Cosas que me gustan de Franco
«Ser noctámbulo e irónico son dos virtudes que aprecio. Mas ambas quedarían como sin sal ni pimienta de no ser por una tercera que ya Pemán atisbó: la listeza»
Aclaración previa
Puesto que la recién aprobada Ley de Memoria Democrática nos prohíbe emitir cualquier aserto que pueda sonar elogioso hacia el general Francisco Franco Bahamonde, jefe del Estado español de 1939 a 1975, y puesto que nosotros somos fieles cumplidores de la legislación vigente, resulta oportuno aclarar:
— Que este artículo no versa sobre él.
— Que, de hecho, no puede versar sobre él, compendio según la citada ley de todos los vicios, perversiones, corrupciones y extravíos posibles; mal absoluto sin mezcla de bien alguna; ser maléfico apartado por toda la eternidad del Bien absoluto democrático.
— Y que no puede versar sobre él porque aquí se van a destacar aspectos, cuanto menos, no del todo horripilantes de una figura que, por consiguiente, no puede ser la misma que ese demonio perfecto en su malignidad de nombre Francisco Franco Bahamonde: ¡sería una contradicción flagrante atribuir algo bueno al Mal consumado aludido por la citada ley!
— Por tanto, de quien trataremos en este texto será más bien de alguna otra personalidad que, por mera coincidencia, tenga por nombre asimismo Franco, pero no resulte tan perversa. Quién sabe si el Franco al que nos referiremos podría ser aquel italiano de apellido Battiato. O cierto actor norteamericano nombrado James Franco. O incluso algún individuo denominado Francisco Franco también, pero capitán de ballesteros, conquistador, hidalgo del antiguo Reino de Galicia, que entró en el Nuevo Reino de Granada allá por 1544, según la Wikipedia, enciclopedia que recomendamos consultar a cualquier funcionario que dude sobre si habrá de sancionarnos por este artículo nuestro o si, más bien, deberá dejarnos, por esta vez, sin castigar.
La primera cosa que me gusta
Comencemos aludiendo a la familia de tan misterioso personaje. Cuenta el escritor José María Pemán que todos los hermanos Franco tenían costumbres noctámbulas o, como prefiere llamarlas él, «nocherniegas». Uno de ellos, de nombre N., la primera vez que citó a Pemán en su despacho para solventar asuntos administrativos puso como hora de reunión las dos y media; pero no de la tarde, sino de la madrugada. De otro de los hermanos, de nombre R., persona algo revoltosa, este mismo autor aventura que lo más probable es que acabara dándole «un contenido político y conspiratorio a sus noches para justificar su gusto de acostarse tarde».
«Pemán se topó por primera vez con él hacia 1930, en una tertulia que se organizaba nada menos que a las dos de la madrugada»
El Franco que nos interesa, de nombre F., era también nocherniego. Escribe Pemán que se topó por vez primera con él hacia 1930, en una tertulia que se organizaba en casa del marqués de la Rodriga a nada menos que las dos de la madrugada. Aquel militar que llegó a la velada a tan altas horas «tenía un bigotillo leve y negro; y un cierto gracioso frenillo lingual al hablar. (Y) cara de listo, con esa listura que se disimula a fuerza de lista». (Es obvio que no se trataba, pues, del que más tarde sería conocido como Generalísimo Franco, dado que todo nuestro establishment democrático nos ha insistido siempre en lo muy tonto que tal mandatario fue).
No afirmó cosas especialmente tontas Franco aquella noche, si bien tampoco en especial agudas. Continúa narrando Pemán que, a la mañana siguiente, un amigo le presentó a un conocido con la frase «Este es José María Pemán, el hombre que mejor habla de España» y que él, aunque sonrojado por el elogio, acertó a añadir: «Pues tengo la impresión de que ayer conocí al hombre que mejor calla de España».
Un hombre al que le gusta la noche, y que no abruma con su verborrea, pero se apunta a saraos de amigos: creo que me encantaría invitar a este Franco a una de mis fiestas en casa. Y esa es la primera cosa que me gusta de él.
La segunda cosa que me gusta
Hay dos sentidos de la palabra «ironía» que, aunque relacionados, no deberíamos enmarañar. Un primer sentido, retórico, alude a ese recurso de decir una cosa pero, en realidad, querer decir la contraria: «Me encanta cuando dejas sin bajar la tapa del wáter» podría ser ejemplo de ponerse irónico en tal sentido. «Tú siempre tan sutil», sería una buena respuesta, asimismo en esta manera irónica.
Otro sentido del término «ironía» es más filosófico. Tiene sus raíces en Sócrates, Schlegel o Kierkegaard. También en literatos como Baudelaire y Stendhal. Reside en cierta actitud distanciada con respecto a todo lo que nos pasa en la vida, todo lo que decimos en la vida, todo lo que nos dicen en la vida.
Lo que a menudo se conoce como «tomarse las cosas con filosofía» podría más bien etiquetarse, pues, como tomárselas «con ironía». No considero nada demasiado en serio, aunque tampoco es que me ría todo el rato. Me doy cuenta, sabio, de que el mundo es un lugar caótico; pero en vez de desesperarme o ponerme trágico, aprendo a lidiar con ello ayudado de cierto desapego. A veces, incluso, pareciera que esbozo una sonrisa ante la vida.
«Aprovechemos para recordar que Galicia es el reino de la ironía como actitud vital»
El misterioso personaje Franco del que aquí hablamos dio buenas muestras de esta facultad irónica. Tal vez le ayudara haber nacido en Galicia, o tal vez (tenemos tantas dudas sobre aquel del que hablamos) no fuera originario de allí. En todo caso, aprovechemos para recordar que esa región es el reino de la ironía como actitud vital.
Cuentan, por ejemplo, que en cierta ocasión estaba nuestro Franco hablando con uno de sus colaboradores y, ante las tribulaciones de este, decidió darle un consejo: «Usted haga como yo, no se meta en política». Se trata de una anécdota famosa, que revela su distanciamiento irónico con respecto a la que, al parecer, era su profesión.
Menos conocida es, en cambio, otra vicisitud similar: en este caso un ministro suyo, Manuel Arburúa, allá por 1957, recién destituido, le abordó inquisitivo, exigiendo explicaciones por su cese. «Franco fue retrocediendo ante la insistencia y el volumen del ministro, de gran estatura y muy superior a la del general», nos relata Adrián Ángel Viudes, «y ya contra la pared, viéndose sin posibilidad de escapatoria, con esa voz aflautada y sin pasión alguna, le dice: ‘Arburúa, desengáñese, vienen a por nosotros’. Impactado por la respuesta, el ministro queda en fuera de juego».
Y es que si el sujeto irónico es capaz de distanciarse de sí mismo, tanto más lo hará de cualquier grupo al que se le suponga pertenencia. Un tercer suceso corrobora este punto. Se dice que estando nuestro Franco por Asturias, de donde procedía su mujer, andaba reunido con viejas amistades. Y se narra también que, en un momento dado, la citada esposa preguntó por uno de sus comunes conocidos, al cual hacía tiempo que no veían: «¿Qué habrá sido de él?». Hízose un silencio incómodo en la sala, que como todos los silencios incómodos amenazaba con no terminar. Mas pronto sería Franco quien le pusiera fin: «A ese lo mataron los nacionales», indicó.
En un mundo como el actual, repleto de gente que se toma en serio a sí misma, y aún más a su grupo de pertenencia (sea este el de las mujeres, los gais, los catalanes, los sorianos, los profesores de instituto o los franquistas), necesitamos a gente que sepa tomar distancia frente a sí misma y su colectivo. Y dado que Franco sabía hacerlo, esta es otra de las cosas de él que me caen bien.
La tercera cosa que me gusta
Ser noctámbulo e irónico son dos virtudes que aprecio. Mas ambas se quedarían como sin sal ni pimienta de no ser por una tercera que ya Pemán atisbó en nuestro personaje: la listeza. Puesto que de Franco se habla poco (recuerde el lector que nos referimos al personaje misterioso con ese nombre y alguna que otra virtud, no al Generalísimo absolutamente maligno del que la izquierda no hace otra cosa que parlotear), este rasgo de su figura pasa por lo común desapercibido. Hay empero otra anécdota, ya de sus últimos meses, que nos lo confirmará.
«Tras el asesinato de Carrero Blanco, acabó inclinándose más bien por el almirante Pedro Nieto Antúnez»
Tras el asesinato del presidente del Gobierno Carrero Blanco en diciembre de 1973, disponía Franco, según la legislación vigente, de escasos días para nombrar a su sucesor. Uno de los candidatos barajados era Torcuato Fernández Miranda, a la sazón vicepresidente del Gobierno y que, por tanto, había asumido en funciones el puesto dejado por Carrero. Muchos pensaron que el militar Franco, habituado al principio de sucesión jerárquica, le atribuiría a él, por consiguiente, el puesto vacante. Pero se equivocaban.
