La democracia en muy pocas manos
«Pablo Iglesias no es solo líder, sino que actúa como dueño de Podemos, hasta obligar a su partido a legitimar la compra privada de una casa en Galapagar»
Cuando se comparan los problemas nacionales con los que sacuden a otras democracias se corre el riesgo de errar en el diagnóstico. Es cierto que hay circunstancias que se pueden explicar por la época común, debido a la enorme velocidad del cambio tecnológico y social que a todos nos afecta, pero hay otras que nos son exclusivas. En particular, el hecho de que nuestra democracia haya devenido en una partitocracia bastante extrema y que los partidos se vean controlados por liderazgos muy rígidos y asfixiantes se debe a peculiaridades muy españolas.
En primer lugar, a la herencia de una cultura política bastante autoritaria y, en consecuencia, al temor de los constituyentes a que España pudiese ser ingobernable lo que llevó a crear una figura, la de presidente de gobierno, cuya estabilidad casi inexpugnable ha tendido a colocarlo por encima del bien y del mal. La crisis de la UCD sirvió para fortalecer tal tendencia pues se interpretó como un ejemplo de la manera en que un partido indisciplinado y demasiado plural acabó por derribar a quien había sido su principal valor político; como es obvio, esta interpretación, no falsa por completo pero sí insuficiente, ha servido para que, en especial en la derecha política, los liderazgos acaben apoderándose del partido de una forma que ni es inteligente ni sirve a una razón esencial del ser de cualquier democracia que es el debate y la participación política.
Los partidos españoles, ahora también los de izquierda, han resultado víctimas de la excesiva concentración de poder en su presidencia al verse reducidos a meros comparsas de los líderes, a instrumentos para ayudar al recaudo de votos, a trampantojos de una democracia mejor. El ninguneo al que se ve sometido el poder legislativo y la enorme merma en la calidad de la producción de normas legales que conlleva, constituye un ejemplo clarísimo de la perversidad de este proceso.
El poder absoluto de las cabezas de los partidos no es que sea malo, que lo es, es algo peor, es absurdo. Como vivimos en una época en la que nuestra atención está sometida a un asalto constante, lo que favorece que el debate político huya de los asuntos de fondo y se refugie en ocurrencias más o menos afortunadas, los líderes aprovechan cualquier oportunidad para asomarse a las portadas diciendo lo que sea, aun si eso que dicen apenas tiene que ver no ya con lo que prometieron sino con el fondo moral e ideológico que explica y justifica la diversidad política. Es posible que de ello pueda surgir algún bien, pero es obvio que abundan más los despropósitos y el oportunismo más descarado.
«Sánchez ha prometido hacer no sé cuántos miles de viviendas sociales, pero parece que no se ha molestado en saber si esa cifra resultaba posible, si la necesidad es mayor y, sobre todo, qué habría de hacerse antes de proclamar el milagro»
Para no ser demasiado abstracto, pondré un ejemplo. El líder del PP se felicitó porque un recurso ante el Constitucional presentado por su partido resultase rechazado, alborozo que deja en muy mal lugar a quienes pensaron que había motivos para recurrir tal ley y a los votantes que tenían esa convicción. No se trata solo de que el comentario de Feijóo resulte llamativo, es que su posición le priva al partido de una capacidad que le es esencial, la de elaborar una propuesta política y la de modificarla en el caso de que sus apreciaciones se hubiesen basado en una inconstitucionalidad que no ha lugar.
En el otro lado del espectro es notorio que Pedro Sánchez está llevando a cabo políticas que no existían para el PSOE antes de su exaltación a la Moncloa, aunque, al menos, el presidente se preocupa de que los órganos del PSOE las reescriban. Tal vez el caso más acabado de anonadamiento de un partido sea el de Pablo Iglesias que no se limita a ser el líder, sino que actúa como si fuese el dueño de Podemos, hasta el punto de que obligó a su partido a que legitimase la compra privada de un modesto recurso habitacional en Galapagar, hecho insólito en la historia de estas peculiares instituciones.
¿Qué perdemos los españoles cuando los partidos se ven reducidos a una caricatura de su papel constitucional? Habrá quienes piensen que no se pierde nada, porque conciben la política como el hacer de unos expertos que, cada cierto tiempo, se somete a refrendo popular. Menos da una piedra, desde luego. Pero las democracias tienen que aspirar a algo más, a que sus políticas resulten de procesos de debate y de participación que, de no darse en el seno de los partidos, quedarán mutiladas y ciegos a las realidades sobre las que pretenden influir.
Sánchez ha prometido hacer no sé cuántos miles de viviendas sociales, pero parece que no se ha molestado en saber si esa cifra resultaba posible, si la necesidad es mayor y, sobre todo, qué habría de hacerse antes de proclamar el milagro. En su partido tiene, con seguridad, gente muy capaz de resolver esas incógnitas y de debatir acerca del modo más adecuado para llevar a cabo una política de vivienda verosímil, y es seguro que son conscientes de las dificultades y obstáculos que se han de vencer para ello, pero, por desgracia, el PSOE ha sido reducido a un altavoz de la Moncloa, un lugar en el que está de sobra claro quién es el que manda.
La penúltima propuesta de Feijóo ha sido prometer que bajo su mandato se hará un pacto por el agua, sin duda una gran idea en medio de la sequía, pero, como no sea que ese pacto consista en un acuerdo de Feijóo con su gabinete, no acaba de estar claro qué políticas habrán de llevar a tan feliz acontecimiento, cómo se acabará con los intereses encontrados entre regiones que se disputan unos ríos que a veces parecen hilillos de agua. Espero que no olvide preguntar a unos y a otros qué es lo que se puede pactar, en su partido y en otras instancias.
Las políticas que no derivan de un proceso de estudio de abajo a arriba adolecen, por necesidad, de falta de información y están destinadas a la esterilidad y al extremismo. Así llevamos una larga jornada, legislando cada vez más y cada vez peor mientras España retrocede en cualquier listado de bienestar. Hay que esforzarse por cambiar este declive tan peligroso y eso no puede hacerse solo a base de unos líderes cuyo ideal político acaba por parecerse demasiado a la goyesca pelea a garrotazos.
¿Cómo se arregla esta avería? Lo primero es que los propios partidos tomen conciencia de cuál es su responsabilidad y no se dejen reducir a negociados; tienen que ponerle el cascabel al gato y eso no es fácil, pero debieran echar un vistazo al éxito decreciente de sus políticas y si, como dicen, creen que hay ideas que las impulsan y piensan que son las mejores, deberían preguntarse qué es lo que falla. Está bastante a la vista, una democracia en la que solo cuentan unos cuantos, muy pocos, no es un modelo indiscutible de libertad y de progreso, los ideales que deberían motivar cualquier política decente.