Cuando votar es elegir el mal menor
«El presentismo informativo sirve a unos partidos mucho más interesados en alcanzar el poder o conservarlo que en gobernar»
Los buenos datos del empleo han desembocado en loas o matices dependiendo del enfoque partidista. Para los partidarios del Gobierno, se trata de un hito histórico; para la oposición, si bien se dan por buenos, se le atribuye la mayor parte del mérito a la vuelta a la normalidad de la hostelería y el turismo, y se señala que el 60% de los contratos indefinidos son a tiempo parcial o fijos discontinuos, por lo que su auge no supone una mejora significativa de la precariedad laboral.
Unos ven el vaso medio lleno y otros, medio vacío. Sin embargo, la vigencia informativa de los datos de empleo es por definición efímera: apenas 24 horas. De hecho, según escribo estas líneas, los ofrecidos este pasado miércoles ya han pasado a mejor vida. Exceptuando a algunos esforzados analistas, lo único que importa es instrumentalizar esta información de forma partidista. Después, el asunto rápidamente se olvida hasta la siguiente actualización. Y vuelta a empezar.
Este presentismo informativo sirve a unos partidos políticos por lo general mucho más interesados en alcanzar el poder o conservarlo que en gobernar, que son cosas muy distintas, pero impide construir un retrato cabal de la gravísima situación de España. La complacencia de los gobiernos cuando el empleo aumenta y la acerada crítica de la oposición cuando se desploma se constituye en montaña rusa sin sentido, por cuanto el sube y baja incesante no altera el hecho de que España ocupe tradicionalmente las últimas posiciones en materia de empleo en la Unión Europea o que doble la tasa paro de los países de la OCDE. Lo mismo cabe decir de la economía en general, cuyos aparentes vaivenes no cambian el hecho de que nuestro PIB per cápita sea hoy el mismo que en 2005, es decir, hace 17 años, o que nuestra deuda pública no deje de aumentar por más que suban los impuestos.
Al final, quien más, quien menos, todos hemos asumido que España no tiene remedio. Una visión fatalista que favorece la dinámica partidista imperante, según la cual votar consiste en elegir el mal menor, sin que quepa esperar cambios, y se obvia el problema de fondo: que nuestro Estado haya devenido en un Estado de acceso restringido, en vez de evolucionar hacia un Estado de libre acceso como ha sucedido en otros países con más éxito que el nuestro.
Como explica Douglas C. North et al., en Violence and Social Orders (2009), al fin y al cabo, si la función del Estado es hacer cumplir los derechos de propiedad y, mediante el monopolio de la coerción, maximizar el rendimiento de los impuestos y redistribuir la riqueza, los gobernantes, movidos por su propio interés, en vez de propiciar la corrupción y la inoperancia, deberían incentivar una sociedad más abierta y competitiva, eliminando las barreras de entrada a la economía, ya que al hacerlo obtendrán un pastel mucho mayor. Sin embargo, numerosos estados, como parece ser el caso de España, avanzan en dirección contraria. ¿Por qué?
Para ambos modelos de Estado lo principal es asegurar su propia supervivencia, de ahí que el modelo de Estado de libre acceso y el de acceso restringido proporcionen un necesario orden social. Sin embargo, mientras que el primero apuesta por el libre acceso a la política y a la economía para asegurar la estabilidad y la prosperidad, el segundo hace lo contrario: restringe el acceso al sistema político y económico. La razón de que esto suceda es en esencia sencilla: las rentas no competitivas y los privilegios generados por las barreras de entrada pueden ser utilizados para establecer compromisos entre los grupos que conforman el poder, evitando que se enfrenten entre sí ya que sus posiciones de privilegio dependen de la continuidad del statu quo. Se limita así la competencia económica para crear privilegios y detraer rentas no competitivas, y luego se usan esos privilegios y rentas para comprometer el apoyo de los grupos de poder. Esto, si bien garantiza la supervivencia del Estado, reduce el sistema económico a una mera herramienta con la que la coalición gobernante se perpetúa adjudicando rentas y derechos discrecionalmente, lo que da lugar a la concentración del poder político-económico y el empobrecimiento paulatino del país.
El término «coalición gobernante» hay que entenderlo en un sentido que trasciende las coaliciones partidistas tradicionales que pueden conformar un gobierno. Así, en el caso de España, esta coalición gobernante estaría compuesta por dos grandes partidos (el bipartidismo), los partidos nacionalistas y los llamados «agentes sociales», fundamentalmente determinados sindicatos y asociaciones patronales que, en realidad, no representan ni a los trabajadores ni a los empresarios, sino a unas minorías. La coalición gobernante sería, pues, una institución informal que controlaría las organizaciones políticas mayoritarias, el asociacionismo civil, los medios de información, las finanzas y los grandes negocios. Esto explicaría una de nuestras características más distintivas: la inexistente separación entre lo público y lo privado, pues en España casi todo es susceptible de convertirse en un recurso, renta o privilegio con el que negociar y comprar apoyos y voluntades.
La evolución hacia un sistema de acceso restringido ha sido la consecuencia, por mucho que se diga lo contrario, seguramente no deseada, al menos no en origen, de un modelo político que, en manos de partidos cada vez más autoritarios y ajenos al interés general, ha acabado incentivando las relaciones personales (favoritismo, prebenda, privilegio) y desincentivando las impersonales (competencia, mérito, esfuerzo), lo que a su vez ha socavado la democracia y neutralizado la libre competencia. En lo político, los derechos han sido reemplazados por privilegios; y en lo económico, el cambalache del BOE ha arruinado la competitividad.
Con todo, lo peor es que los modelos de Estado de acceso restringido no tienen salida a largo plazo. Tarde o temprano la incapacidad de proporcionar y asegurar un crecimiento económico sostenido que proporcione prosperidad, la incompatibilidad con un sistema de incentivos y recompensas justo y previsible, así como la demanda creciente de privilegios de los grupos de poder, en contraposición a recursos por fuerza cada vez más escasos, desemboca en el enfrentamiento y, finalmente, la ruptura de la coalición gobernante, que es lo que parece estar sucediendo en el caso español desde hace tiempo, como demuestra un Partido Socialista que José Luis Rodríguez Zapatero echó al monte, y que Pedro Sánchez ha llevado al siguiente nivel, y la indisimulada rebeldía del separatismo catalán, que quiere fundar su propio Estado de acceso restringido. Para evitar que la ruptura se consume, se postularía el PP de Alberto Núñez Feijóo, pero Feijóo, estatista y autonomista convencido, de ningún modo estaría dispuesto a ir más allá, como demuestra su modesto plan económico y, sobre todo, un discurso que parece más orientado a buscar apoyos por arriba que a convencer al común. Sin embargo, lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible.