Autoritarios de cuello blanco
«La política, en democracia, no es reemplazable por la tecnocracia, porque la política consiste en debatir el coste oportunidad de todas las opciones disponibles»
Eduardo Laporte escribía en este mismo espacio un artículo que, bajo el título, El PP debería abrazar la tecnocracia, venía a proponer una solución que, lejos de ser novedosa, es como ese tema pegadizo que vuelve una y otra vez a las listas musicales en los periodos estivales.
Eduardo no es el primero, ni será el último, que proponga la tecnocracia como alternativa cuando la política fracasa. Ese charco lo han pisado antes muchos otros, algunos de ellos tan eminentes como Gonzalo Fernández de la Mora, que en 1965 publicó su famoso ensayo El crepúsculo de las ideologías, donde sostenía que la creciente complejidad de la gestión pública exigía formas más racionales de organización política, más pragmáticas, basadas en criterios técnicos, no en ideologías, a las que consideraba destinadas a desaparecer.
Ni que decir tiene que el siglo XXI se ha encargado de desmentirlo, porque si algo nos han enseñado las grandes crisis de este siglo es que la tecnocracia sirve de poco o muy poco a la hora de afrontarlas. De hecho, sus recetas suelen ser discutibles y, a menudo, bastante contraproducentes, por no decir peligrosas. La razón es sencilla. Cuando la responsabilidad recae sobre los hombros del tecnócrata, y ya no sobre los de los políticos, éste se vuelve extremadamente cicatero.
Con todo, esta actitud es la menos inquietante en comparación con las que pueden llegar a desarrollar cuando el poder se les sube a la cabeza, porque entonces sus medidas se vuelven tan colosales como los son sus efectos adversos. Aunque, me temo que para Laporte la inflación ha caído del cielo y la gestión de la pasada pandemia no ha sentado ningún peligroso precedente.
Sea como fuere, la tecnocracia puede servir para cuadrar los números, aunque a menudo sirve para hacer caja a la carrera y atender los vencimientos inminentes, como hizo en su día cierto presidente asaz tecnocrático, que optó por subir los impuestos hasta cotas inauditas, en vez de meter mano al Estado. Pero, en general, la tecnocracia es incompetente afrontando males de fondo, porque estos, aunque a la postre se manifiesten en forma de números, están enraizados en determinadas ideas que se han convertido en costumbre, en una cultura que lo impregna todo y a la que los partidos políticos y sus líderes han renunciado a llevar la contraria.
Pero los políticos no se comportan así tanto porque sean políticos como porque su condición de políticos los sobreexpone a la opinión pública. Temen que su popularidad se resienta si dicen las verdades del barquero a un público al que han malacostumbrado. Y cabría preguntarse por qué el tecnócrata iba comportarse de forma muy distinta una vez su carrera pasara a estar tan expuesta como la de un político. ¿Acaso son ángeles?
«Lo cierto es que es Laporte quien parece ignorar que el 70% de los españoles tienen graves problemas en común y que, quizá, baste con respetar ciertos particularismos locales para a continuación proponer un programa a escala nacional que aborde estos problemas tan ampliamente compartidos»
No. El tecnócrata es un técnico. Más allá de esto, lo que le relaciona con la política es ejercer como un Pepito Grillo que inoportuna a los gobernantes porque, como de costumbre, estos últimos están mucho más interesados en hacer propaganda de sus buenas intenciones que en conocer las verdaderas consecuencias de sus políticas. De ahí que el tecnócrata sea habitualmente un funcionario con el puesto asegurado de por vida, para que el gobernante de turno no pueda fulminarlo.
Tal vez, para sortear todas estas contradicciones, Laporte acabe apelando al principio de prudencia. Pero aquí también patina. Olvida que, cuando este principio depende de los tecnócratas, suele derivar en autoritarismo. Y es que, si algo suelen hacer los técnicos, los expertos o los científicos cuando se enfrentan a problemas que no saben cómo manejar, es prohibir todo lo que les parezca susceptible de agravarlos. Así, si hay un virus cuyos mecanismos desconocen, propondrán encerrar a las personas para que no se propague. Una medida que, si bien inicialmente puede ser comprensible, tenderán a prolongar de forma indefinida hasta que según su criterio el riesgo sea cero, especialmente para sus carreras. Lo que es un evidente disparate.
El principio de prudencia, como la propia política, jamás debe recaer en los tecnócratas por una razón muy sencilla. Cada experto es especialista en lo suyo, por lo tanto, contemplará el riesgo sólo desde aspectos relacionados con su conocimiento, ignorando las consecuencias desde otras disciplinas. En un experto sanitario, por ejemplo, el único enfoque posible para abordar una crisis sanitaria es evitar cualquier actividad que, aun sin certidumbre científica, considere potencialmente peligrosa. Por el contrario, el economista tenderá a valorar los costes materiales, que a la postre siempre terminan siendo humanos, de las medidas del experto sanitario.
De esta forma, cada experto tratará de imponer el criterio de su propia disciplina, ignorando los riesgos desde otras perspectivas. Por eso la política, en democracia, no es reemplazable por la tecnocracia, porque la política consiste, o debería consistir en debatir, en contrapesar el coste de oportunidad de todas las opciones disponibles y compatibilizar la seguridad con los derechos fundamentales.
Es típico de quien, sospecho, antepone la seguridad a cualquier otro derecho resumir que el éxito de Isabel Díaz Ayuso en la Comunidad de Madrid se debió a dejar abiertos los bares durante la pandemia, mientras que en el resto de regiones imperaba una prudencia que, dicho sea de paso, hoy sabemos inconstitucional.
Ocurre, sin embargo, que el tiempo y los hechos han acabado dando la razón a quienes, no ya en Madrid sino en otros países, optaron por buscar un equilibrio entre seguridad y libertad, entendiendo la segunda no ya como un salvoconducto para salir de copas, sino como esa condición imprescindible para no caer en la miseria, esa pobreza radical que, a la postre, acarrea enfermedades, físicas y psicológicas, y un exceso de muertes en diferido que las estadísticas sanitarias calificarán como atípicas sin más explicaciones.
Por Laporte no se detiene ahí. En su opinión, la Isabel Díaz Ayuso que gobierna la Comunidad de Madrid no es extrapolable al conjunto de España porque, al contrario que cualquier otro político, la juzga incapaz de entender que un gallego, un catalán, un asturiano o un andaluz no tienen exactamente los mismos problemas o necesidades que un madrileño. Es más, anticipa que Ayuso abordaría una campaña electoral a escala nacional igual que una local, porque es una política cortita.
Lo cierto es que es Laporte quien parece ignorar que el 70% de los españoles, residan donde residan, tienen graves problemas en común y que, quizá, baste con respetar ciertos particularismos locales para a continuación proponer un programa a escala nacional que aborde estos problemas tan ampliamente compartidos.
No seré yo quien ponga la mano en el fuego por ningún político, pero en este caso no puedo por menos que asombrarme de la hostilidad imperante hacia uno en concreto, especialmente desde dentro de su propio partido, y la inagotable comprensión que merecen otros cuya maledicencia no está en sus palabras o en la forma decidida en que hablan al público, sino en un solapado e insidioso autoritarismo y un desprecio práctico por los derechos fundamentales y la propia democracia.