La perplejidad
«No sólo han regresado a Europa la guerra, los populismos y los nacionalismos, también las sociedades occidentales están más fracturadas y empobrecidas»
Fue en 1996, en Guadalajara (México), cuando Joseph Ratzinger, entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, pronosticó el retorno del marxismo bajo un ropaje distinto. Habían pasado apenas siete años desde la caída del Muro de Berlín y Occidente danzaba el vals del final de la Historia que dirigía Francis Fukuyama. La reunificación alemana, el Tratado de Maastricht y la definitiva puesta en marcha de la globalización, con una China aún empobrecida como nuevo actor global, nos hablaban de un mundo diferente que podía hacer posible el viejo anhelo de una paz universal. Para los que vivimos aquellos años en el bachillerato o en la universidad –una generación que ahora dirige el continente–, reinaba el doble optimismo de la juventud y de la esperanza. Se decía adiós a las querellas nacionales y a las ideologías, y Europa –por primera vez– parecía realmente un espacio de libertad.
«El hundimiento de los sistemas de gobierno de inspiración marxista en el Este europeo» –señalaba el cardenal Ratzinger– «resultó ser una especie de ocaso de los dioses: precisamente allí donde la ideología liberadora marxista había sido aplicada consecuentemente, se había producido la radical falta de libertad, cuyo horror aparecía ahora a las claras ante los ojos de la opinión pública mundial. Y es que cuando la política quiere ser redención, promete demasiado. Cuando pretende hacer la obra de Dios, pasa a ser, no divina, sino demoníaca». Es la antigua historia de la transformación de la utopía en distopía, del ideal en un relato de terror.
«Hasta entonces» –proseguía el teólogo alemán– «el marxismo había sido el último intento de proporcionar una fórmula universalmente válida para la recta configuración de la acción histórica. El marxismo creía conocer la estructura de la historia mundial, y, desde ahí, intentaba demostrar cómo esta historia puede ser conducida definitivamente por el camino correcto. El hecho de que esta pretensión se apoyara sobre un método en apariencia estrictamente científico, sustituyendo totalmente la fe por la ciencia, y haciendo, a la vez, de la ciencia praxis, le confería un formidable atractivo. Todas las promesas incumplidas de las religiones parecían alcanzables a través de una praxis política científicamente fundamentada».
«Entrado el siglo XXI, el marxismo derrotado retornó con rostros diferentes y la triunfante democracia liberal empezó a descender»
Pero, frente a ello, la caída del comunismo a manos del escepticismo razonable de la democracia liberal abría un espacio para la llegada de algo muy distinto, que no era ajeno a la euforia de la época, a pesar de la guerra en los Balcanes o en Irak. Era un mundo nuevo para un tiempo nuevo. Y, sin embargo, fuimos muchos los que entonces no supimos ver la marea de fondo, los cambios que se producían debajo de la superficie. Para Ratzinger, la clave no era el discurso de un optimismo que se confundía con la ingenuidad, sino la herida penetrante de la perplejidad. Lo resumía con estas palabras: «La caída de esta esperanza trajo consigo una gran desilusión, que aún está lejos de haber sido asimilada. Por eso, me parece probable que en el futuro se hagan presentes nuevas formas de la concepción marxista del mundo. De momento, quedó la perplejidad: el fracaso del único sistema de solución de los problemas humanos científicamente fundado».
Con el tiempo, ya entrado el siglo XXI, la confusión cambió de bando, el marxismo derrotado retornó con rostros diferentes y la triunfante democracia liberal empezó a descender hacia su particular nadir. No sólo han regresado a Europa la guerra, los populismos y los nacionalismos, sino que también las sociedades occidentales se encuentran más fracturadas y empobrecidas. Nuestro error no ha sido la consecuencia de un sistema científicamente probado, sino tal vez de la hybris, del orgullo ingenuo y del poder de la técnica que, a medida que avanza, destruye mundos y sueños.
Quizás debamos aprender esta lección: el curso de la vida conduce a la perplejidad; no al triunfo ni a la derrota definitivos, sino al misterio.