Sánchez no tiene la culpa de nada
«Sánchez podría llegar a repetir su Gobierno con cualquier jugada parlamentaria, incluso con alguna poco ortodoxa»
No parece fácil elegir la cualidad más notable de entre las que, para bien o para mal, adornan a Pedro Sánchez, un presidente que nada tiene que ver con ninguno de los anteriores, al menos según mi opinión. Entre el público conservador es corriente considerar que Sánchez es, como suelen decir, un Zapatero bis, pero esa impresión oculta con toda probabilidad el escaso afecto que se siente por ambos, del mismo modo que es posible que hayan existido, en el lado opuesto del espectro político, los que sostenían que Rajoy era un Aznar bis.
¿Tiene algún interés político tratar de conseguir una caracterización definida y creíble de Sánchez, más allá de la que se obtiene aplicando el filtro partidario? Traigo a colación este asunto porque creo que es algo que contribuye a explicar el peculiar estado de ánimo electoral que ha dominado el discurrir de esta legislatura y que, en particular, ayuda a entender las dificultades que experimentó Pablo Casado para armar una alternativa eficaz frente al gobierno de Sánchez y que han supuesto un abrupto cambio en la dirección del PP. Si lo que apunto fuese cierto, el éxito de Feijóo para invertir la situación en su favor (partiendo del hecho de que, ahora mismo, el resultado final se adivina incierto) residirá, en alguna medida, en acertar a definir a Sánchez de un modo que resulte convincente y persuasivo, no solo para los ven a Sánchez como una nueva representación del mal absoluto, sino para gentes menos convencidas.
Parece fuera de duda que Sánchez no está siendo uno de esos presidentes, raros, desde luego, que pueda pasar del magro apoyo inicial a una mayoría absoluta, pero, ahora que están en la mente de todos, esas victorias impensadas y casi en el último minuto, sería bueno tener presente que Sánchez podría llegar a repetir su Gobierno con cualquier jugada parlamentaria, incluso con alguna poco ortodoxa.
La única manera en que parece posible evitarlo no es, sin más, ganar las elecciones, un marbete que se emplea con demasiada ligereza, sino conseguir que más de 175 diputados decidan investir a un presidente distinto a Sánchez, si es que Sánchez repite su candidatura al frente de lo que todavía sigue llamándose PSOE, esto es Partido Socialista Obrero Español, y diferente también al que pudiere ocupar su lugar en las próximas elecciones generales.
Aunque diversas encuestas apuesten ahora mismo por un cambio de mayorías, que sería bastante razonable, no es seguro que ese cambio vaya a darse y es tentador pensar que la razón de que el cambio no esté garantizado podría residir en alguna de las cualidades de Pedro Sánchez, en alguna habilidad que sus oponentes no han sabido convertir en motivo de desconfianza o de descrédito. Si se acepta este análisis también habría que preguntarse, en buena lógica, por las razones por las que las fuerzas de oposición no han conseguido hacerlo.
No cabe mucha duda de que Sánchez parece estar consiguiendo superar una legislatura de enorme dificultad, tanto por razones externas, como por la gran precariedad e impertinencia de sus variopintos apoyos de investidura. Tal vez la causa de que haya podido superar hasta ahora tanta adversidad esté, precisamente, en la forma en que consigue que se valore su actitud ante las desventuras, la larguísima pandemia, el desastre económico y las consecuencias de la invasión de Ucrania, y su actitud ante el carácter levantisco y desleal de varios de los socios que resultan más inverosímiles para un partido como debiera ser el PSOE que Sánchez ha hecho suyo.
Sánchez ha conseguido aparecer muchas veces como víctima de todas esas diversas situaciones y ha tratado de evitar, con bastante éxito, que se le pueda considerar culpable de cualquiera de ellas. De la pandemia, en la que entró con pésimo píe, le ha salvado lo que José María Pemán consideraba que era el mejor consuelo posible de gobernantes, el mal de todos. Apoyado en ese argumento casi ha conseguido presentar a sus oponentes como la «alianza de los amigos del virus», un objetivo sin duda absurdo, pero que ha contado con quienes siguen creyendo que lo peor que les puede pasar no es ningún virus, sino el triunfo de la derecha.
