La comida de los domingos
«El resultado de esas comidas en que mi abuela y Marian ponían tanto esfuerzo es que cuatro generaciones han tenido la oportunidad de conocerse muy bien»
Hace ya un tiempo le pedí a Leo Sidran, músico y productor afincado en Brooklyn, que me hiciera dos canciones en estilo Doo-wop, para la cabecera de una serie de dibujos animados. Le prometí que le pagaría si la serie llegaba a venderse y si no, que siempre tendría un buen arroz para él y para quien quisiera invitar en mi casa. Con el tiempo Leo ha terminado convencido de que el pacto se ha saldado a su favor. La serie nunca se vendió, pero él no deja de pasar de gira por Madrid un par de veces al año, como baterista del Ben Sidran Quartet de su padre, y como solista con su banda acompañante. Cuando viene, que puede ser un lunes de noviembre o un domingo de junio, hace uso pleno de todos los privilegios de aquel pacto, y nos trae a casa al saxofonista, el bajista, el pianista, su mujer, su hija, sus padres y las parejas de todos. Yo solo exijo que pongan el vino y que de postre hagan un concierto en mi cocina. Después de varios años, lo que empezó como un trueque se ha convertido en una tradición familiar basada en un intercambio de regalos, pues una comida hecha con cariño y esmero es una forma de regalo igual que lo es una canción bien cantada por quien la compuso. De esta economía pródiga del regalo habla mucho y bien Lewis Hyde en su magnífico ensayo El don (Sexto piso). El regalo más auténtico, aquel que no se puede comprar –ya sea el dibujo que un niño hace para su padre, las patucos que la abuela teje para su nieta o el poema que compone el enamorado a la persona amada– escapa completamente a la lógica transaccional del dinero, tiene sus propias normas, «la creatividad se multiplica cuando más se derrocha» y se salvaguarda del mercantilismo, no tendría sentido ponerle precio a esos regalos que uno fabrica únicamente para quien lo recibe, y sin embargo tiene un valor enorme, se da sin exigir nada a cambio y por eso crean vínculos profundos y duraderos de gratitud.
La última vez que los Sidran vinieron a comer fue un domingo de junio, entre canción y canción, el padre de Leo, Ben Sidran, veterano pianista de jazz, nos contó una leyenda de origen polaco que da título a su ensayo suyo sobre la tradición judía en la música americana, There was a fire. La historia comienza cuando una comunidad de fieles está en peligro y solicita la ayuda del anciano rabino Baal Shem Tov. Este sabio conoce el ritual salvífico para remediar la situación, así que va a un punto exacto de un bosque cercano, allí hace un fuego y dice una plegaria. Acto seguido la comunidad se salva. Años después, la misma comunidad vuelve a estar amenazada, pero Baal Shem Tov ha muerto y el siguiente rabino, si bien se acuerda del rincón del bosque dónde había que ir a encender el fuego, no se acuerda ya de cómo reza la plegaria. En todo caso repite aquello de lo que cree acordarse y milagrosamente, la comunidad se salva. Varios años después la comunidad afronta un nuevo peligro («esta es una historia de judíos, la comunidad siempre está amenazada», bromea Ben) y para entonces, el nuevo rabino al que acuden en busca de remedio ya ni se acuerda del sitio en el bosque donde había que hacer el fuego ni mucho menos de la plegaria, pero aún así, vuelve al bosque, escoge un sitio aleatoriamente, hace el fuego y dice unas palabras que se le ocurren, y para su sorpresa, la comunidad vuelve a salvarse. Ya no existe memoria del ritual, explica Ben, sino que solo queda la memoria de una memoria. Lo importante en todo caso es mantener esa memoria de la memoria que nos permite conservar la intención del ritual, de modo que podamos reinventarlo de tal manera que mantenga su utilidad y me atrevería a decir, su sentido último, que es la cohesión de una comunidad. Esta historia que contaba Ben Sidran a todos los presentes sirvió de introducción a la canción que nos cantó después su hijo Leo, titulada también There was a fire.
