El último baile de Mónica Oltra
«Mónica Oltra, que arribó al poder linchando, lo abandona tiempo después entre amargos reproches por considerarse linchada»
Mónica Oltra compareció el martes compungida, nerviosa. Que Ximo Puig haya exigido su marcha para evitar en Valencia una debacle electoral como la andaluza ha pesado más que su presunción de inocencia. Sollozó, impotente, lamentando que su partida suponga una victoria de «los malos», que las denuncias falsas le impidan seguir haciendo política a favor de los más vulnerables. Pero Mónica sabe bien que fue precisamente ella la que trazó el camino que la ha conducido hacia tu propia dimisión, que los ciudadanos solo le instan a que se comporte como antaño demandó a los demás.
Oltra asaltó los cielos valencianos enarbolando la bandera de la lucha contra la corrupción y de la regeneración democrática. Escenificó indignación y repulsa hacia los imputados, reclamó sus dimisiones y propició los escraches a los que eran sometidos. Los medios la auparon como la adalid de la nueva política levantina, la muñidora de las confluencias progresistas mediterráneas. La corrupción de los populares no precisaba de juicios ni de sentencias, los mismos a los que se ha estado aferrando Oltra para evitar que se precipitase su dimisión.
De todas formas, la propaganda mediática jamás ha conseguido disimular el hedor que, desde sus inicios, ha desprendido el llamado «Pacto del Botánico»: una asociación de socialistas, chavistas y pancatalanistas que hunde sus raíces en estiércol liberticida. Recuerdo perfectamente los homenajes de muchos de los líderes de Compromís a Hugo Chávez, aunque de sus muros de Facebook hayan desaparecido las fotos de sus caras pintadas con los colores de la bandera venezolana conmemorando al dictador.
Aquello pasó inadvertido para la mayoría de los numerosos medios y televisiones que, por el contrario, sí que colaboraron activamente en el escarnio a los entonces imputados. Pero sus silencios actuales no van a conseguir que algunos olvidemos cómo ascendieron al gobierno de la Generalidad a lo peor de la sociedad valenciana: personas desquiciadas y fanáticas que, ante una imputación judicial por un presunto encubrimiento de los abusos a una menor, reaccionaron agasajando a la imputada con una fiesta. El pasado sábado, frente a un enorme cartel naranja que anunciaba en letras blancas «Som molt de Mónica» (somos mucho de Mónica), la susodicha saltó y danzó al ritmo de música machacona, alentada por los aplausos y vítores de los suyos.
Hicieron ostentación de la ignominia en un espectáculo dantesco y nauseabundo, al tiempo que evidencian con sus declaraciones y tweets que el dogma feminista de «hermana, yo sí te creo» ha sido derogado y reemplazado convenientemente por el «camarada, yo sí te creo»: entre quien posee el carnet del partido y una menor, ha de ser sacrificada la credibilidad de la segunda. Los últimos estertores políticos de Mónica Oltra pasarán a los anales del descrédito no sólo de la susodicha y de su partido, sino también del de toda la izquierda.
En cualquier caso, y al margen de lo que determinen los jueces sobre si la actuación de Oltra fue o no constitutiva de delito, es innegable que la Consejería de Igualdad de la que era, hasta ayer, máxima responsable, falló en proteger a una menor tutelada de los abusos que denunció ante la justicia, señalando como autor de tan vil crimen al que entonces era el marido de la vicepresidenta levantina. Si había un asunto en el que la Administración valenciana debió obrar de forma meticulosamente ejemplar, era precisamente éste. Pero lo que se ha constatado es que, lamentablemente para la víctima, no lo hicieron. Si hubo acciones u omisiones punibles, lo decidirán los tribunales, pero la asunción de responsabilidades de índole político era urgente y necesaria, porque la Consejería falló a una niña de forma negligente y estrepitosa.
Pero no está de más recordar que no solo los tribunales imparten justicia, también lo hace a su manera el destino, aunque mientras los primeros lo hacen con sustento en normas y en forma de sentencias, el segundo es mucho más poético y, con frecuencia, se expresa a través de versos asonantes: Mónica Oltra, que arribó al poder linchando, lo abandona tiempo después entre amargos reproches por considerarse linchada. De todo esto, deberíamos aprender una valiosa lección, como es la de respetar los derechos del prójimo como si fuesen los nuestros, porque las palabras que pronunciamos pueden regresar y tomarnos como rehenes, atrapándonos en nuestras propias incoherencias. Oltra es víctima de la suyas.