En este debate no quiero entrar
«Hay mucha agresividad en el aire y la frase ‘en este debate no quiero entrar’ me parece la bandera blanca de la verdadera libertad. No necesito ganarme enemigos»
— ¿Ha leído usted la prensa hoy, don Ignacio?
— Toma, claro.
— ¿Y qué opina sobre esos activistas ecológicos que echan pintura a las obras maestras de los museos para protestar por el cambio climático?
Chasqué la lengua, marqué una pausa y dije:
— Mira, Carlitos, en este debate no quiero entrar.
— ¿Pero por qué? ¡Con lo que le gusta a usted largar!
— Porque me importa un comino lo que le pase a Los girasoles de Van Gogh o a El grito de Munch.
— Entonces, ¿no le gusta el arte?
— Sólo el arte contemporáneo, Carlitos, sólo el arte conceptual. El que está a la altura de los tiempos. A lo demás lo saludo con cortesía y le digo adiós.
Era un día espléndido del tardío otoño de Madrid, con un aire acariciante y tibio todavía, en cuyo fondo ya se sentían los fríos del próximo invierno… Pero de estas circunstancias no nos enterábamos en la penumbra eléctrica del Derby.
— Ya veo. ¿Otro cóctel, don Ignacio? ¿Un Tía Roberta?
— Venga.
Mezcló en la coctelera 60 mililitros de ajenjo, 30 de brandy, 30 de vodka, 15 de ginebra, 30 de licor de mora y hielo picado.
—Échale también medio frasco de Tabasco —le pedí—, que si no mis papilas gustativas no se enteran.
— Le he puesto también un chorro de ácido clorhídrico, que ya sé que a usted el Tia Roberta le gusta que tenga saborcito. Aquí tiene… Cuidado, que quema. ¿Y qué me dice sobre los enfrentamientos entre feministas y trans a propósito de la ley trans?
— Pues… ¡Caramba, Carlitos, creo que esta vez te has pasado!
— Ná… Está exactamente como a usted le gusta, cargadito. Ya verá qué bien le sienta. ¿Y de la ley trans no me iba a decir algo?
— Bueno… en ese debate tampoco quiero entrar. Mejor que lo resuelvan ellas y elles, no? Mi opinión sobre este tema, si la tuviera, estaría distorsionada por mi naturaleza heteromasculina e incluso… horresco referens… heteropatriarcal.
— Claro, claro. Ya comprendo. Escurriendo el bulto.
— Es que, Carlitos, hay mucha agresividad en el aire, y la frase «en este debate no quiero entrar» me parece la bandera blanca de la verdadera libertad. No necesito ganarme enemigos gratuitamente. Además de que algunas personas no sólo discrepan de mi opinión sino que se empeñan en debatir mis ideas. Es pesadísimo, ¿sabes?
— La verdad, don Ignacio, no entiendo cómo puede haber alguien tan osado que le lleve la contraria.
— Yo tampoco, Carlitos, la verdad.
— Por eso yo nunca discuto con usted, sino que sólo formulo preguntas. Por ejemplo: ¿qué opina de los sermones de Ayuso sobre lo vagos que son los estudiantes españoles…?
— En este debate prefiero no entrar.
—… o sobre el caos de la sanidad madrileña?
— Mira, Carlitos: a esa locatis la elegisteis con vuestros votos los madrileños. Ya sabes que yo no estoy empadronado aquí. Por consiguiente no tengo responsabilidad en los disparates de IDA. Es a vosotros, los madrileños, a quien toca pechar con las consecuencias de vuestras estúpidas decisiones.
— ¡Caramba, qué lúcido está usted hoy, don Ignacio!
— ¿Verdad que sí?
«Me parece muy bien que saquen a ese genocida de sagrado»
— Sí. Tenga, ha quedado un chorrito en la coctelera. Se lo pongo… Y de la exhumación de los restos del general Queipo de Llano de la Macarena, ¿qué opina? ¿O en este tema tampoco quiere entrar?
— Mira, Carlitos: sobre este tema diré que más vale tarde que nunca. A mí me parece muy bien que saquen a ese genocida de sagrado, me parece bien que la presencia repugnante de sus huesos no siga infamando el templo. Había que retirarlo de ahí. Es algo que en su momento, cuando recuperamos la democracia, no se hizo por temor a reabrir heridas. Y ahora los estamentos más reaccionarios reprochan a las autoridades que lo hagan «después de tanto tiempo», que no respeten «el descanso de los muertos», que no se olviden ya del tema y pasen a ocuparse de problemas más acuciantes.
— Pues eso, don Ignacio, a mí me parece sensato…
— ¿Pues qué? ¿Siempre es demasiado pronto o demasiado tarde para clavarle una estaca en el corazón al vampiro?… ¿Tienen las fieles que seguir arrodillándose in saecula saeculorum a rezar ante la tumba del monstruo? ¡Que lo quiten de ahí, que le llore su familia!
En ese momento mis dos perritos chihuahuas, Grossman y Derry, se pusieron a ladrar, pero los silencié con certeros puntapiés en el morro. Restaurado el silencio, me abstraje. Mi mente se evadió por cielos ignotos y emociones inefables. Carlitos, para devolverme a mi taburete en el Derby, me rellenó la copa, a la que añadió unas grageas de ricina y nitroglicerina solubles.
— ¿En qué estaba usted pensando, don Ignacio? A que lo adivino. ¡En la guerra de Ucrania! ¡Seguro que tiene soluciones que restauren la paz y contenten a todos!
— No, Carlitos, estaba pensando —respondí— en la antología de poemas de Agustín de Foxá que recibí ayer de la editorial Renacimiento. Los libros de esa editorial son tan bonitos, tan elegantes, que da alegría sólo verlos.
— ¿Y es bueno ese Foxá?
— Como poeta, en general, es horroroso y, lo que es peor: relamido y cursi. Con una morbidez pueril para impostar la sensibilidad que le faltaba, y siempre hablando de la «caja» en la que ya se ve entrando en la tumba. Pero…
— ¿Pero?
— Pero tiene esa novela prestigiosa, Madrid, de corte a checa, y sendas apariciones estelares en una columna estupenda de Ruano y en un relato de Kaputt, de Curzio Malaparte. Y la verdad es que Foxá tiene también dos o tres poemas estupendos sobre la angustia de la vida de provincias.
— ¿Dos o tres? Pocos me parecen.
—Créeme, Carlitos, que con uno basta. De casi todos los poetas recordamos sólo una composición.
— ¿Y usted sabría recitarme alguno de ese Foxá?
— Sí, mira, te voy a recitar Lo inútil.
Y empecé: «Esos gestos inútiles, / esas voces inútiles; / la del que vende juguetes que nadie compra, / la del que exhibe corbatas que producen risa. / Esa mano abierta en la lluvia…»
Pero no me acordaba de cómo sigue Lo inútil, pues la ricina me estaba subiendo a la nariz.