El silencio tras el disparo
«La carrera de Kevin Spacey se vio truncada de golpe por unas acusaciones que nadie había demostrado y que los jueces han considerado infundadas»
La noticia de que el actor norteamericano Kevin Spacey ha sido absuelto de nueve cargos de abuso sexual ha pasado desapercibida en nuestra esfera pública; lo que quiere decir que su exoneración ha causado mucho menos ruido que su imputación judicial. Aunque no se trata de la única figura pública que ha sufrido las consecuencias de eso que se ha llamado «cultura de la cancelación», su caso posee un valor paradigmático: una brillante carrera se vio truncada de golpe bajo el peso de unas acusaciones que nadie había demostrado y que los jueces han considerado infundadas. Pero, ¿qué importancia podía tener la presunción de inocencia para una jauría vociferante cuyos integrantes se llenaban de razón con cada imprecación acusatoria? Todos lo hemos visto; casi nadie se ha atrevido a defender el derecho elemental de cualquier individuo a defenderse de sus acusadores. Máxime cuando la descalificación moralizante del acusado sirve a quien la realiza para afirmar su propia identidad en la esfera pública: aquí estoy yo. Ahí estaban ellos.
Que hayan operado durante estos años tales masas de acoso —por usar la terminología de Elías Canetti— resulta tanto más deprimente si tenemos en cuenta que la cultura occidental dispone de una experiencia histórica que habría debido vacunarla contra semejantes espasmos autoritarios. Y no hace falta remontarse a la persecución de los herejes o el señalamiento de las brujas, ni unos ni otras vivían en sociedades democráticas. Tampoco las purgas estalinistas o maoístas, operaciones de limpieza efectuadas en el interior de organismos políticos enfermizos, sirven de referencia. Hay mejores ejemplos.
Sobre todo, ahí está la llamada «caza de brujas» organizada por el senador republicano Joseph McCarthy en los Estados Unidos durante la segunda posguerra. La persecución de individuos sospechosos de simpatizar con el comunismo incluyó una larga lista de procesos irregulares, denuncias sin fundamento y delaciones más o menos voluntarias que desembocaron en listas negras tan famosas como la formada por los trabajadores de la industria del cine norteamericano. Durante el llamado Red Scare, cualquiera podía ser víctima de una acusación susceptible de poner su vida patas abajo. También en este caso se trataba de una herramienta a disposición de cualquier arribista, como ha recordado Nolan en su fallida Oppenheimer a cuenta del intento por desprestigiar al padre de la bomba atómica.
«La sensación de que se ha llegado demasiado lejos se ha hecho evidente cuando ya no hay marcha atrás»
Como no podía ser menos en una sociedad que seguía conservando espacios de libertad, el tema de la persecución feroz del inocente —o del presunto culpable— a manos de un colectivo enfurecido fue abordado por el Hollywood del momento. En muchas de esas películas, de la fallida La jauría humana a la sólida La ley del silencio o la magistral Johnny Guitar, el comportamiento de quienes persiguen al sospechoso —por motivos a veces más personales que políticos— es retratado de una manera similar: la sensación de formar parte del grupo refuerza el compromiso del individuo, animándolo a castigar a la víctima con una furia que por momentos parece remitir a estadios más primitivos de la vida social. Tan pronto como se oye el primer disparo o se consuma el linchamiento, sin embargo, algo cambia: un sentimiento de vergüenza abochorna a la multitud que empieza a disgregarse, unidos sus integrantes por un pacto de silencio que nadie llegará siquiera a verbalizar. La sensación de que se ha llegado demasiado lejos se ha hecho evidente cuando ya no hay marcha atrás.
Pero si sabíamos esto, ¿por qué lo hemos olvidado? ¿Cómo es que se han dado por buenas las acusaciones que se han vertido estos años contra hombres y mujeres a los que no se ha concedido siquiera el beneficio de la duda? Y sobre todo: ¿aprenderemos esta vez la lección?