Una cuestión de expectativas
«Mientras que Sánchez ha dado razones suplementarias al abstencionista de izquierda, el aspirante Feijóo ha podido animar a unos cuantos indecisos»
En esta vida, todo es cuestión de expectativas: que se lo pregunten a los adolescentes. Y ahí estuvo también la clave del debate celebrado anteayer —sus ecos siguen aún reververando en nuestra esfera pública— entre los dos principales candidatos a la presidencia del gobierno. Pocos analistas dieron por ganador a Sánchez; en el mejor de los casos, sus defensores han impugnado el debate en su conjunto para salvar la performance del líder socialista. ¡España no se merece esto! Sin embargo, reina la impresión de que el presidente del Gobierno perdió anteayer la oportunidad de tener una oportunidad: por más que él se empeñe en repetirlo, nada sugiere que vaya a ganar las elecciones.
Ahora bien: la razón principal del fracaso monclovita reside en la decisión táctica de presentar el debate como un vapuleo anunciado del adversario; tan es así, que querían celebrar seis. Y aunque es comprensible que quisieran poner a Sánchez delante de Feijóo tras la dura derrota de mayo, a fin de intentar cambiar in extremis el ánimo del electorado, se equivocaban asignando al gallego el agradecido papel del underdog que tiene poco que perder. Para colmo, minimizaban de paso el impacto de una hipotética victoria de su contendiente: ¿quién no pasaría por encima de un incompetente? Irónicamente, lo que la campaña socialista tiene que gestionar ahora es una estrepitosa derrota: la sufrida por un presidente que parecía candidato frente a un candidato que parecía presidente.
Han sido los estrategas socialistas los que se han encargado de retratar a Feijóo, ya desde su llegada inopinada al liderazgo popular, como un «insolvente» provinciano que jamás soportaría un cara a cara con el experimentado presidente del Gobierno. Si el debate se hubiera celebrado en inglés, ciertamente, habría sido el caso; aunque la manera en que Sánchez pronunciaba el apellido de Virginia Woolf fue tan original que causó desconcierto entre los conocedores de la lengua de Virginia Woolf. Pero se celebró en la koiné de los hispanohablantes y bastó que Feijóo mantuviera una irónica serenidad para que la burbuja creada por el equipo de Sánchez —contra Casado vivían mejor— estallase en el aire a la vista de millones de espectadores.
«Un estadista histérico alertaba contra el peligro de un rival que no acaba de funcionar como heraldo del extremismo»
De repente, Sánchez no era el gran orador que sus rapsodas habían cantado y Feijóo se resistía a confirmar la caricatura que lo presentaba como alguien incapaz de resolver un crucigrama infantil. Dejando a un lado el juicio sobre la precisión de los argumentos que sobrevolaron la mesa, se dibujó la imagen contradictoria de un estadista histérico que alertaba contra el peligro que supone un rival que no acaba de funcionar como heraldo del extremismo: solo los votantes más fieles de la izquierda sabrán suspender su incredulidad hasta el punto de comprar esa caracterización inverosímil. No es que Feijóo mantuviera unas formas exquisitas durante el debate, pero difícilmente puede reprochársele que decidiera interrumpir a Sánchez una vez que este dejó claro que no le dejaría hablar en ningún momento: una cosa es ser educado y otra ser tonto.
Naturalmente, habrá quien discrepe. Las creencias modulan la percepción de la realidad y de ahí que los hechos observables tengan una importancia relativa en la formación del juicio político de los ciudadanos. Pero los sesgos no siempre pueden resistir los golpes que propina la realidad. Y si bien está repitiéndose que el debate entre Sánchez y Feijóo no servirá para cambiar la intención de voto de los ciudadanos, quizá no convendría descartar de antemano su impacto sobre el ánimo de los electores: mientras que Sánchez ha dado razones suplementarias al abstencionista de izquierda, dificultando aun más el tipo de movilización masiva que necesita para aproximarse a su rival, el aspirante Feijóo ha podido animar a unos cuantos indecisos desmintiendo las noticias sobre su presunta inoperatividad.
Quienes las habían propagado, alimentando así el monstruo de las expectativas favorables a su causa, tal vez se hayan arrepentido a estas alturas: en la democracia sentimental no hay nada más valioso que una emoción inesperada.