THE OBJECTIVE
Juan Marqués

Una carta a Theodor Kallifatides

«El anhelo de calma es percibido como vulnerabilidad, cuando no como cobardía o incluso “conservadurismo”»

Opinión
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Una carta a Theodor Kallifatides

Theodor Kallifatides. | Florence Montmare

Estimado señor Kallifatides:

Yo quería escribir una reseña, pero no soy capaz, siento que no basta, que de ninguna manera es suficiente. En ninguna reseña seria, por ejemplo, me admitirían contar que varias veces, durante la lectura de Timandra, me he tenido que levantar para exclamar «¡qué bonito, joder, qué maravillosamente bonito es esto que dice este hombre!»… Pero así ha sido, literalmente, y le aseguro que quien le escribe no se caracteriza por ser un hombre especialmente dado a las efusiones.

No es, claro, algo que me pille desprevenido. Desde que leí Otra vida por vivir ando enamorado de su literatura, hondamente impresionado por su voz, tan especial, tan suave y tan poderosa a la vez, tan diferente y tan relevante. Supongo que usted, a sus 84 años, torcerá el gesto al verse considerado «un autor emergente», pero así es como lo percibimos en España, a donde su literatura llegó con ese libro, en mayo de 2019, y creo de corazón que esa irrupción entre nosotros es una de las mejores noticias que se ha dado por aquí en estos años (en los que, por otro lado, fuera de la literatura, tantas malas noticias sorprendentes ha habido y sigue habiendo). No es que en España andemos necesitados, en absoluto: en contra de lo que afirman los críticos más cenizos y amargados, se publica muchísima buena literatura, hay talento por todos lados, y de hecho no hay tiempo físico suficiente para leer y asimilar todo lo que lo merecería. También hay mucho farsante exitoso, por supuesto, y muchos prestigios tan inatacables como insostenibles, muchos malentendidos en cuanto al «canon» contemporáneo… pero lo cierto es que se publica constantemente mucha buena literatura, y hay además muy buenos editores, muy buenas libreras, muy buenos lectores, muy buenas traductoras (como, sin ir más lejos, las suyas: Selma Ancira, Neila García y Carmen Vilela Gallego). Estamos viviendo, en ese sentido, buenos tiempos, mejores que casi cualquier otro, digan lo que digan quienes, por cualquier motivo, lamenten esa abundancia.

Sin embargo, faltaba usted. Eso es lo que se percibe siempre que se descubre a un «nuevo» autor, a alguien a quien no se había leído: no se le echaba de menos, pero eso es así hasta el momento exacto en el que llega. Es entonces cuando ya no se puede concebir el paisaje sin él, cuando nos preguntamos cómo hacíamos antes, en qué estábamos pensando. En ese sentido, es como lo que Timandra, su último personaje entre nosotros, pensaría del amor: alguien desconocido pasa a ser determinante, de un día para otro. Por eso los filósofos y los poetas se ríen de la prostituta Timandra en el ágora, cuando ella se atreve a hablar sobre el amor: es la risa que provoca el miedo, la incomodidad que producen las verdades que no convienen, no por inoportunas sino por inalcanzables, incómodas no por inmorales sino por casi imposibles.

Creo que Otra vida por vivir es ya el libro suyo que más veces he regalado. Yo no suelo regalar libros porque es un acto de una enorme responsabilidad: regalar libros implica arrebatar o reclamar a aquel al que se le regalan una porción considerable de su tiempo, y cierta inversión de atención y confianza, y algo de ilusión, incluso…, y eso siempre será un abuso. Hay que tener cuidado con eso, así en que yo siempre regalo libros breves, y libros infalibles. Con el suyo, en los dos sentidos, es imposible equivocarse. Solo sé de una persona a la que ese libro maravilloso no le guste: es alguien al que admiro mucho intelectualmente, así que seguro que esa lectura le pilló en un momento inadecuado.

