THE OBJECTIVE
Juan Rodríguez Garat

Tablas sin gloria

«Parece obvio que Putin dilatará la guerra hasta que, como mínimo, haya expulsado al ejército ucraniano de los límites de las dos provincias secesionistas»

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Tablas sin gloria

Si la guerra entre Rusia y Ucrania fuera una partida de ajedrez, todos los analistas estarían de acuerdo en que ya está próximo su inevitable final. Como, por desgracia, no lo es —y como los analistas de los conflictos bélicos pisan un terreno menos firme que los de ajedrez porque el número de guerras reales es, afortunadamente, muy inferior al de las partidas jugadas— hay opiniones para todos los gustos. No es difícil encontrar quienes atribuyen a Putin, seguramente con razón, aspiraciones mayores que ese Donbás con el que ahora tendrá que darse por satisfecho. Tampoco faltan quienes sospechan que el líder ruso guarda valiosas cartas bajo la manga, aunque ningún dato objetivo parezca avalar esta hipótesis.

Descartada el arma nuclear, para la que ni siquiera hay blancos compatibles con el relato que Putin quiere imponer, ¿qué le queda al autócrata ruso para evitar unas tablas sin gloria? Se estima que Rusia ha comprometido ya en Ucrania unos 120 grupos tácticos de batallón, que constituyen al menos el 75% de su capacidad teórica de combate terrestre. Si la cifra es correcta, es probable que algunas de las unidades hayan tenido que entrar en combate sin siquiera haber completado su ciclo de adiestramiento. Tan inusual esfuerzo, imposible de sostener en el tiempo, no bastó para cercar Kiev, para entrar en Járkov o avanzar sobre Odesa en los primeros momentos de la guerra, cuando los soldados rusos estaban frescos y los ucranianos no habían comenzado su movilización.

¿Qué hay de las otras armas? La aviación rusa, que parece haber consumido ya buena parte de su munición de precisión, no ha conseguido el dominio del aire. Ni tiene presencia sostenida en la mitad occidental de Ucrania ni se ha atrevido a volar a baja cota para apoyar decisivamente a su infantería. Desde la pérdida del Moskva, la marina rusa tiene que limitarse al lanzamiento de misiles de crucero desde posiciones muy lejanas a la costa ucraniana.

No hay muchos más conejos en la chistera militar y es difícil entender qué hace pensar a algunos que Putin volverá a intentar entrar en Kiev, acercarse a Odesa o llegar hasta la Transnistria moldava ahora que Ucrania está alerta, mejor armada y con la moral robustecida por éxitos parciales pero significativos. Tenemos que creer a Putin cuando dice al pueblo ruso que concentrará su esfuerzo bélico en el Donbás. No porque esté arrepentido, ni porque sea sincero cuando asegura que la primera fase de la operación especial ha finalizado con éxito, sino porque no puede hacer otra cosa.

Algunos se preguntarán ¿cómo es posible que la poderosa Rusia del siglo XXI no haya conseguido repetir lo que Hitler hizo en Polonia hace 80 años? La aparente paradoja no es difícil de explicar: la profesionalización de los ejércitos no ofrece a los generales los números que se precisan para ocupar un gran país. No es un problema de hoy. Los tercios españoles fueron en su época el mejor ejército del mundo. Pero eran profesionales y, por ello, caros.

Ni siquiera en su mejor momento, cuando contaban con decenas de miles de soldados, fueron capaces de someter a un Flandes bastante más pequeño que Ucrania y mucho menos poblado. Cuando conquistaban una ciudad —algo casi tan difícil entonces como ahora— se rebelaba otra. Fue Napoleón quien, reinventando el concepto del pueblo en armas, consiguió poner en pie de guerra los ejércitos de cientos de miles de hombres que cambiaron la fisonomía de la guerra y, aún así, no es preciso recordar lo que le ocurrió en España.

Rusia tiene un modelo mixto de fuerzas armadas pero, de momento, no ha movilizado sus reservas. Si quisiera hacerlo, saltándose sus propias leyes que prohíben el empleo de reclutas en el extranjero, irritaría a las madres rusas con una medida extrema, de eficacia dudosa y que ni siquiera llegaría a tiempo para cambiar nada sobre el terreno porque hacen falta meses para adiestrar a un soldado.

Apostemos pues por las tablas, pero no celebremos en exceso el futuro alto el fuego. Es muy probable que, como en la Guerra de Invierno contra Finlandia en 1939, Rusia sepa compaginar una campaña militar torpe y desafortunada con un éxito estratégico parcial, reteniendo cada metro cuadrado del territorio que haya conseguido ocupar en el sur y en el este de Ucrania. ¿El precio? Además de las sanciones, el desprestigio internacional y los miles de muertos, Putin habrá contribuido involuntariamente a un objetivo que no perseguía: será él quien habrá reforzado la identidad nacional de Ucrania, una identidad que la enfrentará definitivamente a Rusia en lugar de situarla a su lado.

