La resistencia ucraniana
«Rusia entera es un país en la basura, excluido, arruinado por su sátrapa. Ucrania caerá, pero Rusia ya ha caído»
Los franceses tuvieron que inventarse la resistencia contra los nazis en la Francia ocupada porque no se resistieron a ellos cuando llegaron, para que no la ocupasen. En La caída de París, de Herbert Lottman, se cuenta un detalle significativo. Los nazis han invadido la ciudad y hay inquietud entre los parisinos, sobre todo entre los tenderos. Esta inquietud se disipa cuando el primer soldado alemán entra en una panadería y paga su baguette. Los alemanes pasaron tres años en París relativamente a gusto; entre ellos mi admirado Ernst Jünger (al que volveré pronto).
La resistencia ucraniana contra los rusos sí se ha manifestado en directo. Es de una hermosura desoladora: un empeño inútil, un sacrificio a cambio de una escenificación. En el escenario, los militares de Putin son ya unos seres irredimibles. Rusia entera es un país en la basura, excluido, arruinado por su sátrapa. Ucrania caerá, pero Rusia ya ha caído. Los rusos que también resisten lo saben. A ellos (a ellas: la anciana superviviente de Leningrado; la joven rubia del abrigo elegante, elegancia que no pierde en el revolcón de la Policía) tendrán que volverse sus compatriotas cuando quieran encontrar un poco de dignidad en este tiempo de miseria.
Ha vuelto la historia y con ella el sentido de los ejércitos. Hemos recordado lo que ha sido el ser humano siempre. Eugenio Trías nos definía como «especie erótica y guerrera». El amor (o el erotismo) y la guerra. Ahora toca la guerra. No hay estadios de civilización asentados. Todo puede saltar en cualquier momento. Jünger, que conoció bien la guerra (participó en las dos mundiales), escribió en La emboscadura, a propósito del socialdemócrata berlinés que abatió a unos cuantos nazis en el pasillo de su apartamento durante un registro: «Los periodos prolongados de calma favorecen ciertas ilusiones ópticas. Una de ellas es la suposición de que la inviolabilidad del domicilio se funda en la Constitución, se encuentra asegurada por ella. En realidad la inviolabilidad del domicilio se basa en el padre de familia que aparece en la puerta de la casa acompañado de sus hijos y empuñando un hacha».
Tal vez no nos gustaría que fuese así, pero es así. Hay que protegerse, porque estamos a expensas de que aparezca un Putin. Es de un realismo desagradable, pero imprescindible, reconocer que el derecho sin la fuerza es impotente. El ventriloquismo de nuestros podemitas, que reclaman la «vía diplomática» cuando los tanques rusos ya están aplastando a los ciudadanos de Ucrania, expresa el sarcasmo de las inercias ideológicas. Las cegueras que estas procuran se tornan aberrantes con los momentos decisivos. (Vale igual para el lepenismo francés: incómodos, pero lógicos, compañeros de viaje.)
La realidad ahora es la guerra, una guerra debida a un cabrón. Nadie ha alentado a los ucranianos a que resistan; tal vez habría sido más fácil para todos (fácil y humillante) que no lo hicieran. Pero han optado por hacerlo. Con o sin armas, lucharán; así que es mejor que tengan armas. Defienden la vida que vivimos, la vida democrática, frente al tirano invasor. Contra la tentación de la decadencia, han decidido dejarse la vida en el intento de preservar lo que tenían. Como los antiguos griegos. Mircea Cărtărescu ha comparado Ucrania con el paso de las Termópilas. Putin es Jerjes: un Jerjes con bombas nucleares. La historia es una repetición en espiral destructiva.
La resistencia ucraniana tiene un doble efecto (además de la estricta defensa de Ucrania, improbable): subraya la bellaquería de Putin, que ya es un condenado mundial, y revaloriza democracias como la nuestra. No imaginábamos que guardaran tanta fuerza para luchar así.