España ya no necesita una ley de pandemias
«No necesitamos agitadores que se refugian tras el miedo, sino políticos que sean capaces de gestionar innovando»
El histerismo y el miedo que la prensa y los políticos asustaviejas han venido sembrando estos últimos días por fin va dando sus frutos. El Gobierno anunció ayer el retorno de las mascarillas en exteriores, algo que hasta ahora solo se exigía en caso de aglomeraciones que impidiesen mantener la distancia de seguridad. Hasta tal punto nos encontramos ante una medida acientífica e ineficaz que parece que la izquierda, normalmente sumisa, se ha rebelado y no puede descartarse que Pedro recule y la cosa se quede más o menos como está.
Pero en esto Sánchez no está solo, ya que el principal partido de la oposición, con Casado a la cabeza, lidera la demanda de «mano dura» para atajar una pandemia que ya tiene más de electoral que de sanitaria, habida cuenta de que el transcurso de los días evidencia que la alta incidencia no repercute en los hospitales. Pero ahí tienen al popular erre que erre, exigiendo una ley de pandemias que, a estas alturas, no solo es innecesaria sino también contraproducente.
Para empezar, España ya tiene una ley de pandemias. De hecho, tiene dos: la Ley Orgánica 3/1986 de medidas especiales en materia de salud pública y la Ley Orgánica 4/1981, sobre los estados de alarma, excepción y sitio.
La segunda ya la conocemos todos porque fue la elegida por Sánchez el año pasado para declarar dos estados de alarma nacionales y uno en Madrid. Se trata de una ley que regula tres estados de excepcionalidad constitucional confiriendo facultades extraordinarias al Gobierno. El resultado de la aplicación de esta norma por el Ejecutivo también es sobradamente conocido: el Tribunal Constitucional declaró la inconstitucionalidad del confinamiento durante el primer estado de alarma porque requiere de un estado de excepción, así como de la prórroga de seis meses del segundo. El denominador común a ambos es que Sánchez aprovechó la emergencia sanitaria para sustraer la actuación de su Gobierno del control de los contrapesos democráticos.
Luego está la Ley 3/86 de salud pública, también conocida como «plan B», que tantas veces negó Sánchez en público durante la primera ola. En su artículo 3, permite a las autoridades sanitarias adoptar: «Las medidas que se consideren necesarias en caso de riesgo transmisible». Estas medidas tendrán que ser ratificadas por los tribunales para entrar en vigor, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 8 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso Administrativa; algo que no gustaba a Sánchez cuando hacía y deshacía a su antojo desde Moncloa.
La interpretación y aplicación de esta normativa generó cierta polémica jurídica, ya que no incluía un catálogo de medidas, siquiera orientativas, y además imponía la ratificación judicial por los tribunales competentes de cada municipio. Así que en el verano de 2020 Carmen Calvo prometió reformarla. Y se reformó, pero no conforme a lo esperado, pues el Gobierno se limitó a trasladar a los Tribunales Superiores de Justicia de cada comunidad autónoma la responsabilidad de ratificar las medidas adoptadas y al Tribunal Supremo la de unificar criterios vía recurso de casación. Esto generó razonables críticas de la judicatura, especialmente de la Sala Tercera, pues les imponía decidir qué medidas integran el catálogo del artículo 3 de la ley del 86 y cuáles quedan excluidas del marco de aplicación de la misma: algo que sin duda correspondía haber hecho al legislador.
Pero lo cierto es que, tras varios meses de pandemia, la jurisprudencia ya ha tomado forma y el inventario de medidas que las CCAA pueden implantar está bastante definido: restricciones de aforos, limitación de horarios, toques de queda, limitación de reuniones y pasaporte covid, siempre que la administración motive su utilidad, proporcionalidad y necesidad. Por lo tanto, ya no precisamos de una reforma para esto.
La única diferencia sustancial que traería la llamada «ley de pandemias» que reclama el Partido Popular es que la administración podría acordar todo ese catálogo de restricciones sin necesidad de solicitar su ratificación a los tribunales. E imaginen lo que pasaría: la arbitrariedad camparía a sus anchas a lo largo y ancho de todo el país, con nuestros derechos y libertades fundamentales convertidos en moneda de cambio con los que comprar y vender miedo pandémico que acabe redundando en un puñado de votos.
No necesitamos agitadores que se refugian tras el miedo y las medidas efectistas e inefectivas para disimular su inoperancia, sino políticos que sean capaces de gestionar innovando, adaptándose a las circunstancias impuestas por la covid-19, que ahora mismo se circunscriben a la saturación en los centros de salud por la cantidad de gente que quiere realizarse las pruebas diagnósticas u obtener una baja médica. Esto se debe solucionar administrando y reforzando la atención primaria, facilitando y abaratando los test, eliminando la necesidad de cuarentenas para positivos asintomáticos y sus contactos vacunados, etc. Pero la única dirigente que, como siempre, ha tomado la iniciativa y enarbolado la bandera de conjugar la salud, la economía y la libertad ha sido Ayuso.
Por desgracia, demasiados dirigentes apuestan por soluciones medievales que consisten en cerrar y encerrar, soslayando la ruina, la miseria y los problemas de salud mental que estas decisiones provocan en los ciudadanos. Para eso no les necesitamos: mejor váyanse.