THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

El rostro de Pedro Sánchez

«La historia de los gobiernos de España desde la Transición podría resumirse en el rostro que nuestros presidentes han mostrado ante la oposición en el Congreso»

Opinión
Comentarios
El rostro de Pedro Sánchez

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. | Alberto Ortega (Europa Press)

Ahora que las mascarillas van desapareciendo poco a poco, el rostro vuelve a desvelarnos la profundidad de su apariencia. Hemos vivido más de dos años emboscados, reducidos a la expresión de los ojos, que se habían convertido en la única sede del alma. La liberación pública de nuestras facciones invita a reflexionar acerca de la importancia política de la cara mientras volvemos a apreciar el semblante de nuestros conciudadanos y redescubrimos el de nuestros gobernantes, por ejemplo en el Congreso. Ver cada miércoles, en la sesión de control, el rostro desnudo de Pedro Sánchez es, en muchos sentidos, una lección moral.

Uno de los primeros en reflexionar acerca de la importancia del rostro fue Cicerón en Las leyes: Nam cum ceteras animantes abiecisset ad pastum, solum hominem erexit et ad caeli quasi cognationis domiciliique pristini conspectum excitauit, tum speciem ita formauit oris, ut in ea penitus reconditos mores effingeret.  Nam et oculi nimis argute quem ad modum animo affecti simus, loquuntur et is qui appellatur uultus, qui nullo in animante esse praeter hominem potest, indicat mores, quoius uim Graeci norunt, nomen omnino non habent. (Romanicemos internet: «Mientras que a los demás animales había inclinado al pasto, sólo al hombre erigió [el dios] y estimuló así a que contemplara los cielos lo mismo que a sus familiares y su viejo hogar, luego formó de tal manera su semblante que en él moldeó sus hábitos más ocultos (penitus reconditos mores). En verdad, por una parte, los ojos, demasiado agudos, muestran qué ánimo nos afecta, por otra, aquello que llamamos rostro (uultus), que en ningún animal, salvo en el hombre, puede existir, expresa los hábitos (indicat mores), cuya fuerza los griegos conocieron, aunque no tenían en absoluto nombre para ella». 

Cicerón nunca dejaba pasar la oportunidad de intentar demostrar la superioridad de Roma sobre Grecia, desesperado, por ejemplo, ante la capacidad de abstracción que la prodigiosa lengua griega tenía gracias al artículo determinado, origen de todo el pensamiento europeo. (El latín es una lengua de objetos, de gentes acostumbradas a manipular la tierra). Pero en esta ocasión no le faltaba razón. Los griegos no tenían aún una palabra equivalente al latín uultus, puesto que su kára se refería sobre todo a la cabeza, aunque Sófocles ya utiliza el término, al menos en una ocasión, en un sentido parecido al que desarrollarían los romanos, que fueron los primeros en dar al rostro una significación política. Ovidio, en una imagen que cautivó a Baudelaire, también dejó escrito que los dioses habían dado al hombre una cara para que pudiera levantarla y admirar el firmamento. Los animales carecen de rostro porque no tienen la capacidad de contemplar. Nadie ha abordado mejor esta cuestión que Rafael Sánchez Ferlosio en las notas a su traducción de Jean Itard: «Solo al hombre parece, pues, que le es dada en toda su pureza la singular disposición y –me interesa subrayarlo– actividad anímica en que consiste el ser mero espectador; sólo él es capaz de mirar sin ser subjetivamente incitado desde dentro ni sentirse aludido desde fuera; sólo sus ojos ven la quietud e incluso la tiniebla, y sólo sus oídos llegan a oír el mismísimo silencio». 

Siguiendo a Cicerón, Montaigne también estuvo muy interesado en la fisonomía, a la que dedica uno de los capítulos de sus Ensayos. Ahí el Señor de la Montaña distingue entre dos tipos de fealdades, la que recubre a un alma muy bella, caso de su amigo La Boétie, y otra que llama «deformidad» y que afecta a lo interior: «No todo calzado de cuero bien pulido, sino todo calzado bien formado, muestra la forma interior del pie. Así, Sócrates decía de la suya que delataba exactamente lo mismo en su alma, de no haberla corregido con la educación. Pero, al decirlo, me parece que se burlaba según su costumbre, y jamás alma tan excelente se hizo a sí misma». Recuerda luego Montaigne la definición que Sócrates daba de la belleza: «Una breve tiranía». Cuánta venganza de viejo enamoradizo hay en esa observación cruel y exacta. 

Como se ve, la historia del rostro contiene una rica tradición de especulaciones entorno a nuestra naturaleza y nuestra condición política. Analizar la fisonomía del gobernante puede ser muy útil a la hora de entender sus motivaciones. Shakespeare hizo del rostro el escenario metafórico de las convulsiones del poder. Cuando está a punto de ser destronado por Bolingbroke, Ricardo II aún mantiene la dignidad real, según apunta York: «Yet he looks like a king. Behold, his eye, / As bright as the eagle’s, / lightens forth / Controlling majesty». («Y aún así parece un rey. Fíjate cómo su mirada, brillante como la de un águila, / relampaguea y domina la majestad»). Hasta hace poco, reyes y presidentes eran muy conscientes de la importancia del gesto público. Margaret Thatcher –personaje por lo demás abominable– se mantuvo impertérrita cuando sir Geoffrey Howe, su ministro de Exteriores, expuso en la Cámara de los Comunes las razones de su dimisión, una catarata de improperios, desacuerdos y sarcasmos que no consiguieron mover ni una pestaña en el rostro de la la primera ministra, que escuchó el repudio con una actitud a la vez atenta e inescrutable, mientras los diputados laboristas se partían de risa. 

