finanzas, el luterano severo del ajuste económico. Scholz se ha erigido como heredero apelando a la racionalidad prusiana del experto administrador. En Alemania, se diría que no hay otra ideología económica posible que la estabilidad, lo cual es una forma como otra cualquiera de referirse a la seriedad clínica: buena letra, cuentas claras, poca broma.

Scholz, sin embargo, es un misterio –lo es para nosotros, los meridionales, desde luego–, con un ojo puesto en la política local y con el otro siguiendo el show continuo de la política anglosajona. Dependemos de Alemania, pero –sin el acceso a su lengua, a su prensa, a sus debates– el latido de su inquietudnos resulta tan ajeno como las pugnas partidistas de Japón o el conflicto chipriota. Dependemos de Alemania, quizás a pesar de ella, porque se comporta como una potencia central reacia a asumir el peso de su responsabilidad. Ese es también el legado de la canciller Merkel, tan sensata como prudente, tan prudente como poco imaginativa, tan poco imaginativa como rígida. El paso del tiempo la juzgará, pero los retos del presente ya tendrá que encararlos otro hombre, otro partido y otra coalición. Sus desafíos son los mismos, pero la encrucijada del tiempo es distinta. Y la angustia del continente también.

Draghi y Macron se apresuran a ocupar su lugar en el plató. España recela detrás. Permanece encerrada entre sus fracturas divisivas y una demonología hábilmente explotada por los demagogos. Como tendemos a la hipérbole, el verbo fácil nos invita a decir que nunca en democracia hemos contado con una clase política tan poco articulada. Quizás sea así –seguramente, de hecho–, pero me disgustan las frases gruesas, la exageración como tono vital. España permanece atrapada en sus miedos, a la vez que acepta cualquier importación sensible de ideas y modas foráneas. Tampoco hay aquí nada nuevo bajo el sol. La impresión más bien es que vamos tirando mientras podamos –y ahora podemos gracias al dinero europeo y a la barra libre de la deuda– y queel último pague la factura. Si se puede pagar, claro está.

Los clásicos distinguían dos tipos de dolor, según nos mueva al bien o al mal. La conciencia de la ruina puede facilitar una transformación radical que nos permita empezar a edificar de nuevo o, al contrario, puede hundirnos en la parálisis o, peor aún, conducirnos a las políticas del resentimiento que por desgracia tan bien conocemos aquí. De nosotros depende lo que hagamos con nuestro destino, ahora que se pone en duda el legado de nuestros padres, ahora que Europa debe transformarse y dirigirse hacia uno u otro puerto, ahora que París y Roma miran hacia Berlín, y Berlín parece dispuesto a iniciar una política más ambiciosa, matizadamente distinta.

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