El personaje al que estamos dedicando este artículo acabó inclinándose más bien por el almirante Pedro Nieto Antúnez. Y de hecho lo citó a primera hora del día en que se iba a proclamar su elección, apurados ya los plazos para ello: 28 de diciembre. Ahora bien, en el último momento (entre las 8 y las 10 de la mañana), las intrigas palaciegas (que incluyen a su mujer y a su médico de cabecera) hacen cambiar a nuestro Franco de idea. De modo que, cuando Nieto Antúnez entra en el despacho del jefe del Estado, tiene lugar la reunión más corta de su historia, casi una inocentada: en solo 20 segundos, Franco explica a un perplejo almirante que el elegido es otro, Carlos Arias Navarro. «Adiós, muy buenas». «Mmmm de acuerdo, Excelencia, adiós».
La elección de Arias Navarro resulta insólita por varios motivos. El principal, que hasta ese momento ejercía como ministro de Gobernación (lo que hoy llamaríamos ministro de Interior); es decir, se trata del encargado último de la seguridad de Carrero Blanco. Se premia así, de algún modo, su ineficacia al protegerlo del reciente atentado. Ello, unido a que por primera vez la esposa de Franco ha logrado influir para algún nombramiento, convierten su elección en algo bien particular. Y ello se constataría pocos días más tarde.
Hablamos de la ceremonia en que el ya citado interino, Fernández Miranda, debe traspasar su cartera presidencial a Arias Navarro. Al escuchar el discurso que entonces pronuncia Miranda, lo primero que sorprende es su tono inusitadamente emotivista: habla de sí mismo y (algo que uno no se esperaría de los adustos jerarcas franquistas) incluso de su «corazón»:
«Se ha dicho que soy un hombre sin corazón, frío y sin nervios. No es verdad. Lo que sucede es que soy asturiano. Y los asturianos tenemos cierto miedo al corazón y al sol. Sí, al corazón y al sol».
El discurso avanza aún más sorprendente, incluso bucólico: Fernández Miranda habla de valles y senderos peligrosos por Asturias. De la caída de la tarde. De nieblas que llegan entonces. De alguna que otra bruja que cabalga entre tales nubosidades, y de altos picachos que no siempre se libran de quedar cubiertos por las brumas. Arias Navarro le mira como diciendo «estos asturianos y sus cosas». El resto de la audiencia también disimula cierta perplejidad: demasiados lirismos.
La breve intervención finaliza con la típica proclamación de fidelidad a Franco y, salvo que alguno esperara que Miranda fuese a terminar hablando de la sidra, parece no haber ocurrido nada especial. Mas, en realidad, todos han asistido a una jugada sutilísima. Miranda ha denostado la reciente elección de Arias Navarro en toda la cara de Arias Navarro.
Es más, ha lanzado una crítica de profundidad a Franco. Ha hablado de que al llegar el atardecer (el atardecer asturiano, sí, pero también del régimen) las nieblas (asturianas, sí, pero también mentales) lo cubren todo. Incluidos los picachos, las alturas más sobresalientes (esto es, Franco). Y que hay que tener miedo con las brujas que rondan esas montañas (una alusión al chafardero rol de la esposa de Franco en la elección de su sucesor).
Fernández Miranda pasa el testigo de la presidencia a Arias Navarro, pues, dejando claro durante ese mismo acto oficial que tal ascenso es mero resultado de las brumas que envuelven la mente de Franco en sus últimos años. Y por tanto ha criticado en público, de paso, al todopoderoso jefe del Estado. Pero aún hay más.
«Este Franco no es el tonto perfecto y el malvado perfecto del que nuestro Gobierno nos ha prohibido nada bueno destacar»
La argucia quedaría demasiado privada de no ser porque sí hubo alguien que la había captado. Cuando Miranda va a despedirse de Franco, este (debía de ser gallego) espera al final de la reunión para acompañarle hasta la puerta y, allí, soltarle: «Por cierto, Miranda, que estos picachos siguen despejados», mientras se pasa la mano ante los ojos. Era el único que había captado la sutil crítica de su subordinado.
Estoy seguro de que este final decepcionará a quienes esperaran un Franco tonto que no pillara la alusión a los picachos cubiertos por la niebla. O a quienes esperaran que sí la pillara y, cruel, mandara entonces a Miranda a la mazmorra más lóbrega de toda España. Pero así eran las cosas entonces. Ese, el nivel de sutileza de nuestro personaje. Y también, claro, el de catedráticos de Derecho, como Fernández Miranda, que por entonces gobernaban su país.
Concluyamos. Dado que me gusta la gente aguda, que es capaz de captar las agudezas de los demás, y que de hecho se rodea de otros tantos agudos, esta es la tercera cosa que quería contar que me gusta de Franco.
Pero dejo de recapitularlas por hoy. Pues quizá no resulte muy agudo por mi parte seguir arriesgándose a que nuestro actual Gobierno me sancione por mis gustos extraños; si bien este Franco (evidente habrá quedado) no es el tonto perfecto y malvado perfecto del que nuestro amoroso Gobierno nos ha prohibido nada bueno destacar.