¿Acabaremos siendo todos Borja Sémper?
«Tras el 23-J seguiremos afrontando un futuro incierto, escuchando monsergas moralistas y nadie atenderá nuestras inseguridades ni nuestra precariedad»
Benedicto XVI, Antonio Gala y esta legislatura que acaba tienen algo en común. Muchas de sus necrológicas habrán sido escritas ya antes de su muerte.
El obituario que se publicará al día siguiente de las próximas elecciones resulta sencillo de imaginar. Algunos tienen tantas ganas de difundirlo, que ya nos están avanzando sus titulares. «Fin de la etapa de polarización»; «Vuelta al bipartidismo»; «Terminó la era de los extremismos». En el fondo, lo que en verdad les gustaría sería anunciar algo así como «Triunfo del centro centrado, dejamos atrás por fin los tiempos de Stalin y Abascal»; pero es probable que, pese a la euforia, se nos amilanen un tanto.
¿Por qué lanza esta predicción sobre los titulares del 24 de julio un servidor, que aborrece las predicciones, salvo si versan sobre el pasado?
En primer lugar, porque es probable que los números otorguen la razón a tales titulares: para que el «extremismo» se achique, bastará con que la ultraizquierda sufra un revés similar al de las pasados comicios municipales —esto es, un revés tan ruidoso, que hasta la candidata que blasonaba de sorda debió de escucharlo—.
¿Podría compensarse con un crecimiento similar de Vox «por el otro lado»?
(Pido perdón al lector por escribir como una Lucía Méndez cualquiera, pero es que estoy imitando justo el modo de pensar de los centristas centrados, esos tan preocupados en denunciar los crímenes del Gulag, «por un lado», como el desparpajo de Díaz Ayuso, «por el otro»).
Podría ocurrir; pero si Unidas Podemos perdió más de la mitad de sus votos en mayo pasado, concedamos que es improbable que Vox lo compense multiplicando por más de dos los ya abundantes suyos (3,7 millones en 2019).
«¿Hay motivos para profetizar ya el final de la polarización?»
Así que los números quizá sí nos muestren tras estas elecciones un leve refuerzo de la suma de los partidos (PP más PSOE) que —¿se acuerdan ustedes, allá por 2011?— sostenían nuestro bipartidismo imperfecto. Y eso bastará para el story telling (que es un modo inglés de referirse a «contar cuentos») de que volvemos a la etapa de la «moderación». Que tornamos a «los pactos de centralidad», por decirlo con Felipe González anteayer. Que por fin se acaba la «polarización».
Todo esto se dice ya. Y se dirá aún más tras el 23-J. Pero sabemos que el hecho de que algo se diga mucho no lo convierte en verdad, contra lo que sostiene el propio Felipe González. ¿Hay motivos para profetizar ya el final de la polarización, un poco como Fukuyama profetizó el fin de la Historia en 1992, o como los testigos de Jehová pronosticaron el fin del mundo para 1914?
La verdad es que, más allá de los resultaditos electorales que se produzcan en este país llamado España —antaño octava potencia mundial, hoy ya solo la decimocuarta (y bajando)—, «los extremismos» no se asemejan ni a la paella valenciana ni al hornazo salmantino: no son un producto autóctono de nuestra nación. Todo Occidente vive desde hace años el final de los tranquilos «bipartidismos», de la calmada alternancia entre socialdemócratas un poquito más partidarios de los impuestos y democristianos un poquito más partidarios de bajarlos. El final de la Guerra Fría, allá por 1989, preludió el final de esa paz interna.
En Estados Unidos, por ejemplo, se ha duplicado en 60 años el número de personas que aborrecería que sus hijos se casasen con alguien de ideología opuesta: el antiguo país de la segregación racial va camino de convertirse en el país de la segregación ideológica. En cuanto a Francia, qué decir estos días sobre Francia. En cuanto a Gran Bretaña, qué decir tras el Brexit sobre Gran Bretaña. Tampoco la Italia de Giorgia Meloni ni la Alemania de una creciente AfD parecen haber girado hacia el moderantismo de toda la vida. Ni Suecia, ni Finlandia.
Resultaría estrafalario, pues, que España se adentrara ahora ella solita en un período de moderación y borjasemperismo, por mucho que suban o bajen unos escaños aquí o allá. Quienes hacen esa predicción parten de un diagnóstico erróneo. Creen que lo extraordinario, lo irracional, lo incomprensible es que la gente vote cosas que no son ni el PP ni el PSOE, y que por ello algún día volverán las aguas a su curso normal. Bien al contrario, otros creemos que hace tiempo que las aguas de ese río no es que se desbordaran, sino que desembocaron en su estuario natural. Y nadie es capaz de volver a meter el mar entero en un solo cauce.
Miremos donde miremos, la conclusión solo puede ser esa.
«Desde la llegada de Sánchez cuatro países de la UE nos han adelantado en ‘renta per cápita’: Chipre, Eslovenia, Estonia y Lituania»
Empecemos por la economía. Ya hemos dado el dato de cómo España ha pasado de ser la octava potencia mundial a ser solo la decimocuarta. Desde la llegada de Pedro Sánchez al poder, para más inri, hasta cuatro países de la propia Unión Europea nos han adelantado en renta per cápita: Chipre, Eslovenia, Estonia y Lituania. Durante los tiempos tranquilos que se añoran (básicamente, los anteriores a la crisis de 2007), la gente miraba la economía y confiaba en que, aunque fuera a trompicones, el futuro se presentaba mejor que el presente, y este se mostraba a su vez mejor que el pasado. De tal confianza no queda rastro.
