La traición de la libertad
«Al levantarse -sin aplaudir, por supuesto: una ceremonia no debe ser un circo-, el Rey habría mostrado su reconocimiento hacia un símbolo de la independencia americana»
Siempre que un imperio colonial cedió a la independencia de sus colonias a través de un proceso conflictivo, las imágenes históricas de éste se vieron sometidas a la presión ejercida desde el nacionalismo. Rara vez fueron tenidas en cuenta las causas del independentismo, ni reconocidos los propios excesos al combatirlo. Y a la inversa en cuanto a lo segundo. Tenemos cerca el ejemplo de la guerra de Argelia, sobre la cual Francia ha preferido casi siempre cerrar los ojos, hasta el punto de prohibir durante muchos años la proyección de La batalla de Argel, la película de Gillo Pontecorvo en la cual era descrita con toda precisión la estrategia elaborada por el general Massu para desmantelar las redes terroristas del FLN sobre la base de un recurso sistemático a la tortura. Incluso un general francés, veterano de Indochina y Argelia, Paul Aussaresses salió a la palestra para legitimar tal barbarie, y el manifiesto de intelectuales en su contra estuvo encabezado por un escritor no francés, Juan Goytisolo.
Hace pocos años participé en un Congreso sobre la Memoria Histórica organizado por la Academia de las Ciencias de Bruselas, y pude comprobar hasta qué punto los organizadores belgas trataban de eludir el análisis del mayor genocidio colonial contemporáneo, el cometido en el Congo bajo la dirección de Leopoldo II a fines del siglo XIX. En un país tan apegado a la defensa de secesionismos ajenos, a nadie se le ocurrió hasta 2018 instalar una simple placa en las afueras de la capital en homenaje a Patrice Lumumba, el protagonista de la independencia congoleña, poco más tarde asesinado por los servidores de los intereses económicos de Bélgica.
Nada tiene de extraño que la colonización española en América y Asia, el mayor imperio colonial del mundo moderno, haya sido sometida también a ese tipo de tensiones, por encima de los siglos transcurridos. El problema indígena seguía vigente y su presencia impidió el paso al olvido, aun cuando desde España, a pesar de celebrarse en 1992 el quinto centenario del descubrimiento de América, poco se hiciera. El Gobierno socialista de la época, si no me equivoco con Alfonso Guerra como director de orquesta en la sombra, perdió la ocasión de pacificar la cuestión al conmemorarse el medio milenio, analizando la complejidad del tema y eludiendo tanto el triunfalismo nacionalcatólico tipo Alba de América como el masoquismo de la leyenda negra.
Formé parte entonces de la Comisión preparatoria de dicho Quinto Centenario, presidida por un médico socialista fiel a las directrices recibidas, Luis Yáñez, y comprobé que prevalecían el miedo y la visión tradicional de los tres siglos de dominio americano. Aún estaba lejos la iniciativa de exaltar «la primera globalización». Y así como la carabela mal equilibrada dio un vuelco en su presentación pública ante el estupor de Yáñez, signo de la inconsistencia de los festejos oficiales, el hecho más sobresaliente de 1992 fue la ocupación por indios chiapanecos de San Cristóbal de las Casas, demoliendo la estatua del conquistador Mazariegos.
«Era la ruptura simbólica con la epopeya del descubrimiento y la conquista, y sus ecos siguen bien vivos en la América de hoy, unas veces de carácter reivindicativo, otras de forma grotesca como en la exigencia de petición de perdón al rey de España»
Era la ruptura simbólica con la epopeya del descubrimiento y la conquista, y sus ecos siguen bien vivos en la América de hoy, unas veces de carácter reivindicativo, otras de forma grotesca como en la exigencia de petición de perdón al rey de España, por parte del mexicano López Obrador. Hasta ahora no ha tenido efecto alguno la inteligente propuesta de Enrique Krauze de abrir un debate científico, con especialistas americanos y europeos, para evitar que prosiga el tratamiento demagógico de la «disputa de la conquista» por ambas partes
En todo caso, júzguese como se quiera, es un tema sensible en torno al cual conviene que actúen con un máximo de discreción quienes ostentan representaciones de alto valor simbólico, como era el caso del rey de España en Bogotá. Mi posición, perfectamente discutible, es que al levantarse -sin aplaudir, por supuesto: una ceremonia no debe ser un circo-, habría mostrado su reconocimiento hacia un símbolo de la independencia americana, desde la metrópoli que entonces se opuso a ella. Valía, creo, la pena, sobre todo para dejar de alimentar la irracionalidad.
Desconozco la repercusión del episodio en América, pero resulta evidente que por lo menos en España tal irracionalidad se ha desencadenado, aprovechando la relevancia del protagonista. Unidas Podemos siempre tiene cargadas las armas para exhibir un republicanismo basado en el descrédito del Rey, y estuvo en su papel, por exagerado, fácilmente rebatible. La relativa sorpresa ha consistido en los comentarios emitidos desde distintos medios conservadores, empeñados siempre en dar la razón al Gobierno, que los presenta como auténticos reaccionarios.
