Jóvenes y desinformados
«La prensa en papel agoniza. Unos dicen que morirá a medida que vayan falleciendo los últimos fieles; otros, que pervivirá como objeto de lujo»
Cada sábado y domingo, el repartidor de un prestigioso diario nacional deja los ejemplares de cada día en el portal de mi edificio. Al alcance de todo el mundo. Su valor en el quiosco es de 4,8 euros, para ser exactos. Por delante de los periódicos, pasan indiferentes vecinos, inquilinos de Airbnb, mensajeros, repartidores de comida a domicilio y visitantes varios. Nadie les presta la menor atención. Cuando el suscriptor, que ha pagado por ellos, vuelve el domingo por la noche tras disfrutar fuera del fin de semana, recoge sus ejemplares impolutos después de haber dormido el sueño de los justos durante 48 horas.
Primero, me sentí reconfortado por el civismo de mis vecinos y conciudadanos. Yo mismo tuve que hacer grandes esfuerzos para, al menos, no echarles una ojeada. De hecho, hace pocos años, una de las quejas más frecuentes de los suscriptores era que les robaban los periódicos. Pero, inmediatamente después, me invadió una pena enorme. A nadie le interesaba el trabajo de centenares de personas que contenían aquellos ejemplares rebosantes de noticias y opiniones. Bueno, a nadie no, solo al único vecino de los 20 del edificio que seguía pagando la suscripción de un diario en papel. Me entraron ganas de conocerle mejor, de felicitarle, incluso de darle las gracias, pero me volví a contener.
La anécdota solo demuestra algo que ya nos temíamos. La prensa en papel agoniza. Unos dicen que morirá a medida que vayan falleciendo los últimos fieles; otros, que pervivirá como objeto de lujo -mucho tendría que cambiar- para algunas élites nostálgicas.
Lo del papel llevamos años viéndolo venir. Lo que no vimos venir es que Instagram, Youtube y Tik Tok -Twitter y Facebook ya empiezan a ser historia- iban a acaparar progresivamente la forma de informarse de los jóvenes. Los datos del último estudio del Instituto Reuters son reveladores. El 39% de los muchachos entre 18 y 24 años se informa a través de las redes.
¿Por qué? Porque, dicen, les cuesta entender el lenguaje que utilizan las webs tradicionales (Se hace raro hablar ya de legacy webs), y porque les da «bajón» tanta noticia sobre política y pandemia. La encuesta fue hecha antes de la invasión de la invasión de Ucrania y la crisis energética, que supongo que también les dará «bajón». Y algo aún peor, porque recelan de las cabeceras convencionales, porque ofrecen, según ellos (un 63%), noticias sesgadas y poco fiables. Solo quieren la noticia contada de forma sencilla y no perderse en mil explicaciones (vamos, los viejos lectores solo de titulares).
Y entonces, ¿qué quieren? Un interesante reportaje de El País revelaba hace unas semanas que lo que les gusta es «el estilo informal, personalizado y diverso», además, por supuesto, los vídeos. Pero, tal vez lo más revelador es que se muestran a favor de que «los periodistas puedan expresar de forma abierta sus opiniones en redes sociales». De nuevo, nos encontramos con la peligrosa tendencia de convertir al periodista en su propio medio unipersonal en detrimento de las cabeceras. ¿No habíamos quedado en que los diarios pecan de exceso de opinión?
«Difícilmente los medios van a resolver el problema por sí solos, si antes la sociedad no resuelve un problema de educación tan grave como el de los analfabetos originales»
¿Qué hacer para atraer a los jóvenes y que paguen? La media de edad de los suscriptores hoy está en 47 años. De ahí para abajo, el abismo. Hay medios que creen que la solución es hablar su mismo idioma y optan por ir a Tik-Tok, por seguir la máxima de buscar a los lectores allá donde se encuentren; en el fondo, de ponerse a su altura. Hay otros, muy optimistas, que confían en que cuando esos jóvenes «maduren» buscarán la información de calidad.
Pese a que el Washington Post, que por cierto este año tendrá pérdidas y estudia un recorte de plantilla, presume de que uno de cada cuatro de sus suscriptores tiene menos de 35 años, la realidad es que los jóvenes no están por la labor de pagar. Cuando comenté a mis hijos de 18 años que los ejemplares del portal se vendían en el quiosco por casi cinco euros me dijeron: «¡Ostras, si es más caro que Netflix!».
La curiosidad mató al gato, pero desde luego no matará a nuestros jóvenes. La seguridad de que cualquier información está disponible en Google en cualquier momento y la sobreabundancia de información han provocado un desinterés generalizado. Piden flashes, noticias cortas, titulares. Y cuando les preguntas cómo se informan, te dicen muy serios. «Siempre hay alguien que lo cuenta en las redes». Ese alguien, obviamente, ya no es un periódico, sino un colega, que lo mismo te cuenta que fulanito sale con fulanita que hay una guerra en Ucrania. Ahora bien, si profundizas y les preguntas si saben no ya dónde está Ucrania, sino si está cerca o está lejos, en Europa o en Asia, te contestan con todo despectivo «ni idea». Les da igual.
Las redes nos devuelven al arcaico y poco fiable sistema de informarse a través del cotilleo, del boca a boca, del seguidor al seguido, o viceversa. Ellos no tienen la culpa. Así han sido educados. Estamos ante un nuevo analfabetismo digital, no el de los que son incapaces de sacar provecho a las nuevas tecnologías, sino el de esos jóvenes sobradamente formados pero desinformados, que han caído en las redes.
Se dice que los periódicos tienen un problema para atraer a los jóvenes. Pero difícilmente los medios van a resolver el problema por sí solos, si antes la sociedad no resuelve un problema de educación tan grave como el de los analfabetos originales. Problema que se resolvió, por cierto, a principios del pasado siglo, en gran medida gracias a la prensa.