Cándido, temerario o inconsciente
«La inconsciencia de Gershkovich pone los pelos de punta. ¿Creería que su credencial del ‘Wall Street Journal’ era la mejor recomendación ante los rusos?»
Me refiero al periodista norteamericano de origen ruso Evan Gershkovich (Nueva York, 1991), colaborador del Wall Street Journal, que vivía en Moscú desde el año 2017, hace unos días viajó a Ekaterimburgo y trató de establecer contacto con la desarticulada oposición o disidencia contra el régimen, y ha sido detenido por la policía, acusado de espionaje, arrojado a un calabozo.
Los Estados Unidos han enviado a Rusia una reclamación respaldada por 50 países reclamando su liberación. Se especula en la prensa internacional con la probabilidad de que Evan Gershkovich estuviera simplemente haciendo su trabajo de informador, concretamente pulsando la opinión de la población sobre la organización de mercenarios Wagner, y que la imputación de espionaje sea una mera excusa para el objetivo real, que es intercambiarlo con algunos espías rusos, prisioneros en América.
Noticias como ésta me recuerdan siempre a Francisco Eguiagaray, simpático, interesante y culto corresponsal de TVE en Viena y el Este europeo. Un día llegué a una oscura ciudad de los Balcanes, me lo encontré en el lobby del hotel y le pregunté si pensaba trasladarse enseguida, como todos los corresponsales de la zona, a otra ciudad, más oscura aún, donde habían estallado sangrientas hostilidades. «No, querido», me respondió, con aquellas inflexiones perezosas en su voz, tan características cuando no le dominaba la pasión de la Historia.
¿Por qué no?, le pregunté, ¡allí es donde está la noticia, y no aquí, allí es donde hay que ir! Y me respondió, en tono especialmente voluble, mientras se servía otra copa de un champagne atroz: «Querido, allí todo el mundo va armado, y las armas ¿sabes para qué sirven? Para matar. ¡Pum, pum! No me pagan lo bastante para jugarme la vida».
«Me maldije por ponerme en peligro no ya por devoción a la tarea de informar a mis lectores, sino por inconsciencia»
En aquel momento esta postura tan cabal me pareció frívola y poco profesional, y una manera muy pánfila de perderse acontecimientos muy excitantes, de gran relevancia. Poco tardé en cambiar de opinión.
La verdad es que al cabo de unas semanas, cuando me vi estúpidamente envuelto en un tiroteo balcánico y creí que no lo contaba, acurrucado en las escaleras de una boca de metro, entre dos docenas de ciudadanos aterrorizados, envuelto en el olor a alcohol (¡no sé por qué todos tenían botellas y petacas de aguardiente!) y a orina (todos se habían meado de miedo), y sólo faltaba, para completar el olor de la guerra, según Remarque, el olor de la sangre, escuchando el estampido de las balas de diferentes calibres cuya proximidad o lejanía no alcanzaba a distinguir, me maldije a mí mismo por ponerme en peligro no ya por devoción a la tarea supuestamente noble y sagrada de informar a mis lectores, sino por despiste e inconsciencia. Me prometí a mí mismo que si salía vivo de allí no me volvería a ver en una situación tan comprometida. Y entonces recordé la charla con Eguiagaray: «No querido… las armas sirven para matar…» ¡Qué sabio era! ¡Debí haber hecho como él! ¡Debí quedarme con él y ayudarle a acabarse la botella!
En fin, cumplí esa promesa y no me vi en ésas nunca más. Las batallitas de los corresponsales de guerra me parecen casi siempre majaderías y puerilidades. «Oh, he visto cosas que no creeríais… Y me he traído de recuerdo un casco agujereado». ¡A la mierda! ¡Hemingways de chichinabo!
«Gershkovich se ha visto reducido, en el mejor de los casos, a rehén para un intercambio de prisioneros»
Tenía entonces, cuando me vi tan apurado en aquellas escaleras, casi la edad que tiene el pobre Evan Gershkovich que se ha dejado atrapar en una trampa muy, muy desagradable, ha sido despojado de todos sus derechos y se ha visto reducido, en el mejor de los casos, a rehén para un intercambio de prisioneros, y en el peor, a pasar largos años en una cárcel en Ekaterimburgo, ciudad de los Urales donde por cierto fue fríamente exterminada por orden de Lenin la familia imperial. Anastasia incluida. Y el doctor Botkin, el médico del niño, el zarevich Alexis, que era hemofílico. Y el servicio doméstico. No se perdonó ni al apuntador. Años después, Yeltsin hizo demoler la casa de la matanza para que la gente no la convirtiera en santuario y peregrinase hasta ella.
Desde fuera, desde aquí, desde la bendita seguridad española, la inconsciencia de Gershkovich pone los pelos de punta. ¿Cómo no tuvo en cuenta que Estados Unidos surte de armas a Ucrania, que viene a ser lo mismo que estar en guerra no declarada con Rusia, país que nunca se ha distinguido por un escrupuloso respeto a la libertad de expresión ni a los derechos humanos? ¿Creería acaso el pobre muchacho que estar acreditado como corresponsal del Wall Street Journal era la mejor recomendación ante las autoridades y que los policías se inclinarían reverenciales ante su tarjeta que lleva estampada la palabra PRESS y le permitirían moverse libremente por el país y hacer preguntas a unos y otros?
Sabiendo cómo las gastan allí, lo que tenía que haber hecho en vez de eso es volverse a Moscú cuanto antes, y allí tomar el primer avión de regreso a Helsinki. Claro que esto es fácil de verlo y decirlo desde la retaguardia. Y desde la experiencia de los errores cometidos, a los que todos estamos expuestos. Expuestos, incluso, a repetirlos: no hay que descartar nunca la mala suerte ni la contumacia en el error. Le deseo a Evan Gershkovich buena suerte y una pronta liberación.