La venganza del campo
«El campo comienza a resarcirse de quienes, durante décadas, lo despreciaron»
La venganza del campo. Tarde o temprano, tenía que llegar y, desgraciadamente, ya está aquí. Ya anticipamos, bajo ese título, las insuficiencias alimentarias por venir. No hacía falta ser un genio para vislumbrar que, algún día, la agricultura se vengaría de una sociedad urbana que la ridiculizó y minusvaloró. Y, como no podía ser de otra forma, el campo comienza a resarcirse de quienes, durante décadas, lo despreciaron e ignoraron. La agricultura, vejada por la sociedad urbana posmoderna, soberbia y altiva, languidecía aplastada por bajos precios, envejecimiento y olvido. Avisamos, advertimos. Garantizar la alimentación era nuestro primer deber, pero nadie escuchó la voz sensata de quienes reivindicaron el papel indispensable de los agricultores como productores de los alimentos que nos permiten vivir. Y, al modo bíblico, la venganza ha tomado forma de escasez de alimentos, con el riesgo de hambruna en los países pobres.
Todos los días leemos con inquietud los titulares de prensa. El trigo ucraniano se pierde sin poder salir de puerto, la India prohíbe la exportación de trigo; Camboya o Vietnam la de arroz, entre otros muchos dislates. ¿Qué ocurre? Si hasta ayer sobraban alimentos, ¿por qué parecen faltar ahora? Vayamos por partes. La escasez alimentaria, ¿se debe a problemas agronómicos? ¿Es que la agricultura y la ganadería son incapaces de abastecer la demanda mundial? No, en absoluto. En condiciones normales, sin restricciones comerciales, aduaneras y arancelarias, la producción mundial de alimentos bastaría y sobraría para suministrar suficiente comida, en cantidad y calidad, como para abastecer a la, todavía, creciente población mundial. ¿Cuál es entonces el problema? El problema no radica en la insuficiente producción agraria, sino en los desajustes que se producen en su distribución global. Y no nos referimos a desajustes climáticos, de plagas o de insuficiencia hídrica – que afectan indudablemente -, sino a los más determinantes de ellos, a los desajustes producidos tanto por el derrumbe de la globalización, como hasta ahora la entendíamos, como por el uso de la alimentación como arma geopolítica.
Tras la caída del muro de Berlín, la globalización y la revolución tecnológica –entonces se denominaba así– fueron las líneas fuerza que rigieron la política y la economía mundial. La transformación digital aún acelera su marcha, pero la globalización, tal y como fue diseñada en los años 90, ha terminado abruptamente. Fue en el mandato Trump cuando las fuerzas pensantes de EEUU se percataron de que las reglas globalizadoras de fronteras abiertas y libre mercado de bienes y servicios favorecían a China. Por eso, decidieron cambiarlas y regresar a políticas proteccionistas que creíamos por siempre periclitadas. La administración Biden continuó con la nueva doctrina. Además, consideraron abiertamente a China como un rival y acusaron a sus tecnológicas de espionaje. El episodio con Huawei fue revelador del juego recíproco de desconfianzas. Ya no nos fiamos los unos de los otros, por lo que los mercados tecnológicos se fraccionarán en los bloques recíprocos en los que cada uno se encuentre. El reciente tortazo en las cotizaciones de las tecnológicas se debe, al menos en parte, a la constatación de que el mercado potencial de usuarios ya no es de 7.500 millones de habitantes del planeta, sino de muchísimos menos, dado que miles de millones de personas serán excluidas de sus posibilidades comerciales. La globalización de fronteras abiertas ha finalizado y eso genera constantes y cambiantes desajustes en el comercio mundial, acostumbrado como estaba al perfecto engranaje de relojería de un mundo global y de fronteras abiertas. Veníamos de un sistema equilibrado y eficiente y nos adentramos en uno de perfiles inciertos e insospechados. Hasta que se alcance un nuevo equilibrio, se producirán desajustes, hoy de microchips, mañana de contenedores, pasado mañana de determinados alimentos, el otro, quién sabe.
Pandemias y guerras agravan el grave desajuste que sufre un mercado mundial en el que la oferta ya no casa con facilidad con la demanda. Aquel eficiente engranaje del mundo global se ha averiado y mientras no consigamos un nuevo equilibrio global, los desajustes continuarán para desesperanza de fabricantes y consumidores.
El comercio mundial de alimentos se benefició de la globalización, pues las producciones agrarias se distribuían eficientemente desde los países productores especializados, con un costo de transporte barato debido a las bajas cotizaciones de petróleo y fletes, que permitían precios internacionales muy ajustados, malos para los agricultores, pero buenos para los consumidores. Si a ese hecho unimos la desproporción de la fuerza negociadora de los mercados agrarios, causada por una distribución concentrada y unos agricultores dispersos, tenemos como resultado unos precios de los alimentos históricamente bajos. La globalización facilitó que el peso de la alimentación en la cesta de la compra bajara hasta unos mínimos desconocidos hasta la fecha. Ese hecho, en principio positivo para la sociedad, tuvo una grave consecuencia: la descapitalización, cuando no el empobrecimiento, de los agricultores, que vieron cómo sus ingresos disminuían mientras que sus costos se incrementaban año a año, sin que a nadie pareciera importarle su agonía. Por el contrario, eran acusados por los urbanitas de vivir de las subvenciones y de contaminar el medio ambiente con abonos, roturaciones, invernaderos y granjas.
