THE OBJECTIVE
Juan Marqués

Elogio de las «pruebas sin corregir»

«Las fotocopias más cutres y más infestadas de errores y chapuzas serán siempre mejores que el archivo informático más pulcro y mejor maquetado»

Opinión
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Elogio de las «pruebas sin corregir»

Elogio de las «pruebas sin corregir» | Unsplash

A estas alturas del año, a las puertas de septiembre, los melancólicos buzones de los críticos literarios se llenan de repente de papel. Tras la sequía del verano, regresa la alegría material, aunque es una alegría relativa, al menos para muchos. Sucede que, en numerosos casos, lo que llega no son exactamente libros, sino antipáticos sucedáneos, cosas que se les parecen mucho –son, sí, volúmenes, textos, bultos confeccionados con celulosa y tinta…– pero que a la vez, sin contradicción, pueden considerarse lo contrario, casi un anti-libro, no el adelanto sino el negativo.

Me refiero, claro, a las «ediciones anticipadas», las «ediciones no venales», las «pruebas sin corregir» o, en lo que es sin duda mi expresión favorita, las «ediciones no definitivas». A la creciente lista de todas las novelas que no escribiré («Segunda edición», «Las aventuras del crítico de libros», «Un ghost writer en Estocolmo», «El misterio del corrector desaparecido», «Don Quijote leyendo Peter Pan», «Una novela dispersa», «Escrito en diagonal», «¡Plagio!»…) he de añadir una que se titule así: «Edición no definitiva».

A mí tampoco me gustaban demasiado, pero en las últimas temporadas les estoy cogiendo mucho cariño. Yo subrayo (¡siempre con lapicero!) los libros y señalo a veces las erratas, pero no los anoto ni los maltrato de ningún otro modo, no los hago míos a través de exlibris o firmas, sino de un modo puramente literal, leyéndolos con atención y trabajándolos con cuidado y guardándolos con cariño. Pero estas flexibles pruebas sin corregir («sin corregir» aunque sus erratas suelen pasar a las tiradas que ya llegan a las librerías) permiten una relación mucho más física con el lector (o el pre-lector), y yo me empleo a fondo en marcarlas, dibujarlas, doblarlas o incluso romperlas. He descubierto, no sin inquietud, que cuando mancillo con exclamaciones y dibujos los libros, los disfruto más, o al menos los asimilo mejor, más profundamente. A veces incluso los destrozo físicamente, los parto, los secciono: me ocurrió con las de Lo demás es aire, la maravillosa y muy meritoria novela de Juan Gómez Bárcena. Era y es tan voluminosa que iba arrancando páginas conforme las leía, aligerando el tomo, haciéndolo más delgadito para poder moverlo con cada vez menos esfuerzo por calles y autobuses. Pero iba guardando las páginas leídas, claro, y menos mal, porque luego me pidieron que presentase el libro en Madrid, y tuve que hacerlo, muerto de vergüenza, con un libro tan recompuesto que era en realidad un atado de hojas, una especie de víscera blanda y desencuadernada, como si más que un libro llevase conmigo un gatito vivo o un postre recién hecho. Un milhojas, que es lo que aquello, literalmente, era. El aspecto del libro parecía demostrar, por un lado, que lo había leído a conciencia, pero, por otro, que no soy tan cuidadoso y mimoso con los libros como de hecho soy.

«Hay libreras y bibliófilos que me aseguran que hay por ahí degenerados que de hecho sólo guardan libros de éstos»

Porque ésa es otra: las editoriales ya no suelen enviar después las «ediciones definitivas», y ésa es una pequeña faena para los coleccionistas, los «codiciosos», los irreductibles que, con alma de bibliotecario, lo guardamos todo, conscientes de que nunca hubo en el mundo un amanecer más hermoso que una bibliografía. Hay libreras y bibliófilos que me aseguran que hay por ahí degenerados que de hecho sólo guardan libros de éstos, que coleccionan ávidamente pruebas sin corregir, y que deben de tener, por tanto, una biblioteca llena de lomos sin imprimir y de canutillos y espirales, y con un papel inferior en calidad al que custodiamos los demás. Si alguna de esas atormentadas almas lee esto, que me escriba, porque no me importaría ir cediéndole yo todas las pruebas que vaya recibiendo y trabajando, tanto en diciembre como en agosto. No le diré dónde vivo, porque determinadas depravaciones me asustan, pero podemos quedar en un lugar neutro y concurrido, a plena luz del día.

