La variable «tiempo»
«El secreto está en cómo inspirar a un electorado con tangibles cuando el dinero no va a sobrar»
Bases mal fundamentadas. Este término es una constante en los análisis a posteriori de cualquier crisis que puedan imaginar, especialmente si es económica. No dice mucho, es cierto. Es, de hecho, bastante genérico, pero sí que es verdad que es un buen sitio por el que empezar a tirar del hilo y buscar responsabilidades.
Cuando en octubre de 1992 en la Universidad de Richmond (Virginia) se enfrentaban en debate los tres candidatos a la presidencia de los Estados Unidos se produjo un capítulo que ha quedado grabado en la historia de los debates y de la preparación de candidatos.
Una mujer del público hace una pregunta: «¿Cómo creen que les afecta personalmente los niveles de deuda pública?»
Concreta y ligando a lo cotidiano una cuestión macroeconómica.
La pregunta pilla por sorpresa a los tres candidatos. ¿Quién iba a pensar que una de las preocupaciones del electorado eran las cuentas públicas?
Primero contesta Ross Perot y su respuesta solo puede ser calificada de superficial. Luego, el moderador da paso al presidente, Bush padre, y se produce una de las escenas que más se han repetido y revisado en las aulas de estrategia electoral. Parece despistado; le tienen que explicar el objeto de la pregunta varias veces; contesta mal, reinterpreta la pregunta… y, por si fuera poco, mira el reloj mientras se dirigen a él directamente. Todo mal.
Entonces, Bill Clinton, avanza desde su banqueta hacia quien hace la pregunta (los otros dos apenas se habían puesto en pie en sus turnos) y le cuenta que él ha estado al frente de una región pobre durante 12 años. Afirma que le ha pedido mucho al Gobierno de la Nación y que este le ha dado poco; puntualiza que ha visto cómo se destruía empleo y se cerraban negocios y que, desde su puesto de gobierno, conocía a quienes estaban detrás de esos negocios y a los que se quedaban en la calle.
En un movimiento elegante, extrapola desde lo regional a lo nacional y remata diciendo que la deuda no es sólo la culpable de esto, sino que es la ausencia de crecimiento.
A una pregunta concreta, una respuesta sintética y derivada, por tanto, de la experiencia.
En 1992, el déficit se elevaba a casi 300.000 millones de dólares y, cifra cuatro veces mayor que en 1981 y, de no hacer algo por solucionarlo, se proyectaba que se llegará a los 455.000 millones en 2000. Añadan, por completar, que la deuda tampoco pintaba bien.
Afirma Allen Schick que todo presupuesto es rehén de la economía y el presupuesto de 1993, el primero de los ocho años de mandato que tuvo Bill Clinton, se enfrentaba a un déficit federal ya una deuda de las que eran secuestradores y cómplices necesarios.
Cuenta Robert Rubin en su libro de memorias que, a los pocos días de ganar las elecciones y bastante antes de la toma de posesión, ya se le había encomendado dirigir el Consejo Económico. Esta oficina tenía una tarea y sólo una en el horizonte: reducir el déficit. Si se había detectado un problema grave y había que tomar medidas restrictivas, lo mejor era aplicarlas al inicio de legislatura (además los demócratas disfrutaban de mayoría en ambas cámaras).
Les diré que la reducción del déficit se hizo con recortes en la Administración Federal y en el gasto público; se equilibraron alivios fiscales (unos se eliminaron y otros se reforzaron); se incrementaron impuestos (entre gasolina y electricidad, se eligió la primera) y se bajaron los tipos de interés.
Se amortiguó la fiscalidad a autónomos y a los pequeños negocios. Su «Impuesto de Sociedades» se incrementó en 1 punto (hasta el 35%) a empresas con ingresos entre 10 y 15 millones de dólares, hasta el 38% de los 15 hasta los 18,3 millones y, de nuevo al 35% en aquellas empresas que ingresaran anualmente por encima del último intervalo.