Ahora voy a empezar lo que parecerá una digresión, pero si me sale bien este texto, verán que todo conecta con el truco de Baal Shem Tov. Veamos. Resultó que poco tiempo después de esta comida con los Sidran, recibimos una triste noticia. Marian Bensoahil se volvía a su Tetuán natal. Marian que estaba ya retirada y padece una enfermedad, convivía entonces con mi abuela mientras recibía tratamiento, pero antes de eso trabajó en su casa más de cuarenta años. Con la partida de Marian se extinguía definitivamente una institución en nuestra vida familiar, la comida del domingo en casa de mi abuela. Esta comida era realmente el único credo de una familia donde jamás se ha exigido adhesión a ninguna ideología, ninguna religión y ningún terruño, a ella estaban todos invitados, los seis hijos de mi abuela, sus parejas, los 14 nietos con sus parejas y los 17 bisnietos. Marian y mi abuela eran capaces de dar de comer a decenas todos los domingos del año, con un menú muy exigente que con los años adquirió el rango de cultura gastronómica absolutamente singular que podría haber optado a ayudas para la preservación del patrimonio de la Humanidad. En ella se mezclaban las recetas vascas de Lequeitio, de donde viene mi abuela, y las de la cocina andalusí del norte de Marruecos, con las que había crecido Marian, así que podríamos bautizar la fusión resultante como cocina lequicharratetuaní o vascoandalusí. Luego había elementos extraños que ambas iban incorporando tras haber coleccionado durante años todas las fichas de recetas de la revista Telva, que mi abuela guarda en un estuche de plástico fucsia junto a una amarillenta primera edición de las recetas de La cocina de Nicolasa, que es herencia de su abuela Madalen, la cocinera del casino de Lequeitio. En una comida se podían tomar un aperitivo de empanadillas morunas y anchoas, y luego comer chipirones en su tinta o un tayín a-barquq (estofado de ciruelas). De postre brazo de gitano y pestiños marroquíes y después té moruno con hierbabuena en sus vasos morunos y café para el que quisiera. Mi abuela tenía tan clara la importancia de la comida del domingo, que a pesar de estar separada ya desde hace décadas, hacía venir a mi abuelo, que los domingos dejaba a su novia de turno y ocupaba su puesto central en la mesa ese día. A medida que crecía la familia y se casaban los nietos, se añadían mesas plegables desperdigadas por el salón y los más pequeños se las apañaban en la cocina. No había otra exigencia en esta comida que la obvia, que era llegar a la hora, y si acaso, que los comensales fueran participativos e ingeniosos: se celebraba el chiste, la anécdota divertida y a los pequeños se nos empujaba a hacer sketches de humor durante la sobremesa en la línea de Gurruchaga, la Sardá, Martes y 13 y demás cosas que se veían entonces en la televisión. Nuestro mayor hit, decenas de veces repetido, fue aquel en que representábamos a La Virgen explicándole con mucho apuro a San José que se había quedado embarazada de un señor muy importante, Dios, pero que era Virgen. Mi abuela, que es muy católica, protestaba, y mi abuelo lo celebraba soltándonos un billete.
«Lo importante es mantener esa memoria de la memoria que nos permite conservar la intención del ritual, de modo que podamos reinventarlo de tal manera que mantenga su utilidad y me atrevería a decir, su sentido último, que es la cohesión de una comunidad»
El resultado de todas estas comidas de domingo en que mi abuela y Marian ponían tanto esfuerzo es que cuatro generaciones han tenido la oportunidad de conocerse muy bien, desde la comensalidad, es decir, en momentos de alegría y conversación donde se transmite la historia de la familia y se genera una identidad compartida. Con el covid se suspendieron las comidas, y ahora con la enfermedad y la partida de Marian, se acabaron definitivamente.
Hablando con amigos, he constatado cómo muchas otras familias con una tradición de comensalidad muy similar a la nuestra, con sus propios platos estrella y sus ritos particulares, han perdido también esa costumbre tras el Covid, o tras la muerte natural de la abuela –a mi edad, a pocos ya les queda una. Al pensar en el final de las comidas de domingo me vuelve con fuerza el relato de Ben Sidran: hay que volver al bosque para encender el fuego y decir la plegaria si queremos que la comunidad se salve. Llamo entonces a mi abuela y la invito a comer el próximo domingo. Como los rabinos que suceden a Baal Shem Tov, ya no hay manera de volver al rincón original, que era esa casa de la que hace años se mudó y donde aún vivían mis tíos más jóvenes, tampoco sé ya la plegaria, que eran las recetas de esa cocina lequicharratetuaní, pero queda la memoria de la memoria. Llamo a un par de primos, a una tía, a mis padres, cuatro sobrinos, mi mujer me dice que ponga un límite, ni siquiera caben a los que he invitado juntando dos mesas. Media hora después mi mujer me dice que venga el que quiera, que es lo que hubiera hecho mi abuela, y que ya veremos dónde los sentamos y qué comemos. Llegado el domingo mi abuela se fuma un pitillo en la sobremesa, alaba el arroz que he hecho con la ayuda de un primo, ella no está en ninguna conversación realmente, sino que observa todo como espectadora esta vez y cuando la llevo de vuelta a su casa me dice: «Esto lo habéis aprendido en mi casa». Y así vuelve a cumplirse el truco de Baal Shem Tov.