THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Escarmentar en carne propia

«La inquina de Pedro Sánchez hacia los empresarios poco tiene que ver con convicciones izquierdistas. Más bien obedece a la chulería del propio personaje»

Opinión
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Escarmentar en carne propia

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

Por si todavía Feijóo no se había dado por enterado, al parecer también los empresarios le han pedido que haga concesiones al PSOE moderado para ganar las elecciones. Suponiendo que seamos tan ilusos como para dar por acertada esta petición, porque implica renunciar a reformas urgentísimas y a políticas mucho más que necesarias, ¿qué empresarios son esos que piden a Feijóo que haga concesiones al socialismo? 

No se sabe a ciencia cierta; desde luego, no con nombres y apellidos. Se entiende o se da a entender que serían los jefes de las grandes corporaciones nacionales. Lo cual, de entrada, ya implica un error. Porque un empresario no es un alto ejecutivo o un miembro del consejo de administración de una gran empresa. Un empresario es otra cosa. Es alguien que tiene una idea y la pone en marcha arriesgando, si es preciso, su propio patrimonio. No es un ejecutivo o consejero a sueldo que de lo suyo, más allá del despido, arriesga poco o muy poco. 

Los jefes de las grandes compañías no solo no serían empresarios, sino que desconfiarían de los empresarios auténticos porque, a medio y largo plazo, estos son una potencial amenaza. En una economía de libre acceso, el pequeño empresario de hoy es el gran empresario de mañana; es decir, la competencia. Y la competencia es un incordio. Obliga a esforzarse, a reinvertir buena parte de los beneficios, a seleccionar a los mejores y desprenderse de los peores, aunque sean familia o políticos con servicios prestados. Para evitar la competencia, el Estado español se ha dedicado a disparar leyes como si fuera una metralleta. Y lo ha hecho, por un lado, porque la selva legislativa permite al político ejercer una rentable discrecionalidad y, por otro, porque esa discrecionalidad tiene un precio que alguien estará dispuesto a pagar para obtener una ventaja competitiva. Este es el quid pro quo que antecede a la confluencia de intereses.

Sin embargo, ni en mis peores pesadillas imaginé que los acontecimientos llevarían a España a convertirse en el ejemplo cristalino de cómo ese quid pro quo acabaría alumbrando un sistema de acceso restringido insuperable. Un sistema que reaccionaría con gran virulencia ante cualquier intrusión no autorizada. Y que neutralizaría sistemáticamente toda pretensión de reforma. 

«España ha evolucionado hacia un sistema de acceso restringido, en la política y la economía»

Es tan notorio que España, en vez de profundizar en la democracia, ha evolucionado hacia un sistema de acceso restringido, en la política y la economía, que la forma en que los medios de información lo ignoran solo se entiende, precisamente, por las insoslayables dependencias que el propio sistema genera. Si Douglass Cecil North (1920-2015) levantara la cabeza y contemplara nuestro país, quedaría maravillado. Al fin y al cabo, a este economista e historiador estadounidense le debemos haber definido las instituciones como las restricciones humanas con las que han de bregar las interacciones económicas, políticas y sociales. Y también le debemos la distinción entre restricciones formales (leyes y constituciones) e informales (tradiciones, costumbres, dogmas y hábitos sociales). 

A partir de los hallazgos de North, la correspondencia entre calidad institucional y desarrollo económico ha estado en el centro del debate económico. Numerosos economistas, y no solo economistas, han argumentado que el deterioro institucional supone una barrera para la prosperidad. Sin embargo, al parecer, cuando se trata de constatar empíricamente la relación entre calidad institucional y prosperidad económica, la evidencia es muy débil. 

No soy economista, así que no estoy cualificado para cuestionar estos resultados. Pero sospecho que, en el mundo de lo real, no en el académico, los trillones de interacciones entre las numerosas reglas formales e informales y millones de individuos son, por fuerza, demasiadas interacciones. Y con la «verdad económica» acaba sucediendo algo muy similar a lo que sucede con la «verdad jurídica», que se reduce a lo que puede ser atrapado con medios, en comparación, extraordinariamente limitados. Así, según la verdad jurídica, Al Capone fue un tipo que defraudó al fisco. Y según la verdad económica, España es, simplemente, un país ineficiente.

Pero regresemos a esos empresarios que aconsejan a Feijóo hacer guiños al socialismo (olvidemos lo de moderado, porque el socialismo, igual que el catolicismo, no tiene grados. O se es católico o no se es católico). Según dicen, estarían muy preocupados porque el actual presidente de Gobierno los habría colocado en la diana. El impuesto extraordinario a las energéticas, a la banca y a las grandes fortunas; el blindaje antiopas que impide inversiones extranjeras; la demora en la adjudicación de los fondos europeos; el señalamiento de Ferrovial por trasladar su sede social fuera de España; y por último la ley de vivienda, que afecta a los propietarios que tengan más de cinco viviendas, habrían conmocionado a todo el tejido empresarial… ¿En serio, ahora se conmocionan?

«La izquierda es antagónica a la propiedad privada y a la libertad de mercado»

La inquina de Pedro Sánchez hacia estos empresarios poco tiene que ver con las convicciones izquierdistas. Más bien parece obedecer a un ajuste de cuentas y a la chulería del propio personaje, que se ha propuesto demostrar que quien manda es quien ocupa La Moncloa. Pero me cuesta bastante compadecerme de ellos. De hecho, me pregunto dónde estaban estos supuestos empresarios, tan preocupados hoy por el devenir de la seguridad jurídica, cuando los diferentes boletines oficiales vomitaban sin descanso cientos de miles de nuevas leyes y reglas. Dónde andaban metidos cuando las regulaciones de todo tipo y pelaje, incluidas las paridas al calor de la corrección política y la emergencia climática, se iban amontonando sobre unos autónomos y pequeñas empresas que, a diferencia de los grandes, a duras penas podían sobrellevarlas.

En estos días que todo parece darse la vuelta, se acuñan verdaderas majaderías, como la idea del «capitalismo moralista» que, precisamente, consiste en entender todo al revés. Llegados a este punto, era solo cuestión de tiempo dar por bueno que el capitalismo es de izquierdas y, a continuación, disponerse a pasar un buen rato observando cómo ata por el rabo esta mosca la izquierda anticapitalista. 

Sin embargo, dar por bueno que el capitalismo es de izquierdas resulta tan ridículo como afirmar que el feudalismo es de derechas. Ocurre que el mercantilista siempre intenta colocarse del lado del poder. Y la izquierda, por su parte, está más determinada a acaparar el poder. Así que es lógico que ambos confluyan. Pero el capitalismo no es de izquierdas porque, si lo fuera, desaparecería. Y es que, por más que la izquierda se vista con la piel de cordero de la socialdemocracia, es antagónica a la propiedad privada y a la libertad de mercado. Como aquel escorpión que mata a la rana que le ayuda a cruzar el río, está en su naturaleza acabar con el capitalismo.    

Lo confieso, soy partidario de la propiedad privada y la libertad de mercado, así que no tengo nada contra las grandes empresas, tampoco contra sus directivos. Al contrario, deseo fervientemente que triunfen, dentro y fuera de España, y que ganen mucho dinero. Pero quiero que su éxito se deba a buenas decisiones, a invertir e innovar, a competir en buena lid. No a jugar con ventaja poniéndose del lado del poder… hasta que el poder acaba revolviéndose.

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