Como ve, esto ya no es que no pueda ser una reseña, sino que empieza a no poder ser una carta, de modo que aprovecho el despropósito para contarle otra cosa, que nunca podría publicarse (aunque de hecho lo hice ya, en unas notas que salieron en su día sobre El asedio de Troya, donde, por cierto, se afirma que «la gente inteligente es siempre flexible»). Yo vivo en Madrid desde 2005, pero nací en Zaragoza, una ciudad que usted conoce porque una importantísima librería de allá, Cálamo, le concedió una vez un premio. Pues bien, en esa inmortal ciudad hay un melancólico tranvía municipal, y a él me subí yo, una vez, leyendo precisamente El asedio de Troya. Absorto como iba en la lectura (y acostumbrado a Madrid, donde uno valida el billete al entrar a la estación, y ya se desentiende al subir a los vagones), se me olvidó sacar la tarjeta y pagar así el viaje, de modo que seguí escuchando al sabio Néstor, y luchando con el valiente Agamenón, y sufriendo con la muy irresistible Helena… Y entonces, por supuesto, apareció un revisor, directamente surgido del Hades, y con aladas palabras me pidió explicaciones. Las recibió, muy desconfiado, pero cuando vislumbró el título del libro que yo llevaba, exclamó un comprensivo y hasta cómplice «ah, ilustrado amigo, cómo son los clásicos, ¿eh?, cómo atrapan los mitos»… Y ante la perceptible decepción de los testigos, que como salvajes aqueos pedían sangre en forma de alta multa, aquel buen hombre, sin duda el favorito de los dioses, permitió validar el billete en ese momento, haciéndose cargo de lo que había ocurrido. En resumen: que casi me obligan a pagar una sanción de 50 dorados euros por culpa de su talento literario. Pero Homero, siempre vigilante, acudió al rescate.

Llegué a El asedio de Troya, claro, espoleado por Otra vida por vivir, y después llegaron Madres e hijosLo pasado no es un sueño y ahora Timandra y en todos, aun siendo tan distintos (hay al menos tres líneas muy distintas entre esos cinco libros, al menos tres perspectivas, tres puntos de partida), encontramos esa prosa tan dulce que usted sabe conseguir y que lo es incluso al narrar sucesos pavorosos: el degollamiento de no sé cuántos cientos de muchachos de no sé qué ciudad como represalia por no sé qué suceso de qué guerra remota se narra de un modo que entristece, claro, pero no hace daño al lector, no hiere, no busca el sobresalto, sino exponer los hechos para insinuar desde ellos los asuntos que importan. Le agradezco mucho esa eficacia narrativa y ese tono y la piedad que usted arroja sobre sus propias criaturas, su compasión ante lo doloroso o lo insoportable, su deseo evidente de no perturbar, que es algo que no se lleva mucho en la literatura actual, donde explícitamente se busca sacudir, arañar, golpear (y eso sí que es un abuso violento). No solo allá fuera, en la realidad, sino que también dentro de la literatura se confunde la delicadeza con la debilidad, se confunde lo suave con lo frágil, el anhelo de calma es percibido como vulnerabilidad, cuando no como cobardía o incluso «conservadurismo».

Algo que tampoco me atrevería a publicar nunca, porque sería malinterpretado, pero que creo que usted no solo comprenderá, sino que compartirá, es que se podría distinguir, para empezar a entendernos, entre «literatura del cuerpo» y «literatura del alma». Últimamente predomina la primera, y no está mal, es algo que se entiende humana o psicológicamente, pero que literariamente es una pequeña calamidad irrelevante. La literatura del cuerpo, claro, sería esa que se consagra a narrar asuntos triviales, inanes, no pequeños (que suelen ser los grandes) sino baladís, que casi siempre, sobre todo recientemente, están relacionados con la egolatría, el narcisismo, esa obsesión por mirarse y celebrarse y reivindicarse que domina estos nebulosos años nuestros. Es el «empoderamiento» mal entendido, el «aquí estoy yo y voy a contar en una novela que se me ha roto una uña o no me han dejado cambiar unos pantalones, dado que todo lo que a mí me sucede es trascendental, aunque no sea significativo para nadie ni para nada». Se confunde la legítima necesidad de escribir con el ambiguo impulso de publicar, la llamada íntima de explicarse a sí mismo con la ansiedad editorial, y es ese un mal asunto, otro mal síntoma. Y lo peor de todo es que algunos de esos libros ni siquiera son malos, hay mayor o menor talento dentro, pero, aunque puedan hacer un provisional ruido social, no tienen ningún alcance, no tienen destino.

Pero, como dice Timandra, «el destino no tiene prisa». Siempre habrá autores que se entreguen a la «literatura del alma» y también los hay hoy. Entre el cuerpo y el alma (y lo digo, desde luego, como metáfora) ya se sabe qué es lo que se corrompe enseguida y qué es lo eterno y necesitamos de maestros que mantengan viva esa llama. Por eso me he atrevido a escribirle, para darle, de corazón, las gracias. Dejemos las reseñas para el mundo: hoy tocaba lanzar esta botella al mar.

Perdone el atrevimiento, este otro abuso, y reciba el abrazo de un lector.

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