No amar los dragones
«Conquistar la práctica no es fácil: vivimos atrincherados en nuestras fantasías, platónicamente»
Existe una expresión budista que dice: «No ames los dragones al igual que Sekko». Sekko era un hombre que idolatraba los dragones: tenía la casa repleta de figuritas, esculturas y adornos de dragones, por todas partes. Un dragón de verdad, tras conocer su afición, pensó que, de visitarlo, Sekko se alegraría, teniendo en cuenta lo mucho que le gustaban los de su especie. Sin embargo, cuando el dragón asomó su hocico por la ventana de la casa, Sekko se desmayó al instante, presa del pánico. Explica Kosho Uchiyama en Abrir la mano del pensamiento que Sekko es símbolo de aquellos que prefieren la imitación al objeto real: Una persona que le dice a todos lo importante que es para ella la práctica y, en cuanto empieza, renuncia debido a que le resulta muy difícil, es alguien a quien tan sólo le gustan los dragones esculpidos.
«En realidad, todos somos Sekko en un momento de nuestra vida: nos acobarda la realidad y por eso vivimos enamorados de las ideas»
Kosho Uchiyama se refiere exclusivamente a la práctica meditativa. En efecto, hay cantidad de personas a las que les chifla cuanto rodea la contemplación –iconos, velas aromáticas, cuencos tibetanos o habitaciones mínimas- pero que nunca contemplan. Personas que renuncian tras los primeros picores, sin perseverancia, enamoradas más del escenario que de la historia representada. Hay Sekkos en todos los ámbitos. En la literatura, los hay que conocen todas las técnicas que se enseñan en los talleres de escritura creativa pero que nunca han concluido un libro. A las que les gusta no el proceso escritor sino el resultado, es decir, aquellas que fantasean con una sobrecubierta donde figure su nombre. Hay sekkos de la felicidad que coleccionan títulos de autoayuda y coaching emocional para sedarse, y que después de cerrar el libro miran su vida perplejos, como un mueble sin instrucciones. En realidad, todos somos Sekko en un momento de nuestra vida: nos acobarda la realidad y por eso vivimos enamorados de las ideas. Las ideas, ese invento del diablo, son la casa de quien vive lejos de sí mismo. Somos, la mayor parte del tiempo, ese hombre que vive pensando lo que bien que le vendría un baño en la piscina pero que moja los dedos del pie y luego los retira, hasta la siguiente intentona.
Lo difícil, dice Pablo d’Ors, no es meditar, sino querer meditar.
Teniendo en cuenta este riesgo, nos urge destruir con el martillo de lo real todas las estatuillas que adoramos. Derrumbar nuestros templos y sus estatuas y lanzarnos a la práctica de todo aquello que anhelamos de manera recurrente. Antes que leer sobre poesía, descubrir la poesía en la realidad que me ha tocado; antes que acopiar conocimientos acerca de la práctica del silencio, callarme todos los días, estén como esté la agenda y mi corazón; antes que teorizar sobre el amor, poner la lavadora. Si apartamos las opiniones, el pensamiento, el incansable parloteo de la mente, descubriremos un dragón que espera nuestra caricia. Conquistar la práctica no es fácil: vivimos, ya digo, atrincherados en nuestras fantasías, platónicamente. Pero ser conscientes de nuestro idealismo ya es un primer paso.