El wifi interior
«Contar con acceso a internet, si no ha entrado ya en la Declaración Universal de Derechos Humanos, debe de estar a punto de hacerlo»
Contar con acceso a internet, si no ha entrado ya en la Declaración Universal de Derechos Humanos, debe de estar a punto de hacerlo. Lo necesitamos tanto como el agua, esa amiga fiel que siempre ha estado ahí, en nuestros propios grifos, pero que, según van las cosas, quizá nos vaya abandonando paulatinamente: primero a ratitos y después, bueno… mejor no pensarlo.
«¿Aquí tienen wifi?» es a menudo lo primero que preguntamos al entrar a cualquier bar o emplazamiento temporal donde pensemos pasar horas o días. Tenemos sed de wifi, de actualizar las noticias que hemos recibido media hora antes por si ha surgido un leve matiz, o de leer el titular apocalíptico definitivo que quizá sea capaz de calmar nuestra ansiedad de una vez por todas. Pero, al mismo tiempo, afirmamos querer alejarnos de la infoxicación (¿quién acuñó ese término tan acertado?) y de las redes como quien se promete quitarse de las patatas fritas y los panchitos: en casa no los come, pero si se los sirven en un bar, bien que mete la mano en el cuenco.
Algunos están logrando salirse de lo que llaman «la conversación», esa charla incesante que nos insta a comentar el gazpacho de temas que son tendencia ahora mismo en la aldea global. Uno de ellos es Jacobo Bergareche, quien, en su columna de este mismo medio (tan bien escrita como su novela Los días perfectos, que aconsejo vivamente), detalla el alivio que le produce su alejamiento de las redes sociales y del mensajeo constante.
«Les insto (y a mí misma también, por supuesto) a no depender del wifi, a sustituirlo por una vida interior ‘bien amueblada’»
Como en una columna periodística las ganas de evangelizar y de mostrarse santurrona y moralmente superior son irrefrenables, aquí me meto en el papel y les insto (y a mí misma también, por supuesto) a no depender del wifi, a sustituirlo por una vida interior «bien amueblada», a pesar de que esta metáfora siempre me lleva a pensar en una mente atestada de sillas con el asiento de mimbre roto, sofás desvencijados y rinconeras inútiles.
Dado que lo más eficaz para evangelizar es usar un ejemplo ilustrativo, aquí va el del pintor italiano Giorgio Morandi. Sí, el de los infinitos bodegones de botellas, conchas y cajas mudas. Analicemos lo escueto de su paleta de colores, su insistencia en obtener toda la expresividad que podían ofrecer esos objetos bajo distintas luces diurnas. Morandi es un paradigma de persona con un wifi interior de primera, algo que se ve con total claridad al visitar su casa de Bolonia, en la discreta y silenciosa Via Fondazza. Allí sigue su armarito en el que atesoraba cientos de botellas, floreros y demás cachivaches que le servirían como tema pictórico. Y allí está su modesto estudio, tamaño habitación de estudiante de la ESO, con una camita de señor soltero (ahora lo llamarían incel, pero probablemente él era célibe voluntario, pues estaba casado con sus botellas). El estudio tenía un balcón que daba al jardín del edificio: gracias la luz que entraba por él, Morandi pintó sus reconocibles naturalezas muertas, hasta que en 1958 construyeron un bloque de pisos enfrente y sus planes pictóricos se chafaron por completo. La luz natural era su único wifi; dependía de ella para su proyecto vocacional –Morandi no salía apenas de casa: sólo pedía luz y tubos de oleo para pintar, que le solían traer sus amigos viajeros de ciudades como Londres o París–, así que decidió instalarse a temporadas en la casa del pueblo, situada en Grizanna, a media hora en tren, donde no corría riesgos de ese tipo.
Depender de tan pocas cosas en la vida como el ascético pintor italiano es bien difícil, pero justo ahora, en este «empezose del acabose» –como diría Mafalda–, es un buen momento para intentarlo. Y desde este púlpito simbólico al que llaman columna de opinión, yo les insto a hacerlo y, de paso, me escribo una notita-recordatorio para cumplirlo yo misma.