La verdad es que yo suelo apañármelas para conseguir también los libros buenos, y entonces, sí, paso los subrayados y las correcciones de erratas al «volumen» a conservar. Mi biblioteca doméstica está esencialmente dividida entre libros ya leídos y libros no leídos todavía: de ese modo, por un lado puedo ver de un golpe, puerilmente contento, todo lo ya conocido, pero por otro veo de reojo cómo crecen las pilas de lo pendiente (y a veces es embarazoso, ante las visitas, que se pueda comprobar tan fácilmente que todavía no he leído nunca, no sé, Los Buddenbrook, o La romana, o No soy Stiller…, o tal o cual libro de Sender o de Hamsun…, o –todavía peor– el libro de algún amigo, posiblemente ese mismo amigo que está examinando las torres a mi lado en ese mismo momento…). El caso es que siempre puedo jurar que he leído tal o cual balda, pero no es exacto, en este sentido: no todos esos volúmenes han sido propiamente leídos, recorridos de hecho, vividos… Algunos están ahí como consecuencia, un poco como representantes, por delegación, casi por suplantación, pues los que realmente leí fueron sus hermanos mellizos mayores, ya descartados y lejos, triturados, reciclados, perdidos para siempre.

«Elogio este tipo de pre-publicaciones para vituperar los malhadados pdfs»

Como algunos ya habrán supuesto, si elogio este tipo de pre-publicaciones lo hago, sobre todo, para vituperar los malhadados pdfs, que es la otra posibilidad a la que recurren las editoriales para dar tiempo a los críticos a leer de antemano las novedades y poder escribir cabalmente sobre ellas. Yo, por diversos motivos, he de leer muchos, muchos libros en pantalla, de modo que siempre intento evitar tener que leer más, sobre todo cuando nada en el mundo me gusta más que leerlos en papel, pasearlos por ahí y airearlos por los parques, subrayarlos con alegría, manosearlos bien… Las fotocopias más cutres y más infestadas de errores y chapuzas serán siempre mejores que el archivo informático más pulcro y mejor maquetado.  

De igual modo que decía que los textos ganan en «ediciones provisionales», empeoran claramente en pdf, y sin embargo es en este aberrante formato como he leído la que puede ser la gran novela española de la rentrée, que es Te di ojos y miraste las tinieblas, de Irene Solà, quien, como siga así, allá por 2050 o 2051 puede convertirse en el primer Premio Nobel para el idioma catalán. También he leído ya en pantalla un ensayo que puede acabar resultando una de las grandes sorpresas del primer trimestre de 2024: una nueva historia del franquismo escrita por el historiador oscense Nicolás Sesma Landrin, y sería algo así como el franquismo visto por la nueva generación, analizado por los nacidos ya tras la dictadura, un libro escrito, claro, con enorme hostilidad hacia el régimen pero ya sin odio, sin rencor personal, aunque con rigurosa objetividad y por tanto con dureza… Y en ediciones previas es como he leído No te veré morir, la buena nueva novela de Antonio Muñoz Molina (la mejor suya desde La noche de los tiempos o quizá Como la sombra que se va), los nuevos buenos cuentos de Eloy Tizón (Plegaria para pirómanos) o Maldeniña, una nueva sutil joya de la colombiana Lorena Salazar Masso. Aunque creo que, en general, el libro que más he disfrutado es ese banquete titulado El orden del azar, una suntuosa y majestuosa y hasta ostentosa biografía de Guillermo de Torre que ha escrito Domingo Ródenas de Moya. Este crítico que soy se lo ha pasado bomba con el tocho que uno de los mejores críticos españoles de hoy ha escrito sobre el principal crítico español de las vanguardias históricas (y determinante editor en Austral y Losada): no es sólo uno de esos libros que más me gusta leer, sino todo un ejemplo de los libros que, de ser posible, más me gustaría poder escribir yo mismo, aunque cada vez tengan menos y menos lectores potenciales.

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