La historia de los gobiernos de España desde la Transición podría resumirse en el rostro que nuestros presidentes han mostrado ante la oposición en el Congreso. Adolfo Suárez, que no era un buen parlamentario, se mantuvo siempre con un gesto adusto, sereno y preocupado ante la furia de Felipe González. Su expresión transmitía dignidad, suficiencia, coraje y la capacidad de disimulo propia del jugador de póker. Suárez pertenecía a una generación que no estaba acostumbrada a verse contantemente en la pantalla. Por eso su forma de mirar y atender conservaba aún cierta autenticidad. Felipe González, transformado en presidente, congeló su gestualidad idiosincrásica y aguantó con gesto grave y estoico el asedio de todos sus adversarios. Quizá tan sólo Julio Anguita conseguía sacarle un poco de quicio. Pero casi nunca abandonó esa expresión entre dura y melancólica que Ferlosio describió una vez de forma brutal cuando lo comparó a «un enorme gatazo castrado de mirada tontiastuta». (Hay que recordar que Ferlosio estaba contestando al presidente, cuando éste, a su regreso de un viaje a China, se trajo un refrán que asumió como leyenda de su cinismo ideológico: «Gato blanco, gato negro; lo que importa es que cace ratones»). El rostro de José María Aznar está genéticamente incapacitado para expresar la más mínima emoción, hasta el punto de que parece la natural consecución de esa actitud ante la adversidad que los ingleses llaman to keep a stiff upper lip y que su espectral bigote parecía custodiar incluso en las pocas y prescindibles veces en que sonreía. Algo parecido, por cierto, le ocurría a Leopoldo Calvo-Sotelo, que a todo ponía, como dicen los alemanes, ein Gesicht wie drei Tage Regenwetter, una cara de tres días de lluvia. Nuestra cara de acelga. O de palo. 

Tras los ocho años del rigor mortis de Aznar, la sonrisa seráfica de José Luis Rodríguez Zapatero llegó al poder. Pero al mismo tiempo su alma leonesa, más fría que sus ideas, se impuso en los debates parlamentarios y siempre se le vio aguantar con aire circunspecto e inalterable la inclemencia verbal de Mariano Rajoy. Rajoy, por su parte, cuando finalmente alcanzó la presidencia, siguió con la cara que ya tenía, a veces desencajada por ese tic que en el calor de la discusión le ponía al borde de la exoftalmia, parapetado tras su barba y esa especie de rebufido prognático que le servía tanto para ventilar su timidez como su indiferencia o sus habituales sarcasmos. Sus duelos con Alfredo Pérez Rubalcaba fueron los últimos destellos de un parlamentarismo que ya ha desaparecido, sustituido ahora por el espectáculo, la demagogia moral y el exhibicionismo sentimental.

Analizar el rostro de Pedro Sánchez –al que vimos lloriquear imperdonablemente cuando su partido le echó– es una buena manera de entender los cambios que ha supuesto su presidencia, sobre todo ahora, desenmascarado cada miércoles en las sesiones de control. Si la cámara le enfoca, él enseguida cobra conciencia de su aspecto, se mira de reojo en la pantalla y de pronto –esto era aún más evidente con la mascarilla– se queda prendado de sí mismo, bizqueando, como si alguien –sin duda él mismo– le estuviera mirando muy de cerca. Cuando algún diputado se dirige a él con especial dureza, el presidente suele esbozar una sonrisita de tonto de la clase al que el profesor ha vuelto a regañar. Si la diatriba es especialmente dura, entonces él empieza a cabecear, enarca nervioso las cejas y emite todo tipo de desprecios y ascos faciales, la típica estrategia corporal y callejera de quien se sabe sin argumentos pero, precisamente por ello, se ve en la obligación de fingir indignación ante unas acusaciones irrebatibles. De entre todos los presidentes que hasta ahora hemos tenido, Sánchez es sin duda el peor parlamentario. Su sintaxis es todavía más cubista que la de Zapatero. Y al pobre le cuesta acabar las frases. Como es consciente de ello, sustituye su pésima oratoria con todos esos gestos de impotencia, hace ver que no escucha mientras se dirigen a él e incluso se permite la frivolidad de intercambiar chascarrillos con Nadia Calviño, que le sigue el juego con una obsecuencia vergonzosa. 

Todo esto no tendría ninguna importancia si no fuera porque Sánchez es el primer presidente que ha olvidado lo que sus antecesores, de forma consciente o sobrevenida, habían asumido al llegar al poder y que se resume en la idea tácita de que el uultus del gobernante es un rostro vacante que debe mantener aquellos hábitos recónditos de los que hablaba Cicerón en impasible armonía, sumergidos, tratando de que la belleza o la deformidad del alma no se transparente. Los presidentes de Gobierno encarnan la secularización de aquella idea medieval de los dos cuerpos del rey. En su caso no tienen un cuerpo divino y otro humano, sino uno democrático y otro mortal.  Por tanto, cada vez que Sánchez deja que en su rostro aflore su alma de forma tan ostensible e indecorosa, no está despreciando, como él cree, a sus adversarios, sino dejando que su expresión más instintiva y ruda –su cuerpo mortal– mancille a todos sus representados –su cuerpo democrático–, es decir, a todos y cada uno de los ciudadanos de este país. 

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D