Bienvenidos al siglo XIX
«Enviar únicamente material humanitario para quienes están defendiéndose y defendiéndonos del expansionismo ruso es una broma de mal gusto»
Las imágenes que nos llegan de Ucrania me producen indignación, vergüenza y preocupación. Ahora bien, intentaré desgranar lo que quiero explicar en este artículo sin dejarme arrastrar por las emociones que me asaltan. Quiero hacerlo de esta manera porque creo que lo fundamental, lo que de veras está detrás de la agresión rusa, es un cambio de paradigma que no debe ser malinterpretado por todos aquellos que creemos en la democracia, el diálogo y la Ley como forma de resolver los problemas y reconducir conflictos.
Decía Clausewitz que «la guerra es un acto de violencia que intenta obligar al enemigo a someterse a nuestra voluntad» y es eso lo que precisamente está intentando Vladimir Putin, que nos sometamos a su voluntad e intereses. Y digo que nos sometamos porque el perímetro de los intereses del neozarismo ruso es cambiar las normas internacionales surgidas tras la Segunda Guerra Mundial, aplicar la lógica del poder duro en una imaginaria esfera de influencia rusa (que es el sueño húmedo de Putin) y utilizar todas las herramientas para conseguirlo. Putin intenta arrastrar a Ucrania, a Europa y a toda la comunidad internacional a un nuevo orden mundial en el que lo único que cuenta es la fuerza y la voluntad de usarla.
Pero ¿qué es lo que trasluce esta situación? Básicamente, estaríamos ante un mundo más parecido al siglo XIX que al que conocimos y construimos en el siglo XX, un mundo en el que los relatos y metarrelatos ya no cimientan (o camuflan) lo que son intereses geopolíticos, un mundo en el que el más fuerte impone su voluntad al más débil, un mundo en el que todo vale para alcanzar los objetivos geoestratégicos de los distintos actores internacionales. Grandes potencias que ejercen su poder sin complejos ni cortapisas y se vanaglorian de su grandeza (medida en términos de sometimiento y sufrimiento ajeno). Autocracias que cimientan su poder con pretensiones imperialistas con poca o ninguna necesidad de justificación más allá del interés propio, del recuerdo de supuestos pasados áureos o de la visión, en este caso, de una Gran Rusia.
Esta vuelta al siglo XIX, al de los enfrentamientos y guerras por las áreas de influencia política de las grandes potencias del momento, no nos ha de sorprender y tampoco lo hemos de interpretar como algo episódico fruto de un personaje extemporáneo. Estamos ante un modelo de actuación por parte de las distintas autocracias que se están gestando en el mundo, cada una actuando más allá de las reglas internacionales en función de sus intereses y capacidades. Lo importante, lo relevante, es que dado el teatro de operaciones y las formas escogidas por Putin, hay muchos autócratas que están observando la reacción de las democracias europeas y de Estados Unidos, y dependerá de la capacidad de resolución de estos últimos si se extiende el modelo putiniano o se mantiene el actual orden internacional. Sea como fuere, algo ha cambiado en el mundo y es obligada una profunda revisión de los mecanismos de solución y resolución de problemas y conflictos.
El fin de la llamada Guerra Fría supuso, a mi entender, básicamente descongelar la historia, una historia que se congeló en el marasmo de las dos guerras mundiales y la extensión de los metarrelatos escatológicos que parecían guiar la geopolítica mundial. Lo que ocurrió después, y que pocas personas supieron entender, es que estábamos entrando en la lógica del poder por el poder, la suma cero en lo que se refiere a «áreas de influencia» y, mientras esto iba ocurriendo, mientras las autocracias se rearmaban, mientras los aspirantes a autócratas utilizaban mecanismos democráticos para alcanzar -y perpetuarse en- el poder, los demócratas y las democracias entraron en una espiral de búsqueda de referentes ideológicos y filosóficos que derivaron en diferentes formas de relativismo moral y político unido con un identatitarismo excluyente muy poco democrático.
Mientras estamos promoviendo discursos como el de la «cultura de la cancelación», las identidades en sus más múltiples (y muchas veces ridículas) formas, mientras nos divertimos en el lodazal del relativismo y el dogmatismo relativista, ha venido Putin y nos ha enseñado algo que estábamos perdiendo de vista y que ni la pandemia nos hizo ver: el mundo de la realidad. Un mundo complejo, lleno de peligros y amenazante. Ahora hemos de decidir si seguimos mirándonos el ombligo, si queremos seguir jugando al mundo de lo superfluo y vago, si queremos seguir soñando en una realidad tan líquida, como posmoderna e irreal o, en definitiva, dejamos atrás el infantilismo posmoderno y empezamos a actuar como adultos.
Naturalmente, alcanzar la madurez como sociedad también implica ser conscientes de cómo actúan los poderes autocráticos y su falta de escrúpulos para alcanzar sus objetivos, y me estoy refiriendo a la utilización de nuestros mecanismos democráticos para lograr desestabilizar a las instituciones democráticas. Lo hemos visto y lo vemos, utilizan estrategias de desinformación, colocan narrativas desestabilizadoras, activan (con mucho dinero) instrumentos sociales y políticos para que favorezcan sus intereses en el momento que lo necesiten y, como decía anteriormente, con una simple lógica de poder que pasa por la desestabilización interna y el debilitamiento de los actores en competencia. Si me estoy equivocando, entonces ¿cómo es posible que existan fuerzas políticas «pacifistas» que no condenen la agresión rusa a Ucrania y abracen la tosca narrativa que el Kremlin ha activado para justificar la guerra? Todo esto nos debe hacer reflexionar, dejar la ingenuidad y el buenismo atrás y reforzar nuestras democracias y nuestras instituciones.
Finalmente, unas últimas reflexiones respecto a la invasión rusa de Ucrania, siguiendo el hilo argumental del buenismo y la ingenuidad: cabe recordar que Ucrania lleva en guerra desde 2014, cuando Rusia se anexionó Crimea y cuando unos «hombrecillos verdes» invadieron el Donbas. Desde entonces, Vladimir Putin ha ido preparándose para el escenario actual y, mientras tanto, Europa y los EEUU hemos seguido el funesto ejemplo del apaciguamiento de Neville Chamberlain, mejor no hacer nada y así no enfadamos ni damos excusas al nuevo Zar. Como vemos no funcionó, nunca funciona, básicamente porque estamos ante un juego de poder y de disuasión. Desde el 2014, deberíamos haber armado suficientemente a los ucranianos, como para que el coste de las veleidades expansionistas de Putin hubiesen sido inasumibles para el autócrata. Ahora, ante la feroz y heroica resistencia del pueblo ucraniano, deberíamos enviarles el material militar más efectivo y a la mayor velocidad posible. Cuando digo deberíamos, me refiero a todos los países de la Unión Europea y de la OTAN, incluyendo a nuestro país por mucho que dentro del gobierno haya ministros que no sepan distinguir entre agredido y agresor, entre víctima y verdugo. Enviar únicamente material humanitario para quienes están defendiéndose y defendiéndonos del expansionismo ruso es una broma de mal gusto.