La postura del misionero
«El mercenario jamás mira en lontananza, salvo cuando imagina en los confines un suelo urbanizable y, frotándose las manos, pone la calculadora a funcionar»
Las noticias del grupo Wagner confirman aquella enseñanza, tantas veces olvidada, que Maquiavelo nos regalase hace cinco siglos: todo mercenario es inútil y peligroso. De esto algo sabemos en nuestro país, pues la llegada de la nueva política vino acompañada de un notable desembarco de condottieri. Me refiero, naturalmente, a los militantes de fortuna.
Hace unos días levantó cierta polvareda el tuit de un político, o más bien expolítico, de Ciudadanos. En él afirmaba cerrar una etapa «que empezó hace 5 años cuando envié mi CV al departamento de RRHH». Unos se escandalizaron por las formas: «cerrar una etapa» cuando el partido se hunde es como anunciar que te marchas del pub cuando lo chapan. Y otros se escandalizaron por el fondo: ¡los partidos como agencias de colocación!
Nada tengo contra el autor de ese tuit, que es, ante todo, un hijo de su tiempo. De la intensa carrera política de Arrimadas solo queda hoy el fulgor, como dice Ovidio en Las metamorfosis cuando Dafne es convertida en laurel. Con sus hojas se hacen unas lentejitas sus antiguos conmilitones y, a renglón seguido, mandan el currículum a otro partido. Militancia de fortuna, ideología de faltriquera.
No hay misión tan pequeña como uno mismo. Colón y los hermanos Pinzones eran unos marineros, como dice la canción; pero también unos misioneros, y su misión los guiaba hacia lo ignoto. El mercenario, en cambio, va al alcance del otro para vencerle y convencerle, sin más vocación de encuentro que la voluntad de rapiña. No hay una alteridad que conquistar ni por la que dejarse conquistar; solo otros de los que aprovecharse, como piensa el lobo cuando ve un rebaño de ovejas. Hasta que aparece el mastín y lo corre a dentelladas. El mercenario habita un mundo pequeño en que solo hay winners y losers.
La postura del misionero señala, como la estatua de Colón, el ideal: Plus Ultra. Harían bien los partidos en proscribir cualquier postura que no fuese ésta, como antaño hiciera la Iglesia. El mercenario jamás mira en lontananza, salvo cuando imagina en los confines un suelo urbanizable y, frotándose las manos, pone la calculadora a funcionar. Es una versión degenerada del misionero que no señala el infinito, sino a sí mismo. A lo que apunta, dedito en ristre, es a sus propios intereses. ¿Qué hay de lo mío?
«El militante de fortuna es, parafraseando a Garrigou-Lagrange, inflexible en la vida porque no ama y flexible en los principios porque no cree»
El militante de fortuna es, parafraseando a Garrigou-Lagrange, inflexible en la vida porque no ama y flexible en los principios porque no cree. ¿No quieres, amigo político, que hagan croquetas con tu cadáver insepulto? Pues recuerda que en política, como en la vida, el misionero vale por cien condotieros. Uno tiene principios y los otros, argumentario.
Nos irrita el discurso del militante de fortuna porque suena a recién aprendido: como el niño, memoriza la lección a base de recitársela a los demás. De ahí que nos venga con cuentos que ni él mismo se cree. Por muchos aspavientos que haga, nunca se indigna por causa propia; más bien, se ofrece como caja de resonancia de un sentir ajeno. Quizá esta sea una de las causas de la dichosa desafección: sobran mercenarios y faltan misioneros. El mejor soldado, Jenofonte dixit, es el que cree en la causa por la que lucha.