THE OBJECTIVE
Enrique García-Máiquez

El tiranicidio de Putin

«Surgen de gentes de lo más moderadas, socialdemócratas y enemigas de la pena de muerte llamadas directas a liquidar a Putin cuanto antes»

Opinión
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El tiranicidio de Putin

Vladimir Putin. | Mikhael Klimentyev (Kremlin Pool)

Yo, tridentino por triplicado, tengo de siempre un profundo interés por la doctrina del tiranicidio. Don Álvaro d’Ors prefería llamarlo «tiranoctonía»; y nos explicaba que, aunque su más acabada descripción se la debemos al Padre Mariana, tuvo ilustres precedentes, como la gloria clásica de Harmonio y Aristogeiton, matadores de Hiparco, o la férrea doctrina medieval de John de Salisbury. Fueron los jesuitas los más encandilados con la doctrina, hasta el punto de poner muy nervioso a nuestro Carlos III, que prohibió mentar el asunto en las universidades. En Francia la prohibición real se había producido mucho antes. Sin embargo, d’Ors afirmaba que «la doctrina del tiranicio lícito es lo mejor que el pensamiento católico ha ideado, a lo largo de los siglos, para completar la doctrina paulina de la obediencia, sin desmentirla». Por todo esto me llaman ahora tanto la atención las llamadas directas a liquidar a Putin cuanto antes. Surgen de gentes de lo más moderadas, socialdemócratas y enemigas de la pena de muerte.

No quiero pecar (eso yo nunca quiero) de frívolo. Ni de cínico. Las entiendo: estamos ante una guerra que parece que no tiene fácil fin. Los que hablan con Putin (Macron, Scholz) nos cuentan que la cosa está fea de verdad. El mandatario ruso no se puede permitir otra cosa que una victoria aplastante sobre Ucrania. De modo que, mientras rija los destinos de Rusia, tendremos un problema. Y la solución tiranicídica parece rápida y casi aséptica. Tampoco parece repugnar a la justicia conmutativa pues él ha liquidado a sus opositores y críticos sin pestañear. De Talión ni hablamos.

Lo único que quiero señalar en este artículo es que muchísimos discursos muy exquisitos no resisten el contacto con la realidad. Ya pasó en España cuando algunos políticos que presumían extasiados de haber abolido la pena de muerte organizaron el terrorismo de Estado. Vengo observando que las proclamas buenistas no resisten ni siquiera el contacto con la mejor ficción. Son incontables las películas y las series en las que la víctima se toma la justicia por su mano y aplica la pena capital (sin juicio justo ni garantías procesales mínimas) al malvado. El público, por muy contrario que se crea a la pena de muerte, no puede reprimir una fuerte emoción aprobatoria. Eso choca mucho. El teatro del Siglo de Oro estaba más acompasado con el pensamiento político de su sociedad.

Pero más allá del arte, en la vida real, con el caso de Putin, se ve aún más claro, sin excusas narrativas. El clamor por el tiranicidio va a contracorriente de todo aquello que oficialmente se sostiene. No olvidemos que moralmente es mucho más arriesgado que una pena capital, donde tiene que haber un juicio, unos tipos penales previos, unos plazos procesales, una segunda instancia, unos abogados defensores, etc.

También el tiranicidio, según lo proponían los maestros, tenía que cumplir unas complicadas condiciones para su legitimidad. No es el caso. Aquí se pide que los rusos liquiden a Putin por la propia, pronto, como sea y si es por la espalda, y lo hace un general de su confianza, mejor que mejor.

Pero ya decía que no quería ser frívolo de ningún modo. El objetivo de este artículo no es discutir cuál sería la mejor solución para la guerra de Ucrania ni alentar yo por mi parte ningún magnicidio. Solo pretendo hacer notar que a veces nuestras líneas maestras de pensamiento y, desde luego, las del consenso público muy difícilmente superan la prueba del mínimo contraste con la realidad.

Debemos procurar ajustar nuestros discursos a las exigencias de la vida tal y como es. Con rigor. No para caer en la barbarie y en la vulneración de los derechos humanos de nadie, ni siquiera del tirano, sino para todo lo contrario. Para que no terminemos espantados por lo inesperado de lo esperable y, entonces, tiremos por la bañera no solo el agua sucia de nuestros discursos floreados, sino también al niño de los derechos naturales. 

Tenemos que pensar en la complejidad. Por eso, recordar y repasar a los grandes maestros de la Escuela de Salamanca y toda su teoría del poder y del Derecho Internacional no es una arqueología erudita. Cuanto más oscuros sean los tiempos, más luz de la razón y de los principios irrenunciables vamos a necesitar.

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