¿Qué objetivos necesita alcanzar Putin para que las tablas sean aceptables? En cada artículo sobre la guerra, la prensa rusa repite machaconamente este párrafo de contextualización: «A mediados de febrero, debido al agravamiento de la situación en el Donbás como consecuencia de los bombardeos del ejército ucraniano, las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk pidieron el reconocimiento de su independencia. El 21 de febrero, el presidente ruso, Vladimir Putin, firmó el decreto correspondiente. El 24 de febrero, Moscú lanzó una operación especial para proteger a la población civil del Donbás.»

Parece, pues, obvio que Putin dilatará la guerra hasta que, como mínimo, haya expulsado al ejército ucraniano de los límites de las dos provincias secesionistas. Por desgracia para sus ciudadanos, la martirizada ciudad de Mariúpol está dentro de esos límites. No habrá ninguna posibilidad de alto el fuego mientras no se decida definitivamente la suerte de esta ciudad, en cuya gran factoría metalúrgica todavía resisten heroicamente algunos centenares de soldados ucranianos.

No hay duda de que Putin tiene prisa para finalizar las operaciones. Carece de relevos para sus grupos tácticos y sabe mejor que nadie que tendrá que declarar un alto el fuego antes de agotar la capacidad ofensiva de sus fuerzas, valor intangible que depende mucho de la moral de sus hombres. El tiempo juega en su contra y pondrá toda la carne en el asador, sin importarle demasiado la vida de los civiles que todavía no hayan abandonado el Donbás o las bajas propias, seguramente más abundantes entre los voluntarios de las milicias prorrusas de Donetsk, carne de cañón de la que el líder ruso no tendrá que rendir cuentas.

¿Cuándo llegará el alto el fuego? Aunque la suerte de la guerra es impredecible, es probable que el ejército ruso, que dispone de mayor potencia de fuego y capacidad de maniobra, pueda expulsar al ejército ucraniano de los límites del Donbás en algunas semanas. Por eso, la mayoría de los analistas militares, los medios rusos y hasta algunos portavoces ucranianos coinciden en que el alto el fuego —que no el fin de la guerra— está próximo. Aunque cada día parezca más difícil, muchos todavía esperan que la «operación especial» termine antes del 9 de mayo, día en que los rusos celebran la victoria en la Segunda Guerra Mundial. 

¿Cómo será el final? Con toda certeza, no acordado. Ucrania no ha sido derrotada y no cederá territorio voluntariamente. Sin acuerdo, no se firmará una paz que ponga fin a la «no guerra». En lugar de aceptar la desmilitarización, Ucrania se armará hasta los dientes para evitar una próxima vez. Como ocurrió en Crimea, Rusia se anexionará las dos provincias rebeldes y, probablemente, las más valiosas de sus conquistas en el sur de Ucrania —incluidas las que le permitirán mantener el acceso terrestre a Crimea— después de referéndums ilegales precedidos de un expeditivo proceso de limpieza étnica. Tal anexión, que permitirá a Putin amenazar a Ucrania con ilegítimos bombardeos de represalia sobre Kiev si intenta recuperar el territorio perdido, será rechazada por la Asamblea General de la ONU y reconocida exclusivamente por los sospechosos habituales: Bielorrusia, Venezuela, Siria, Nicaragua y, si su líder está de buenas, quizá Corea del Norte.

Por desgracia, un alto el fuego así no pondrá fin a las tensiones bélicas ni a las sanciones económicas. Finalizados los combates, la ciberguerra —casi la echamos de menos— y la guerra híbrida volverán a las primeras páginas de los periódicos. Ni Rusia ni el mundo serán más felices. Ni siquiera Putin, desde su torre de marfil, encontrará razones para esbozar una sonrisa. ¿Algún motivo para el optimismo? Quizá la esperanza, ingenua y tantas veces defraudada, de que esta vez la humanidad sepa asimilar los desafíos del momento, que van desde el fracaso de la ONU al papel de un arma nuclear que ha pasado de ser garante de la paz —única justificación de su amenazadora existencia— a constituirse en escudo de un régimen agresor.

La esperanza de que, a medida que madura la humanidad, los pueblos del mundo empiecen a exigir a sus líderes que se atrevan a crear las estructuras de seguridad que, superando derechos anacrónicos como el de veto, ayuden a construir un mundo mejor.

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