Cuba, el descrédito de la ley
«Su sacrificio debería al menos ser un recordatorio permanente de que en Cuba el derecho hace mucho que dejó de existir»
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) publicó el lunes 11 de junio un informe que presenta los resultados de una investigación en la que ha trabajado por más de cinco años. Los resultados deberían ser un escándalo internacional. Según la CIDH, la muerte del disidente cubano Oswaldo Payá y de Harold Cepero no fue un accidente. En su momento se dijo que el piloto del coche, el secretario general las nuevas generaciones del PP en ese momento, Ángel Carromero, había perdido el control y se había estrellado contra un árbol. El informe de la CIDH sostiene que el coche fue embestido por otro vehículo de la Seguridad del Estado. También confirma que Carromero fue torturado, sus declaraciones en las que confirmaba el accidente obtenidas bajo amenazas y, por lo tanto, sin valor jurídico. (Extraña su silencio, en cualquier caso, aunque si hablara tendría que hacerlo también de otras cosas: el año pasado dimitió de su cargo de asesor del Ayuntamiento de Madrid por el escándalo del espionaje a Isabel Díaz Ayuso.)
Piero Calamandrei, el gran jurista italiano, uno de los padres de la Constitución de 1948, de la que nace la Italia republicana y democrática, pronunció una conferencia en 1940 a unos estudiantes de derecho recién graduados. Se titulaba «Fe en el derecho». Era un ambiente de euforia fascista y de triunfo nazi en todos los frentes de guerra. En el encuentro les exige a los jóvenes respetar la ley, base deontológica de la profesión que están por empezar y garantía de la vida civilizada. Para Calamandrei, la ley es la última frontera de protección de los ciudadanos, incluso en la Italia de Mussolini.
«Lo mismo pasó en la Unión Soviética con la Revolución y los delitos de «disolución social» y «sabotaje» con los que se ejecutó a millones de inocentes»
En 1940 el fascismo italiano es ya una dictadura abierta. Ha prohibido los partidos políticos y los sindicatos independientes, ha encarcelado y fusilado inocentes, ha declarado la guerra de agresión en Abisinia, ha intervenido cínicamente en la Guerra Civil española con falsos voluntarios, la leva es una cruel realidad que devasta a los jóvenes, ha cancelado la libertad de cátedra, existe censura en los medios y las editoriales, los intelectuales están condenados al ostracismo o el exilio interior. Y todo, en un ambiente de normalización y popularidad del régimen. Pero, por más esfuerzos que hiciera Giovanni Gentile por desmoronar el edificio de la justicia italiana aún hay fiscales y jueces, juicios civiles y mercantiles y unas leyes que los poderes públicos dicen respetar, amparados en unos hombres, unas tradiciones y unas instituciones que afortunadamente los anteceden. En contraste, Carl Schmitt, el jurista del Reich, había promulgado que en Alemania la ley era también las órdenes cotidianas de Hitler, fuera cual fuera su naturaleza. También decretó que los jueces podían condenar si sospechaban que un detenido había actuado «contra la voluntad del pueblo alemán», voluntad que el juez tenía la potestad de interpretar. Lo mismo pasó en la Unión Soviética con la Revolución y los delitos de «disolución social» y «sabotaje» con los que se ejecutó a millones de inocentes.
Ciertamente, si la conferencia de Calamandrei hubiera tenido lugar durante la República de Saló, otro hubiera sido el llamado del jurista florentino. La «fe en el derecho» era imposible en ese gobierno. Mussolini, recién rescatado por lo invasores alemanes, gobierna un reducto italiano de opereta y depravación (la película de Pasolini, Saló, lleva por subtítulo O los 120 días de Sodoma) acepta avalar las leyes racistas que provocaran la muerte de miles de judíos italianos hasta entonces parcialmente a salvo de la locura racista nazi. Entonces sí la postura del jurista italiano fue llamar directamente a la rebelión contra un poder tiránico, como así mismo hizo en los hechos, apoyando a los partisanos. Perdida la «fe en el derecho», sólo restaba la desobediencia activa y la rebelión.
«Fe en el derecho» fue el acierto genial de Torcuato Fernández-Miranda en la transición española: ir de la ley franquista a la ley democrática. Que los procuradores franquistas votaran a favor de su disolución.
Para Calamandrei existen tres grados del derecho: la ley en un Estado constitucional y democrático; la ley en un Estado autoritario como, paradójicamente, la única tabla de salvación al alcance de los ciudadanos (hipótesis de «Fe en el derecho») y la ley como mascarada y cobertura del terror, rojo o pardo.
Oswaldo Payá, como Calamandrei, como Fernández-Miranda, tenía «Fe en el derecho», y pensaba que la única salida a la dictadura cubana era a través de la ley. Por eso ideó el Proyecto Varela, que consistía en aceptar la Constitución de 1982, restrictiva de las libertades e impuesta verticalmente, pero que, como la actual, tenía resquicios a los cuales ampararse, en aquel caso el artículo 88. Este permitía subir a proposición de ley ante el parlamento, la Asamblea Nacional del Poder Popular integrada por 605 diputados (todos miembros del único partido legal, el Partido Comunista), cualquier iniciativa que reuniera diez mil firmas ciudadanas. Payá, usando la base social de muchas parroquias cubanas que resistían los embates del Estado, logró la heroica tarea de conseguir las firmas. Pese a los activistas detenidos, el movimiento infiltrado por espías gubernamentales, campaña de desprestigiado en los medios oficiales, los miembros del Proyecto Varela iban de puerta en puerta buscando a esos héroes anónimos. Y los encontraron.
«El verdadero peligro del opositor era que amenazaba no la legitimidad sino la legalidad del gobierno»
El objetivo era proponer reformas que garantizaran por ley las libertades básicas (reunión, expresión, asociación, comercio y elección) y, desde esa base legal, ir desmontando el poder totalitario desde dentro y por consenso. De la ley a la ley, como en España. Las autoridades rechazaron la propuesta y doblaron la intimidación hacia Payá y sus seguidores. El verdadero peligro del opositor era que amenazaba no la legitimidad sino la legalidad del gobierno. Además, estaba en contra del embargo estadounidense, no recibía dinero de ninguna organización de Estados Unidos y no mantenía relaciones con los líderes del exilio. Era inatacable. Payá había logrado con el Proyecto Varela y todas sus acciones posteriores señalar al régimen como un usurpador de su propia legalidad. Esa labor le costó la vida.
Por ello es tan lamentable que el papa Francisco reciba en audiencia al mandatario cubano Miguel Díaz-Canel, sólo unos días después del informe de la CIDH que hace oficial que Oswaldo Payá, líder del Movimiento Cristiano Liberación, católico convencido y congruente, fue asesinado. Su sacrificio debería al menos ser un recordatorio permanente de que en Cuba el derecho hace mucho que dejó de existir. Lo sabe el opositor José Daniel Ferrer, al que están matando a cámara lenta en la cárcel, según ha denunciado su familia estos días. Lo saben los artistas presos del Movimiento San Isidro, Luis Manuel Otero Alcántara y Maykel Castillo alias Osorbo. Lo sabe Yunior García Aguilera, el último que, como Payá, apeló a la ley para manifestarse contra el gobierno y que, ante la perspectiva de terminar como Ferrer, Alcántara, Osorbo o, peor, Payá y Cepero, optó por el exilio en Madrid. Lamentablemente, parece no saberlo la opinión pública mundial.