En medio de las desgracias, Sánchez ha escogido siempre la retórica de la esperanza, desde «hemos vencido al virus» o «salimos más fuertes» hasta depositar sus objetivos en décadas lejanas haciendo creer que las dificultades del presente eran signo suficiente de que se avanzaba por el buen camino, una estrategia que, por cierto, nunca ha sido extraña a los socialistas («Por buen camino» fue el eslogan de Felipe González en 1986). De manera similar, cuando sus socios le han apretado las clavijas e indignado a muchos españoles del común, Sánchez ha presentado sus cesiones como el precio a pagar por una reconciliación nacional, digamos, definitiva. No son muchas las personas que hayan creído esas explicaciones, pero siempre ha procurado verse colocado en el papel de víctima, muy lejos de cualquier culpa.
Sugiero que esta es la clave que le ha permitido convertir en fortalezas una serie bastante obvia de debilidades. La reciente maniobra en el asunto Pegasus está calcada sobre este esquema: Sánchez no tiene la culpa de nada, es una víctima más. No está claro que la estrategia consiga sacarle del atolladero en esta ocasión, pero al menos ha intentado desplazar del foco una responsabilidad evidente. Si se escucha a sus voceros da la sensación de que la responsabilidad de lo ocurrido, por espiar y por ser espiado, no es suya en ningún caso, podrá ser del CNI, como si el servicio actuase a su antojo, tal vez de algún juez demasiado patriota, pero nunca de Sánchez que, para colmo, parece haber experimentado en sus carnes esa dolorosa lacra del espionaje tan alejada de sus principios.
Pío, pío, que yo no he sido, como en el cuento infantil, y así ha ido soportando las enormes dificultades del cargo y por ello se siente en condiciones de pedir a los españoles que no le juzguen mal, porque él siempre ha intentado lo mejor, aunque el resultado pueda parecer penoso. La cultura política vigente en la sociedad española ha hecho posible el éxito, por relativo que se considere, de esa manera de ser y de actuar. Desde la dictadura, por lo menos, los españoles se han acostumbrado a considerar que el Estado es una entidad protectora y paternal, como una realidad de la que se puede esperar lo mejor y a la que no cabe atribuir nada malo.
A una mayoría muy nutrida de españoles les sigue pareciendo que el gobierno es bueno y nos protege, nos da subvenciones y nos garantiza, junto a otros bienes menores, la mejor educación, la mejor sanidad y una jubilación muy generosa, así que son muchos los que creen que hay que ser comprensivo cuando los políticos sociales tratan de hacerlo lo mejor que pueden y no les sale bien. Sin que esa cultura deje de ser mayoritaria y sin que las alternativas más liberales aprendan a no ser éticamente sospechosas, es muy difícil cambiar el panorama de fondo. Los que atacan de frente sin reparar en el clima imperante se pueden encontrar con que sus ímpetus refuerzan la fortaleza contraria, tal vez salvo en Madrid, y está por ver.
Reprochar a Sánchez que solo trata de mantenerse en el poder, es justo, pero es un retrato que conviene, como poco, al 99% de los políticos. Sin los extremismos ideológicos de Zapatero, con mucha mayor flexibilidad ante las demandas de la UE y frente a lo que representan los EEUU, aunque apenas le saluden en las cumbres, Sánchez ha conseguido reflejar muy bien esa caracterización de la izquierda que se reduce a culpar a la derecha de todos los males, tanto cuando gobierna como cuando, según ellos, no deja gobernar. Sánchez se esfuerza en parecer tan inmaculado como la izquierda, que siempre pretende ser valorada por sus intenciones pero nunca se siente responsable de las consecuencias de sus políticas, y no le va tan mal.