La cosa adquiere tintes existenciales cuando miras a tus hijos o tus nietos: pocos se fían aún de que vayan a tener una vida mejor. ¿Cómo tenerla, si tras el paso del PSOE por el Gobierno, la deuda que les dejamos está en un 113% de nuestro PIB? La antigua fe en el futuro se ha transformado hoy en una devoción más típica de nuestros días: el «virgencita, virgencita, que me quede como estoy».
Tornemos nuestra mirada al sistema educativo: ¿quién confía aún en que este, como antaño, sea la vía de ascenso social para los más aplicados? La escuela que rebaja los estándares para aprobar, las aulas que se las ven y las desean para mantener la disciplina… son también la escuela que rebaja las esperanzas de triunfar gracias a ella; y las aulas que no te dotan de herramienta alguna para mejorar tu vida. El aprobado fácil de hoy es el parado fácil del mañana. El gamberro que hoy amarga las clases a compañeros y profesores es el mismo individuo que amargará a la sociedad mañana por su incapacidad de disciplinarse.
Añadamos a lo dicho la precariedad laboral, las odiseas que padecen autónomos y pymes, el descenso de ingresos de profesiones antaño respetables (periodistas, investigadores, profesores…), el desorbitado precio de la vivienda, la creciente inseguridad ciudadana… y entenderemos por qué los socialdemócratas, los democristianos, los liberales de antaño ya apenas entusiasman. Todas esas élites políticas nos prometían que un plácido turnismo de sus gobiernos nos otorgaría un futuro cada vez mejor. Y hoy nadie cree en ese futuro mejor. O, mejor dicho, se cree que habrá un futuro mejor, sí: pero solo para tales gobernantes.
En lo cultural, la situación no se presenta muy distinta: te pones una serie de televisión, vas a una conferencia en tu centro cívico, compras una entrada para el cine, y la gran amenaza de que te hablan nuestros «creadores» es el franquismo. Valle-Inclán incluido. También te amenazan bastante con el cambio climático que, lo que son las cosas, funge asimismo de justificación para perder los 185 millones de empleos que, según McKinsey, se perderán en los próximos años. Otras amenazas inminentes, según nuestras élites culturales, son la homofobia, la transfobia y el machismo, justo en las sociedades donde mejor viven hoy homosexuales, transexuales y mujeres. Con ese panorama, ¿de veras a alguien le extraña «la polarización»? Permítanme, de hecho, reformular esa pregunta con un lenguaje menos academicoide del que le gustaría a nuestras élites: ¿de veras a alguien le extraña que la gente esté hasta las narices?
«¿De verdad alguien cree que la brecha entre el pueblo y sus élites está a puntito de terminar?»
Se habla a menudo de que el problema es que no confiamos ya en nuestra clase política tradicional. Pero nadie ha hecho aún en España el estudio contrario: ¿cuánto confían nuestros políticos de siempre en nosotros? En Estados Unidos se atrevieron a investigar tal cosa en 2016 y el resultado fue demoledor: más del 70% de burócratas y asesores de Washington creía que el pueblo no tenía ni idea de cómo afrontar la ayudar a los pobres, la ciencia o la tecnología. Y que, por tanto, no había que prestarle, al diseñar políticas, mayor atención. Pedir el voto a la gente no era, para esas élites, más que un pesado trámite al que obliga ese detalle de que, todavía, no quieren dejar de llamar a esto «democracia».
En suma, con este panorama, ¿de verdad alguien cree que la brecha entre votantes y partidos tradicionales, entre el pueblo y sus élites, está a puntito de terminar?
En 1999 se estrenó una película con un argumento bien pintoresco: Cómo ser John Malkovich, del director Spike Jonze. Su protagonista descubría un buen día una portezuela que le permitía meterse en la mente del actor John Malkovich y ver el mundo como lo veía él.
Buena parte de nuestra élite periodística y centrista está convencida de que ese argumento estrambótico se volverá realidad el día 23 de julio. De repente, al ver los resultados electorales, todos penetraremos por una escotilla en la mente de Borja Sémper. Y veremos el mundo exactamente como lo ve él: moderadito, bonito, suave, tan blando por fuera, que se diría todo de algodón. La época de la crispación habrá terminado. El pueblo habrá hablado y, por fin, habrá dado a nuestras élites la razón.
El problema, claro, es que esas cosas solo pasan en las películas. En la vida real, es poco probable que tras la noche electoral del 23-J nos convirtamos todos en Borja Cénter (copio a Víctor Núñez tan atinado apodo). Por el contrario, seguiremos afrontando un futuro incierto, se seguirá empobreciendo nuestra vida, seguiremos escuchando monsergas moralistas de nuestros «intelectuales y artistas», nadie atenderá a nuestras inseguridades ni nuestra precariedad.
Así que perdónanos, Borja, si todo eso nos sigue polarizando un poco, sea cual sea el resultado electoral.