El falso dilema Montero
«En un momento en que la titular del Chiquipark para adultas más caro del país estaba en horas bajísimas gracias a su inoperancia, llega Vox y le da aire»
Cuando el Duende Verde le hacía a Spiderman, al final de la peli, su oferta sádica («¿Dejar morir a la mujer que amas o que sufran los niños?») planteaba al héroe un dilema moral: salvar a una persona querida o a varias desconocidas. La disyuntiva estaba bien traída, porque salvar a una implicaba la incapacidad absoluta de salvar al resto y viceversa. Por eso funcionaba: porque no se podían dar las dos opciones, aunque luego él hiciera la jugadita de, velocidad y agilidad arácnidas mediante, salvar a una, primero, y a todos los demás, después. Obviemos la parte sobrenatural del asunto y centrémonos en el dilema y en su utilidad a la hora de enfrentarnos a a su solución, que tiene tela ya que consigue que entren en conflicto algunos de nuestros valores y la coherencia entre nuestras acciones y nuestras ideas. ¿Salvaríamos a la persona a la que amamos a costa de la vida de varias? ¿Evitaríamos nuestro sufrimiento si el precio es ocasionárselo a otras personas? ¿Vale más una vida o varias?¿Más la de un niño que la de un adulto? ¿Y la de muchos niños más que la de un solo adulto? ¿Más la de alguien conocido que la de un desconocido? ¿Y la de un solo conocido pero muchos desconocidos?. «Somos lo que elegimos ser. Ahora, decide», le instaba el Duende Verde al tiempo que dejaba caer al vacío a Mary Jane y al teleférico con los niños. Y ahí te quiero ver, Spiderman.
En nuestro caso, llegaba en nuestra infancia de visita la tía ceporra que todos hemos tenido y nos salía con aquello de «¿a quién quieres más, a papá o a mamá?». A cualquier niño se le pone ante esta pregunta cara de vaca viendo pasar trenes por una razón muy concreta: porque querer a papá no implica irremediablemente no querer a mamá. Se puede querer mucho a ambos sin ningún problema, y eso lo saben bien todos los niños con tías turras que acaban contestando «a los dos igual». Como nos pueden gustar los huevos fritos y el caviar, correr maratones y echar la siesta, o las pelis de terror y las comedias románticas. Exactamente el mismo falso dilema es el que nos plantea Podemos cuando nos dice que o estamos con Irene Montero o estamos con Carla Toscano. Con Irene Montero o, cuidado con esto, con el fascismo y el machismo. Con Irene Montero o, atentos que va, a favor del maltrato a las mujeres y del asesinato mismo, de las violaciones y las torturas. Con Irene o con el mal. No hay más opciones.
«Su reacción airada y rabiosa es un intento burdo de victimizarse para eclipsar el fraude de una de sus medidas estrella»
Disfrazada de dicotomía ineludible, lo que se nos plantea es una simplificación extremista que se pretende hacer pasar por lógica siendo, en realidad, una trampa dialéctica para instaurar un dualismo falaz del que sacar rédito. En este caso en concreto puede provocarnos el mismo rechazo la actuación de Carla Toscano y la de Irene Montero sin conflicto alguno. La de la primera, por el respeto que merecen las instituciones que nos representan y porque el hecho de que Podemos haya convertido el Congreso en una prolongación de su Twitter no significa ni que deba gustarnos ni que eso legitime que todos los grupos se comporten igual. La de la segunda, porque su reacción airada, rabiosa y sobreactuada es un intento burdo de victimizarse para eclipsar el fraude de una de sus medidas estrella y, desviando el foco de atención, evitar asumir responsabilidades. Ha aprovechado muy bien, eso hay que reconocérselo, la torpeza de Vox, que parece tener en los suyos a su peor enemigo. En un momento en que la titular del Chiquipark para adultas más caro del país estaba en horas bajísimas y había conseguido, gracias a su inoperancia, unir en la crítica, fundada y argumentada, a todo el espectro ideológico (excepto a los morados, que van a toque de generala), llega Vox, hace de Vox y le da aire.
Haríamos bien en no caer en la trampa y evitar tragarnos el falso dilema que, como la tía turras de nuestra infancia, nos quieren endilgar. Se me ocurren dos formas de resolverlo: una es dejar de preocuparnos por parecer buenísimas personas, no nos vayan a etiquetar en el lado malo, y plantarnos. No claudicar ante fraudes morales y recordar que Irene Montero no es el feminismo hecho mujer, su lucha contra el machismo es cuestionable (a la vista de los resultados) y, a muchas de nosotras, ni siquiera nos representa (ni ella, ni su cáfila de activistas cuquis, ni el feminismo cupcake al que encarnan). Que nos puede parecer mal que en el Congreso le digan lo que pensamos todos y eso no la exime al mismo tiempo de asumir responsabilidades. Responsabilidades que se le exigen (aquí viene otra trampita de las suyas) no por machismo, sino por su inoperancia. La otra es aplicar su misma lógica (que podríamos llamar heurística por cuanto tiene de invento) y ante su falso dilema (¿Irene o todo mal?) podríamos contestar, con un par, algo como «las tres y cuarto, dos más de lo mismo y la familia bien, gracias».