THE OBJECTIVE
Ricardo Calleja

Reforma laboral: auto sacramental

«Hay mucha gente que no sabe para qué sirve, y que no puede llevar sobre sí las cargas de una familia»

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Reforma laboral: auto sacramental

Eduardo Parra | Europa Press

El enésimo episodio del sainete de la reforma laboral sugiere que se trata más bien de algo muy serio: un verdadero auto sacramental que veremos repetido litúrgicamente. A primera vista es buena noticia que se hable de algo sólido y no meramente retórico: el trabajo. Pero pronto se esfuma el espejismo. Y seguimos eludiendo la cuestión decisiva: cómo vivir. Es decir: la cuestión de la vida buena, asociada a las condiciones materiales que la hacen posible. Invito al lector a seguirme en un escueto recorrido histórico que nos haga conscientes de nuestra situación y de nuestra indigencia.

Modernos de manual

En las sociedades tradicionales el trabajo era función de la posición social heredada. Se nacía en el lugar donde se moría, con un apellido y un oficio que acompañaban hasta la muerte: herrero, pañero, segador, lavandera… Y más allá: porque apellido y profesión se transmitían a la siguiente generación. El individuo se sabía parte de un todo al que servía y que le trascendía, que le protegía y nutría. Pero, con raras excepciones, no tenía dónde esconderse, ni a dónde huir. En cualquier lado te podías cruzar con tu ex, por decirlo de alguna manera. Salvo que hicieras las Américas o la carrera eclesiástica.

La modernidad quería imaginar al individuo como un todo en sí mismo y hecho a sí mismo. Un sujeto proyectivo, constructivo y expresivo. Es decir: un ser que se realiza, mediante planes que responden a sus propias preferencias subjetivas. Y la sociedad (Estado y mercado) como el resultado de los contratos consentidos por cada ciudadano.

En ese nuevo escenario, el trabajo era a la vez la herramienta con la que nos hacíamos a nosotros mismos, y a nuestro lugar en la sociedad, y con la que pagábamos las otras dimensiones de la vida deseable (fundamentalmente nuestras relaciones románticas no sometidas a vínculos estables). El cauce para una emancipación esforzada pero segura, al que se accede mediante la elección de una carrera o preparación profesional.

Para lograr este modelo era necesario un crecimiento económico sostenido y un derribo de los muros jurídicos, sociales y morales que sometían al individuo a deberes dentro de la institución familiar que contradijeran sus estados emocionales. Aunque esto último tardaría en consolidarse, pues adoptó por un tiempo un punto de equilibrio, aunque quebradizo: las relaciones románticas monógamas adobadas con la alegría de la paternidad y la maternidad, pero en último término abiertas, condicionadas a la propia realización.

El éxito profesional se convirtió también en la fuente de autoestima en un mundo donde ya no hay amores incondicionales. El modo de ganarse la atención y el respeto del padre que nunca nos ofreció ese afecto sin contraprestación, porque él mismo estaba enfocado en expresar sus preferencias y construirse una vida a su sabor.

Postmodernos de palo

Nuestra postmodernidad se caracteriza porque la promesa de emancipación a través del trabajo se ha gripado, y a la vez la norma moral y social del matrimonio procreativo se ha terminado por disolver.

No hay trabajo para todos: es decir, hay mucha gente que no sabe para qué sirve, y que no puede llevar sobre sí las cargas de una familia. El paro tiene una escala que en España se ha hecho endémica. Los trabajos que hay no dan para mucho. Y aunque esto genera incentivos para compartir piso, no anima nada a tener hijos. Pero una vez culminada la deconstrucción de la institución familiar como ideal de vida buena, esto no debería preocuparnos: nadie nos mirará mal por no casarnos o no tener hijos. Ni siquiera deberíamos sentirnos condicionados por esas viejas narrativas de felicidad romántica: el amor intensamente emocional por otra persona. La ensalada afectiva cada uno se la construye a su gusto en cada momento. Ni que cuidar fuera mejor.

Además, para el que esté dispuesto o dispuesta a hablar en otro idioma, y a pasar los mejores años en otro país delante de una pantalla en vez de tener a mano una cuna o una silla de ruedas, hay un futuro prometedor.

