THE OBJECTIVE
Antonio Elorza

Almudena Grandes y la estación de Atocha: un exceso

«Almudena soñaba con un mundo rojo que respondiera a su sueño de justicia, sin detenerse nunca en lo que sucedió a quienes hicieron de tal sueño una pesadilla»

Opinión
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Almudena Grandes y la estación de Atocha: un exceso

Almudena Grandes.

Hace unos días, el órgano oficial del Gobierno publicó la noticia de que la Estación Puerta de Atocha se llamaría oficialmente en lo sucesivo Estación Almudena Grandes, y no solo como añadido, según sucedía hasta ahora. A vuelapluma, redacté un primer comentario: «Desde el cariño y el respeto a la obra de Almudena Grandes, me parece lamentable por desproporcionado». Con el sobrenombre me parecía suficiente. Tal y como era de esperar, el sentido de la libertad de nuestro periódico global no llegó al extremo de publicarlo. Fue inmediatamente borrado, lo mismo que otro irónico con que traté de reemplazar al primero. En el mundo controlado por el sistema de poder de Pedro Sánchez no cabe discrepancia alguna.

Lo que sí cabe es la construcción de un olimpo para las figuras públicas que respaldan su proyecto político, hasta el punto de que tal enaltecimiento puede producir un efecto bumerán. Almudena Grandes fue una escritora muy popular, de notable calidad y encomiable pasión por la justicia, pero su colocación al frente de una obra pública de tal relieve, lleva necesariamente a inquirir por los fundamentos de tal decisión, y al tratarse de un escritor, o escritora, a comprobar si reúne las condiciones para efectivamente ser visto/a como representativo/a de la pluralidad de valores y del espíritu de tolerancia propios de una sociedad democrática. En el caso de Almudena Grandes, mi respuesta es negativa, y sé a lo que me expongo; como poco a una excomunión semejante a la que pronunció en su día la novelista con Joaquín Leguina como destinatario.

Vaya por delante que soy hijo de militante de la UGT y del PCE en la guerra civil, oficial del Ejército Popular, que se libró por la mínima de ser fusilado y que solo recuperó su empleo en 1976, al morir Franco. Y que yo mismo fui militante del PC de Euskadi, miembro del grupo fundador de Izquierda Unida, y que para nada me arrepiento de ello, lamentando solo la autodestrucción de un comunismo democrático que antes contribuyó decisivamente a la transición en España. Pero su seña de identidad, la reconciliación nacional, implica una renuncia abierta a confundir el reconocimiento de una lucha heroica, en la guerra y contra el franquismo, con la sanción de los crímenes fruto de una concepción estalinista que pervivió incluso en la mentalidad de un hombre tan representativo del eurocomunismo como Santiago Carrillo. Sin ella no se entiende Putin, y sigue viva en quienes de modo vergonzante encubren desde el partido de hoy, y su entorno podémico, la acción del exoficial de la KGB. Dejar las cosas claras sobre este punto nada tiene que ver con una indagación arqueológica.

En uso de su libertad, Almudena Grandes hizo muy bien en dejar claras sus ideas al margen de la ficción, tanto lamentando la deriva dictatorial de Ortega en Nicaragua como evocando una y otra vez con emoción el legado de los viejos comunistas. Sucede, sin embargo, que este segundo aspecto se apoya, también una y otra vez, sobre una visión maniquea que además se proyecta sobre el presente. Almudena soñaba con un mundo rojo que respondiera a las necesidades de los pobres y a su sueño de justicia, sin detenerse nunca en lo que sucedió en el pasado realmente existente a quienes hicieron de tal sueño una terrible pesadilla.

«Frente a ella, se encontraba el Mal, personificado por la derecha en sus múltiples manifestaciones»

Por ese camino vamos a parar a Pablo Iglesias y, en su defecto, a la sacralización de la alianza hoy gobernante, sin romperla ni mancharla, como en el dogma de la Anunciación. Frente a ella, se encontraba el Mal, personificado por la derecha en sus múltiples manifestaciones: «Jamás votaría al candidato del enemigo», escribió en El País hace un par de años, reafirmando una concepción política maniquea, de partición del mundo en dos bloques, el del progreso y «el enemigo», aplicable a cualquier episodio (uno bien significativo es la investigación de Pérez de los Cobos en 2020, acumulando sin más las descalificaciones en cascada). Y como final de recorrido, se hace inevitable volver al penoso artículo de 2008 sobre la monja Maravillas y el viril miliciano en la guerra civil. Estamos en los antípodas de la protección que ejerciera Pasionaria sobre sus vecinas monjas en 1936. Son dos maneras de actuar y definir la izquierda. Con todos sus claroscuros, desde el supuesto de la democracia como convivencia, la segunda desautoriza a la primera.

Según cabía esperar, la otra cara de la cultura militante es la despreocupación por la cultura como tal, si no presenta un rendimiento político. Con la excepción forzada de una gestión técnica tras el fiasco inicial, los ministros de Cultura de Pedro Sánchez se han caracterizado por instalarse en el grado cero de la significación. Nada de lo que sucede les interesa, en los grandes problemas que van sucediéndose ante su mirada. La infraestructura administrativa funciona por si misma, unas veces bien y otras mal, y no le pregunten al ministro sobre cuestiones complejas. Que en Turquía la ofensiva islamista de Erdogan se traduce en la conversión de las basílicas bizantinas de museos en mezquitas, con Santa Sofía al frente, afectando a monumentos de valor universal, silencio total. Mirando a la cuestión que tengo más cerca, que en el Monasterio de San Lorenzo del Escorial, la pinacoteca ofrece rasgos de decrepitud, a falta de restauraciones imprescindibles, con espléndidos cuadros de Ribera sin siquiera identificación, nada importa. En apariencia, tal cosa no tiene que ver con la primera parte de este artículo: de hecho estamos ante las dos caras de la misma moneda.

Y claro, también aquí la dimensión cultural es borrada de un plumazo en favor de la política. Como al parecer es preciso montar un museo de las Colecciones Reales, nada mejor que desvestir a un santo para vestir a otro, y de este modo sin ninguna información ni debate previo, comprueba el visitante veterano que ha sido sacada de la pinacoteca escurialense la Alegoría de la Liga Santa, de El Greco.

El pequeño inconveniente para dar por bueno semejante traslado resulta de que el pequeño cuadro es el único emblema icónico de la obra de Felipe II en El Escorial, la expresión de su catolicismo militante, victorioso en Lepanto, en una palabra el símbolo del espíritu religioso-político del Rey y fundador. A esa concepción de fondo, El Greco incorporó los elementos de raíz ortodoxa -la representación bizonal, el impulso ascendente de las figuras, la boca del infierno-, que el pintor moduló para ajustarse a la citada dimensión teleológica. En una síntesis lograda gracias al sentido de la disposición y el color venecianos.

La carta de presentación pictórica del cretense al Rey, conservada hasta ahora donde debía estar, es así arbitrariamente objeto de expolio. Así que mutilamos San Lorenzo del Escorial de la obra de El Greco más representativa del monasterio, de la vinculación del artista con Felipe II, y qué importa. Tampoco si confundimos la atención necesaria a la cultura militante con subordinar los criterios culturales a una militancia vinculada al poder. En ese momento de inconsciencia estamos, que hubiera dicho don Francisco Giner de los Ríos.

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