Trasladando de nuevo a términos conocidos, su «IRPF», se incrementó del 31% al 36% para ingresos anuales superiores a los 115.000 dólares y, en un segundo tramo, al 39,6% para los superiores a 250.000 dólares. Además, se potenció la educación y la formación, favoreciendo bastante a las empresas tecnológicas e industriales.
¿Resultado? Para 1996 el déficit había bajado a los 107.000 millones de dólares y un año más tarde estaba en 22.000 millones. Desde los 290.000 millones de 1992… no está nada mal. Los demócratas aún defienden este periodo con el mismo nombre con el que se bautizó entonces: «Responsabilidad Fiscal».
Llámenme obsesivo del lenguaje, pero si unas soluciones son de responsabilidad fiscal, eso implica que las de los antecesores no. Vamos, que aquellas bases estaban mal fundamentadas.
Demos un salto temporal y situémonos en la crisis de 2008. En análisis posteriores tipo «la crisis que por poco termina con el capitalismo», demócratas del Capitolio, alguno de ellos a pocos meses de llegar a la Casa Blanca tras la que sería incontestable victoria de Barack Obama, criticaron que se dejara caer a Lehman Brothers. Mantienen aún hoy que fue una mala decisión, pero yo estoy con Austan Golsbee (asesor económico senior de Obama) cuando afirmaba que, de no haber sido Lehman, hubiera sido cualquier otro banco.
De hecho, Ben Bernanke dijo que «las decisiones tuvieron que tomarse en tiempo real» porque el dinero desaparecía de los mercados como si nunca hubiera existido.
En lo de 2008 culpen a quien quieran que, seguro, aciertan en la responsabilidad y, si están bien informados, puede que también, en cuanta parte de culpa. Ya habrán oído cosas como que los bancos dieron hipotecas a todo el que pasaba por la calle (que las daban), que se conformaron derivados financieros con productos de baja calidad y que las agencias de rating valoraban el producto completo por lo poco bueno que contenían. Vamos… bases mal fundamentadas. Sus consecuencias y soluciones nos son hoy familiares a todos.
¿La diferencia entre ambos ejemplos? El tiempo, porque posponer las decisiones produce dos efectos: (1) limita tus opciones y (2) te obliga a actuar cuando el desastre está encima.
¿Vivimos hoy un momento en el que merece la pena empezar a plantear soluciones ante una crisis? Llevamos varios meses, dos años casi, llamando «crecimiento» a lo que es una recuperación. Nos enfrentamos a una inflación que pasa ya de broma (casi que también de coyuntural), los tipos de interés empiezan a crecer y, mientras, todo apunta a una contracción de la economía ya que las previsiones de crecimiento no hacen más que ser revisadas a la baja.
Esta semana Juanma Moreno ha convocado elecciones en Andalucía argumentando que son necesarios unos nuevos presupuestos para encarar esta situación incierta (si no incierta, sí riesgosa). La oposición dice que no era necesario adelantar, que es electoralismo, pero tampoco ofrece una visión favorable del porvenir. Ni siquiera un reconocimiento del problema.
Nos enfrentamos a unas elecciones en las que lo accesorio puede nublar lo pragmático, pero… demonio, Clinton hizo una campaña de ideales para comenzar un mandato con tangibles (y muy tangibles). Hacemos campaña en verso y gobernamos en prosa, decía Mario Cuomo. El secreto está en cómo inspirar a un electorado con tangibles cuando el dinero no va a sobrar y, menuda sorpresa, el rival querrá hacer creer que cae del cielo.
Por otra parte, muy atrás queda ya la complacencia de la aprobación de los PGE-2022 por el Gobierno español. Unos presupuestos que, en absoluto, anticipaban esta situación. Ahora, la perspectiva de negociar unos nuevos con el mismo legislativo es… incómoda de mirar, cuanto menos, sobre todo si, en lo que se gasta el tiempo, es en pedir la dimisión de la ministra de Defensa.