¿Volver a casa sola y pinchada?
«Son preocupantes todos los ‘pinchazos’, también los que se sirven en vaso, se esnifan o fuman, pero la ministra hace del ‘volver borracha’ un ‘derecho’»
El pasado 1 de agosto, cuando emergía la alarma en torno a los sospechosos pinchazos que experimentan algunas mujeres estando de fiesta en bares, pubs o discotecas, la Ministra de Igualdad divulgaba un enrevesado protocolo de alerta -descargar un código QR desplegado en los baños de los locales que lleva a una «guía del punto violeta» en la que a lo largo de 63 páginas se da información sobre qué hacer ante una agresión sexual, o alternativamente llamar o mandar un whatsapp a números específicos que proporcionan información, asesoramiento jurídico y atención psicosocial a las víctimas de las violencias machistas- un hilo de Twitter que concluía afirmando: «Queremos y tenemos derecho a salir de fiesta y llegar a casa, solas, acompañadas, sobrias o borrachas».
No extraña el pánico y esta respuesta institucional si resultase que abunda una práctica de sumisión química valiéndose de la inoculación con jeringuillas con el propósito de agredir sexualmente a las mujeres. ¿La hay? ¿En cuántos casos se ha encontrado presencia de ese tipo de sustancias? ¿Cuántas agresiones se han producido así? Extraña, eso sí, que no se recomiende sin más, por parte de las autoridades, que se llame a los servicios de emergencia de la policía y que, mientras llega, se acuda a los servicios de seguridad del local. ¿Es menos fiable, efectivo o ágil llamar al 091? Los anestesiólogos que se han pronunciado sobre el asunto han advertido que una inoculación efectiva no deja de notarse -no se trata de un pinchazo instantáneo sino prolongado- y sus efectos no son inmediatos con lo que hay tiempo suficiente para pedir ayuda.
Pero sobre todo extraña la conclusión del mensaje de alarma, la proclamación de un «derecho a volver a casa borracha». Me explico.
«Irene Montero sería la primera en desmentir que todas las mujeres, incluida ella, han sido siempre, ‘sumisas y pasivas’»
Hay dos razones por las que esos pinchazos son muy preocupantes: porque siembran miedo – y es irrelevante si quienes los hacen sólo se proponen una gamberrada- o porque con ellos se intenta mantener relaciones sexuales sin consentimiento, lo cual desde hace décadas, y no sólo en este párvulamente cacareado «verano del consentimiento», ha constituido un delito. En cuanto a la primera posibilidad, se ha apuntado a la existencia de una suerte de fratría masculina que actúa con el propósito de «expulsar a las mujeres del espacio público». De ser así habría en ello una novedosa manifestación del heteropatriarcado en su vertiente «ocio nocturno»: tenía para mí que en su presentación tradicional el heteropatriarcado anhelaba más bien noches plenas de mujeres ocupando cuantos más espacios mejor. Y lo mismo a la inversa. Recuerden: It takes two to tango. A no ser, claro, que pensemos que todos los ligoteos o empates que en el mundo han sido y siguen siendo en esas noches festivas han sido el producto del sometimiento masculino sin consentimiento ninguno por parte de las mujeres. Imagino que la Ministra de Igualdad, junto con toda su corte de los milagros publicitarios, sería la primera en desmentir que todas las mujeres, incluida ella, han sido siempre «sumisas y pasivas».
Vayamos con la segunda fuente del pánico. Los pinchazos que tienen como objetivo que la voluntad se doblegue por efecto de la bajada del nivel de conciencia o la inducción de amnesia son intolerables en cuanto «no consentidos». La pregunta es, por tanto, si debemos aceptar una práctica consistente en «pinchazos consentidos».
«Esos pinchazos ‘consentidos’ se llaman alcohol, drogas, sustancias psicotrópicas más o menos legales…»
La respuesta es obviamente sí pues ya de hecho los aceptamos. Esos pinchazos «consentidos» se llaman alcohol, drogas, sustancias psicotrópicas más o menos legales, administradas en dosis y presentaciones diversas, jugosas, chispeantes, más o menos sofisticadas, que nos estimulan o desinhiben, pero que también nos llevan a nuestra absoluta ausencia de control. Obvio es decir que en esas condiciones nuestras «defensas volitivas» pueden estar muy comprometidas, y, por tanto, somos mucho más susceptibles de ser víctimas de agresiones sexuales, de robos o vejaciones. Por eso son de preocupar los «pinchazos», todos, también los que se sirven en vaso largo o corto, se esnifan o fuman. Y sin embargo nuestra ministra hace del «volver borracha a casa» no ya un mal menor, un efecto colateral del valioso objetivo en que consiste salir por la noche y divertirse, sino nada menos que el contenido de un «derecho».
Alguien podría alegar que, a diferencia de la que es pinchada, la mujer –o el hombre- que regresa borracha o drogada a casa han consentido. ¿Seguro?
No tanto: en algún momento de la cadena aventurada o desventurada que llevó a alguien a estar borracho dejamos de consentir válidamente a seguir bebiendo. Si lo hacemos de propia mano reconoceremos, antes o después, quizá entre vómitos, en la niebla resacosa del día después que se nos fue la mano. Y si alguien nos facilita seguir con la ingesta y la fiesta haciéndonos así más sumisos y proclives a tener relaciones sexuales, quien lo hace se comporta como ese malvado inoculador que tanto temor justificado produce en este agosto de calor y temor. Una autoridad que cabalmente nos alerta del riesgo de ser agredidos sexualmente mediante pinchazos no consentidos no puede coherentemente celebrar y vindicar que las mujeres regresen borrachas y solas exponiéndose a los mismos peligros que denuncia en la campaña contra los pinchazos discotequeros. ¿Se imaginan a Montero proclamando «sola y pinchada quiero volver a casa»?
Esto es lo más extraño, a mi juicio, pero ya saben que parte de esa extrañeza se disipa si atendemos a la confesión de parte hecha recientemente por la Secretaria de Estado de Igualdad, la segunda de la ministra, la inimitable PAM (Ángela Rodríguez) que ha reconocido que el Gobierno se encuentra en un momento de «diarrea legislativa».
El problema es, me temo, que también es mental.