El día que 'detuvieron' a Clara Ponsatí
«Le okupan el local, le pinchan la luz, el agua, se niegan a irse y los Mossos no es que se nieguen a sacarles. Es que se niegan hasta a tramitar denuncia»
El día que los Mossos detuvieron en Barcelona a Clara Ponsatí, exconsellera de Enseñanza de Carles Puigdemont, con el que lleva compartidos cinco años de exilio dorado a cuenta de oscuras donaciones y transfusiones del contribuyente del Parlamento Europeo, la ciudad amaneció un tanto destemplada tras varios días de aliento primaveral. Yo me levanté temprano porque tenía agendada una visita al consulado de Ucrania. Hay 22.000 refugiados ucranianos en Cataluña, 17.000 de ellos en Barcelona. Muchos de ellos llevan largos meses esperando una ayuda de 400 euros del Gobierno de España, que dicen que ya ha hecho entrega de estos fondos a las comunidades autónomas, Cataluña incluida. Por lo que sea a ese dinero le cuesta salir de la Generalitat para llegar a su destino. Ay.
La visita no la tenía a primera hora, pero quise madrugar para poder hacer una gestión que tenía pendiente desde la tarde anterior. Me había llamado la productora de un importante programa de TV de ámbito nacional. Querían tratar el tema de la okupación ilegal, violenta y amenazante de varios inmuebles en Sarrià-Sant Gervasi, concretamente de uno, apodado El Kubo, que tenía que haber sido desalojado la semana pasada pero al final el Ayuntamiento de Ada Colau (y del responsable socialista de la seguridad, que se llama Albert Batlle) no se atrevió. Los okupas habían fortificado sus instalaciones y amenazado con hacer «arder» el barrio si la Brimo de los Mossos aparecía por ahí. Entonces, como es natural, la alcaldesa bolivariana de Barcelona y sus juiciosos socios de gobierno socialistas decidieron mejor dejar el desalojo para otro día, preferiblemente pasadas las elecciones del 28-M.
Me llamaban de un importante programa de televisión de ámbito nacional no para obtener declaraciones sobre el tema (no las querían de ningún político), sino para pedirme ayuda para dar con algún vecino y afectado dispuesto a hablar. Les costaba encontrar a nadie, y para estos casos es muy socorrido tener una amiga que es política pero también periodista, es decir, que con suerte accede a la información que no siempre se le facilita a un periodista a secas, y que además entiende la importancia de compartirla con el público.
No hubo suerte, o la hubo a medias. Encontré a un vecino y afectado de unas calles más allá (Vía Augusta), pero de ninguna manera estaba dispuesto a hablar en TV, ni con una capucha en la cara ni con todos los compromisos y juramentos de no desvelar su identidad. Al principio yo pensé: normal, tiene miedo. A medida que hablábamos y hablábamos, y me iba contando con pelos y señales la peripecia de la okupación primero y desokupación después (perdiendo por el camino unos 30.000 euros, incluidos los 3.000 cobrados por los okupas a cambio de irse…) de un local comercial de su propiedad, me fui dando cuenta de que el miedo a los okupas, el miedo físico a estos personajes físicos, este vecino ya lo tenía hasta superado. A lo que le había cogido verdadero pánico era a la Administración.
Me cuenta que le okupan el local, le pinchan la luz, el agua, etc, obviamente ellos se niegan a irse y los Mossos no es que se nieguen a sacarles. Es que se niegan hasta a tramitar denuncia o parte de lo sucedido, y cuando finalmente lo hacen, se les pierde camino del juzgado. Entre tanto nuestro vecino anónimo ha advertido a la Guardia Urbana de que el local okupado, que por supuesto carece de cédula de habitabilidad, contiene bombonas de butano que podrían causar un percance. Cómo al día siguiente de saber esto la Guardia Urbana, los señores okupas deciden sacar a la calle las bombonas y tirarlas poco menos que a un contenedor (sin consecuencias ni la multa que le caería a todo hijo de vecino), sólo Dios lo sabe y lo entiende.
«El propietario tuvo que pactar una ‘indemnización’ de 3.000 euros para poder recuperar su local»
Seguimos. Nuestro vecino se reúne, entre otros, con el susodicho responsable socialista de Seguridad de Barcelona, Albert Batlle, y este le viene a aconsejar que si tiene recursos, los use para «sacarse» a los okupas de encima. ¿Le están aconsejando pagar o contratar a Desokupa? Porque las dimensiones kafkianas del relato no paran de crecer. El vecino reconoce haber recurrido a una de estas empresas que se supone que desalojan de modo un tanto expeditivo y a veces discutible, pero en este caso, hasta la empresa en cuestión parecía estar del lado de los okupas, con los que el propietario tuvo que pactar una indemnización de 3.000 euros, más el compromiso de no denunciarles, para poder recuperar su local, con toda clase de desperfectos que obviamente corren de su cuenta. Sin ir más lejos, la factura de despinchar los servicios ilegalmente pinchados por los okupas es prohibitiva. Pero es que si lo haces tú ilegalmente te pueden denunciar a ti encima…
Poco a poco me iba haciendo yo la aterradora composición de lugar: el hombre que tenía yo al teléfono no quería salir en TV porque temía complicaciones legales… ¡para él! Moraleja, la okupación no sólo es delito, y de los gordos, sino que empuja, por no decir que prácticamente obliga, a muchas de sus víctimas a delinquir también en defensa propia.
Lo cual las acaba dejando inermes frente a todo un sistema político, policial, judicial e incluso empresarial (aquí hacen su agosto desde los Desokupas hasta los que venden alarmas…) pensado para mimar y proteger a los delincuentes de cabecera de ciertos partidos políticos. Mientras al resto de la población le pueden buscar la ruina por una sanción administrativa.
Atención al alegato final de mi confidente: «No quiero salir por la TV a denunciar nada con mi nombre y con mi cara porque ya bastante me han perjudicado entre todos, y no quiero encima que me busquen las pulgas con inspecciones fiscales o lo que se les pueda ocurrir, que es lo que hacen con cualquiera que se les enfrenta». ¿Hace falta añadir algo más?
Ya por la tarde, más o menos a la misma hora que los Mossos estaban deteniendo a Clara Ponsatí, yo me paseaba por la Rambla Guipúzcoa, en el distrito de Sant Martí, repartiendo flyers con mis propuestas para Barcelona y hablando con transeúntes y vecinos. Uno que paseaba a un perro labrador precioso, Sultán, me explicó indignado que ya le habían multado tres veces por dejar a su mansísimo animal un ratito suelto, sin correa, a la vera de un parque que por cierto da asco porque el Ayuntamiento no se gasta un céntimo en su mantenimiento. Proliferan por allí los robos con violencia y la venta de drogas, según este vecino: «Mucho perseguirme a mí y a mi perro, mucho no dejarnos vivir, pero los camellos campan a sus anchas». Jorobando a todo el mundo que no es de la cuerda. Igual que Clara Ponsatí.