Su blanco ha sido en esta ocasión la figura de Simón Bolivar, acusado de todo, incluso de militar incompetente, de pre-neocomuinista, y por encima de todo, de traidor a España. Resulta de veras difícil discutir posiciones hasta tal punto comprometidas una voluntad de descalificación.
Para empezar, Simón Bolivar pertenecía a la élite criolla de Venezuela, tenía orígenes familiares vascos, entre otros, que se remontaban a fines del siglo XVI. Se encontraba, pues, profundamente enraizado en América, su familia no acababa de llegar desde la península.
Por otra parte, la historiografía ha venido a confirmar la visión de las tres «naciones» que compartían el espacio de la América hispana: peninsulares, criollos e indios. Lo explicó con total claridad Alejandro Malaspina, el marino que dio la vuelta al Pacífico hacia 1790 y ofreció una explicación luminosa del problema: salvo en la explotación de los terceros, no existía punto de encuentro para las dos primeras. La raíz era el atraso económico de España, incapaz de satisfacer la demanda del nuevo continente y obligada a sostener su dominio forzando el monopolio de la metrópoli sobre el comercio y otorgando el poder a los peninsulares, es decir, frustrando las expectativas de la «nación» criolla. No es Bolívar quien proclama la opresión, sino un ilustrado al servicio del Rey, en la línea del anterior ministro José del Campillo. Costumbres diferenciales consolidadas, la base territorial, el ejemplo de la independencia de los Estados Unidos, hicieron el resto, mientras el hundimiento de la marina española en la batalla de Trafalgar privó a la metrópoli de toda posibilidad de conservar las Indias a medio plazo. Solo faltaba la invasión francesa de 1808, y el consiguiente vacío de poder, para que la insurrección por la independencia se generalizara. De guerra entre españoles, nada, aunque como en todas las independencias hubiera trasvases de lealtad.
El fracaso posterior de Bolívar resultaba inevitable, dada la configuración del Imperio español. Su referencia ideológica era el pensamiento ilustrado, con Rousseau en primer plano, y su modelo el de los Estados Unidos de Norteamérica. Es el esquema que despliega en su Carta de Jamaica, de 1815: primero, independencia; luego, integración; por fin, orden constitucional. Solo que las colonias británicas, no solo compartían objetivos políticos y económicos comunes frente a Inglaterra, sino intereses comunes en el propio desarrollo y en la conquista del espacio hacia el oeste hasta el Mississippi, primero, y el Pacífico finalmente. En cambio, el espacio hispanoamericano se encontraba enormemente fragmentado en todos los órdenes, del Río de la Plata a Florida, y el sueño bolivariano de confederación era solo eso, un sueño impracticable. Lo cual no disminuye su grandeza, lo mismo que su calidad de líder militar -de ahí el símbolo de la espada– que en Carabobo y en Ayacucho logró la independencia de esos fragmentos de imperio frente a España.
Por eso resulta absurdo calificar a Bolívar de traidor. Defendió los intereses de la «nación» criolla y logró las independencias, de Venezuela y Colombia a Perú y Bolivia. Si en la década de 1800 hubo en España traidores a su patria, estos fueron los miembros de la Trinidad gobernante -como les calificaba la propia reina-, con Manuel Godoy a la cabeza, quien en contra de la versión edulcorada de Emilio La Parra en su biografía, abrió la puerta a la invasión napoleónica de donde surgió la . catástrofe de la guerra de Independencia, y todo por satisfacer su aspiración de «independencia» (esto es, convertirse en soberano, a costa de ceder en todo al emperador). En palabras de Napoleón, fue el bribón que me abrió las puertas de España. Sin olvidar a su apasionada María Luisa y al inepto Carlos IV, quienes entregaron el país a Napoleón, renunciando a su propia dignidad política y personal.
Ese fue el panorama observable con anterioridad y que contempló de cerca Simón Bolivar durante su estancia en Madrid de 1802 y 1803. Se trataba de una monarquía degradada política y moralmente, opresora de América, pues no tenía justificación alguna que la mayoría de los ingresos de la Real Hacienda tuviese ese origen (la mitad de México). Y que en 1808 se autodestruyó. Si aún alguien califica erróneamente su conducta de traición, como la de San Martín, el combatiente de Bailén, debería reconocer de antemano que fue una traición por la libertad. Desde el sentimiento de fraternidad hispanoamericana, el respeto a los monumentos de ambos en España se encuentra plenamente justificado, a modo de contrapunto del que conmemora en Santa Ana, de Venezuela, el armisticio de 1820 entre realistas y patriotas, con el abrazo entre Bolívar y el general español, Pablo Morillo. Ponía fin a la «guerra a muerte» e inauguraba un comportamiento «civilizado» de los dos bandos en la contienda.