Eso sí, antes no había dónde esconderse, ni a dónde huir. Pero ahora ya no tenemos dónde darnos a conocer como somos, ni a dónde volver: amistades verdaderas, familias sensatamente imperfectas (Gregorio Luri) que nos quieran con nuestras mierdas (Pedro Herrero). Nadie nos abraza si no es para usarnos.

Estrategias de reconstrucción de la identidad personal

Por supuesto, como no podemos vivir sin sentido -sin sabernos parte de un todo, episodios de una historia- muchos recurren a estrategias de reconstrucción de la identidad personal. Esto se articula mediante la declaración de compromisos morales incondicionados con nuestros colectivos de referencia, a poder ser victimizados, ya sean alternativos (mujer, raza, nacionalidades periféricas, etc.) o hasta hace poco hegemónicos (la nación, la religión). Porque solo la víctima es digna de un compromiso moral incondicionado.

Ser parte de algo al fin y al cabo es saberse y quererse sometido al bien común del todo, dispuesto al sacrificio personal, al reconocimiento de la propia dependencia. Esto es condición necesaria y suficiente para pertenecer. De hecho, quien originalmente pertenece al colectivo, pero no pone incienso en el altar, no solo no pertenece al colectivo sino que es un traidor, que debe ser excomulgado solemnemente. O mejor, vapuleado por una turba mimética (hoy por hoy virtual).

Pero un sacrificio real y concluyente por el colectivo llevaría a renunciar a nuestra individualidad sin vínculos, que es la premisa mayor de todo argumento moral y político. Eso se lo dejamos a los suicidas del yihadismo y a otros terroristas. Por eso, el sometimiento a la causa moral se limita a ser simbólico y retórico. Pero a la vez repetidamente actualizado, para que no pase su efecto psicológico. Eso sí, conviene que el compromiso no se quede en palabras privadas, sino que se canalice a través de gestos corporales y comunitarios (cantos, bailes, genuflexiones, ofrendas, colores, olores, lugares sagrados, pequeñas limosnas o acciones de consumo comprometido, encuentros místicos con celebridades… e incluso la violencia dionisíaca). Así suscitamos en nosotros no solo la convicción, sino la experiencia de ser parte de ese todo (por una tarde al menos).

Es decir, necesitamos símbolos sacramentales, que configuran la disciplina de las nuevas religiones civiles de sustitución. Parafraseando a la teología eucarística: participamos devotamente en una renovación incruenta de nuestra inmolación por el colectivo.

La Reforma

Uno de esos colectivos –ciertamente, no el más cool– es el de los trabajadores. Un colectivo al que casi ningún político pertenece por biografía y que por tanto requiere de una puntual y exacta escenificación del compromiso incondicionado con sus cuitas, para obtener el carnet.

Pero nadie se atreve a luchar de modo concreto por los trabajadores. Porque hay que elegir bando: entre las grandes empresas que nos traen la innovación tecnológica, la transición energética y que son ejemplares en la escenificación de la nueva moral pública, por un lado. Y los grupos profesionales en trance de desaparecer, por otro. Estos últimos son nidos de conservadores, no de visionarios progresistas abiertos al cambio que “piensan fuera de la caja”.

Estas opciones corren el riesgo de configurarse como simples decisiones de compra, actos de consumo. Y de hecho se manifiestan tantas veces en compromisos de marca.

Así que con un punto de mala conciencia (de clase) algunos se entregan con fervor al auto sacramental de la derogación de la reforma laboral. Un rito que tiene por fin restaurar la situación previa al pecado original (Adán era Rajoy, Merkel era Eva).

En la dialéctica marxista la cosa era volver a las sociedades sin clases mediante la eliminación de las condiciones actuales de producción. Ahora la cosa es hacer algo de cogestión en algún coworking chulísimo, con tiempo para practicar nuestros rituales identitarios y de autocuidado. Los debates serios sobre la pregunta por cómo vivir que los tengan otros.

La derogación de la reforma laboral. Este es el misterio de nuestra fe. Este es el opio del pueblo. Inclinate vos ad benedictionem.

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