Hipersensibilidad de las costumbres
«Dudar de la buena intención de Garzón y achacarle vesanias antipatrióticas no tiene sentido fuera de la lucha política menor»
El debate que ha generado la polémica en torno a las macrogranjas revela uno de los tajos por los que corremos el riesgo de despeñarnos en un momento de transformaciones profundas, como es el caso de la transición ecológica. Inconveniencias aparte de la torpeza de Alberto Garzón de plantear el debate en uno de los medios más leídos de uno de los principales mercados de los productos españoles, su denuncia no carece de sentido y razones técnicas, pero sí está fuera de la lógica del poder y la economía, a la que no puede ser ajeno ningún ministro. Pero haríamos mal en considerar toda la polvareda levantada como un ruido interesado de la oposición –que también, como por otro lado es previsible en una democracia–, y no como un asunto de fondo que atañe a la sociedad en su conjunto. De fondo, late la vieja pregunta sobre las causas del malestar: ¿es material o cultural?
Hay análisis y respuestas para todos los gustos, aunque son más consistentes los estudios que señalan como razones de mayor peso los aspectos materiales y económicos que han llevado a la clase media a una fragilidad inédita en décadas. Precarización, crisis de expectativas y desigualdad en medio de una revolución científico-técnica digital en la que todo caduca rápido y el futuro aparece desdibujado. ¿Cómo no iba a tener consecuencias? Para terminar de dificultar las cosas, nos topamos con un inocultable cambio climático que limita el viejo dictum del progreso ilimitado. Ahora hay límites y amenazas que nos obligan a ser aún más ambiciosos y, al mismo tiempo, disponer de menos opciones.
Es desde este enfoque a partir del cual se diseñan políticas públicas que intentan paliar los efectos más nocivos –las «externalidades», en el lenguaje aséptico de la economía– de esas dinámicas profundas. De ahí que sean habituales expresiones como «transición justa», «resiliencia», «que nadie se quede atrás», «reciclaje profesional», etc. Es necesario y loable que así sea, y poco hay que comentar a lo que es ya un consenso de una época que, por razones evidentes, exige más seguridad y perspectivas. Quien no atienda esa demanda, sea en la política o en la empresa, cometerá un error a medio y largo plazo.
El ministro Garzón cree y defiende este esquema, y seguramente quisiera redoblar los esfuerzos y acelerar las medidas. Dudar de su buena intención y achacarle vesanias antipatrióticas no tiene sentido fuera de la lucha política menor. Pero sus declaraciones revelan que está demasiado fijado en la tradición de la que proviene, y que obvia –o minusvalora– lo que podríamos llamar «hipersensibilidad de las costumbres». El entorno es tan cambiante y escuchamos y leemos cada día tantos pronósticos y augurios de cambios inmediatos que, lejos de ofrecer un horizonte, es percibido por muchos ciudadanos y sectores como una amenaza no ya a su bolsillo o a su estatus socioeconómico, sino a sus costumbres cotidianas, a los gestos y rutinas que dan sentido y orden a la vida. Quizá estos no sean tan importantes como los aspectos económicos, pero tampoco son irrelevantes: somos así de complejos y contradictorios. Ese resorte es el que ha saldado estos días con el debate de las macrogranjas, hábilmente utilizado en contra del ministro.
Seguramente se ha llegado al punto de saturación en el que muchos ciudadanos padecen sobredosis de cambios inevitables –ya sea desde el optimismo naif de muchos tecnólogos o desde los más pesimistas expertos en el calentamiento global– y de renuncias urgentes –por más aparentemente anecdóticas que luzcan–, a cambio de promesas que todavía no se materializan y que además cuesta asumir en un momento de desconfianza generalizada. Seguramente, en ese contexto, presumir de comer o beber lo que a uno le da la gana, de criar las cabezas de ganado que se quiera, o de mantener las viejas costumbres en la familia o en el ocio, funcione como una herramienta de solidificación identitaria ante una realidad en la que todo parece diluirse en medio de anuncios maravillosamente producidos. Más aún si se dice que se está creando empleo en zonas deprimidas y despobladas. Las angustias materiales y culturales convergen en una tormenta política perfecta.
No está bien ni mal: es lo que hay, y conviene que lo tengamos en cuenta cuando nos propongamos transformar la realidad con la mejor de las intenciones y con el mayor sentido de la urgencia.