La sociedad urbana dominante vivía por completo de espaldas a la agricultura. De hecho, la despreciaba, al creer, de forma irresponsable, que los alimentos eran algo que aparecían por generación espontánea en los anaqueles de los supermercados. Vivía en la abundancia barata de alimentos y escuchaba aquello de que los agricultores parasitaban los presupuestos PAC, generando excedentes. La agricultura se devaluó social y políticamente hasta tal punto que el Gobierno de Zapatero le quitó el nombre al ministerio, para asociarlo tan sólo al medio ambiente, tan molón para esa sociedad urbana que quería un campo limpio para pasear los fines de semana. Como ya dijimos, los tractores, naves, granjas, silos, invernaderos y demás instalaciones agrarias y ganaderas molestaban para el paseo dominguero. Querían agricultores pintorescos y folclóricos, acorde con su mundo rural idealizado, pero no que trabajaran arduamente en producir alimentos, su finalidad esencial.
Y ahora que truena, nos acordamos de Santa Bárbara. Basta que los desajustes en el mercado hayan causado subidas importantes de las cotizaciones agrarias e, incluso, rumores de desabastecimiento, para que se clame por garantizar los suministros alimenticios. Afortunadamente, los agricultores conocen bien su oficio y se afanarán por abastecer a una sociedad que, por vez primera en años, vuelve hacia ellos sus ojos suplicantes. En España es poco probable que suframos desabastecimiento, pero sí experimentaremos, como el resto del mundo, una significativa subida de precios.
La alimentación, pues, con toda seguridad, va a subir a corto plazo. El encarecimiento de los transportes, la huella de CO2, los crecientes requisitos en seguridad alimentaria, los desajustes comentados y el plus a pagar por la garantía de suministro harán que, por un tiempo, tengamos que acostumbrarnos a alimentos más caros de los que hemos disfrutado estas tres últimas décadas. Este encarecimiento de los productos agrarios puede tener graves consecuencias para países pobres y deficitarios, por lo que se tendrá que habilitar algún mecanismo internacional para evitar las hambrunas. En los países desarrollados, la alimentación pesará más en la cesta de la compra, lo que, en estos momentos inflacionarios, en los que los precios suben más que los salarios, supondrá un enorme esfuerzo para las familias con salarios más bajos. Nos habíamos acostumbrado a precios agrarios históricamente bajos y las subidas llegan en el momento más inoportuno.
Mientras el mundo no alcance un nuevo equilibrio se producirán los desajustes tantas veces comentados. Y ese equilibrio tardará en alcanzarse, toda vez que el pulso EEUU–China ya ha comenzado y se prolongará por un tiempo. Si a esos desajustes unimos las acciones gubernamentales interviniendo mercados y prohibiendo exportaciones para proteger producción y precios, aún se complicará en mayor medida la redistribución alimentaria.
Todo lo anteriormente expuesto argumenta los crecientes precios agrarios y la dificultad en garantizar la regularidad en el suministro. Hasta ahora, tres eran los factores críticos para el comercio agrario: la temporada, la calidad y el precio. En el concepto calidad se incluían lo saludable, lo sostenible, lo ecológico y demás. A partir de ahora, y de forma muy destacada, habrá que incluir la de garantía de suministro. Los grandes clientes estarán dispuestos a pagar un poco más a quién le garantice un suministro estable y seguro a los precios y calidades acordadas. Esta nueva variable modificará los equilibrios de los mercados a favor de los productores y sus agrupaciones, que serán recompensadas con mejores precios.
Y, por si fuera poco, la alimentación será considerada como un arma geopolítica más, lo que forzará a los bloques a disponer de reservas estratégicas en previsión de posibles carencias. El acumular estas reservas cebará, aún más, los desajustes entre oferta y demanda tantas veces reseñados en estas líneas.
La alimentación adquiere, pues, auténtico protagonismo internacional. Y en Europa tenemos una oportunidad en estos momentos en los que se están negociando la nueva PAC, que deberá ser sensible a la nueva realidad que nos desborda. Además de las prioridades de seguridad y calidad alimentaria y del fomento del desarrollo local, tendrá que introducir los principios de garantía de suministro y reservas estratégicas, lo que significará, de alguna manera, una reorientación productivista, después de haber primado durante décadas el abandono de tierra para luchar contra los excedentes. Los fondos de inversión agraria y los nuevos conceptos de foodtech también llamarán a la puerta de la PAC, pero no parecen estar por ahora invitados a la fiesta.
Los profesionales agrarios – agricultores, técnicos e investigadores – estarán, a buen seguro, al nivel de responsabilidad que se le exige. Las carencias no se deberán a ellos. Los desajustes en un mundo que aún tardará en asentarse ante los vaivenes del siglo serán los auténticos responsables del desaguisado. La venganza del campo era segura y ya la tenemos entre nosotros.